No te olvides que te espero….
Y nunca esperes que te olvide…
Te amo…
Allí estaba la esquela. Guardada hacía tanto tiempo. Surgió como de la nada. Tantas veces la había leído. Hasta que un día la guardó. Tal vez para siempre. Ahora la tenía frente a él. La tocó. El papel parecía de seda. La caligrafía redondeada, erguida y elegante como ella. Ver esas palabras y sentir que su cuerpo se transfiguraba, que un calor abrazador se apoderaba de todo su cuerpo y que a pesar de ello su corazón era invadido por la ternura. ¡¡¡Fue como un arrebato!!! Solo, en su celda, en medio de las dudas, sí, aún muchas dudas, profundas dudas, largamente analizadas, luego de tantas horas de meditación, surgía la pregunta: -“¿Por qué Dios, en este preciso momento? ¿Por qué si yo creía tener todo resuelto, casi olvidado, cuando faltan apenas horas para el compromiso de mi vida, para lograr encausar de una vez y para siempre lo que creo es mi vocación?-. -¿Por qué Dios me ponés a prueba nuevamente?-. -¿Cuál es mi camino?-. -¿Dónde podré servirte mejor Dios mío?-. Y entonces la vio. Se le presentó su imagen, su querida figura, como si estuviera delante de él, como otras veces en su continua lucha por olvidarla, bella como su nombre, Ángeles. Era su ángel, desde chicos, era su ángel. Siempre estuvieron enamorados, ambos lo sabían, se miraban, se acompañaban, estudiaban juntos. La madre de él, católica hasta los tuétanos, y el padre del Opus Dei, pretendían un hijo cura. Su única esperanza era Gabriel.
-¡Suerte!- dijo la madre de ella. -¿Qué podrías esperar de un muchacho cuyo único deseo es ir a darle de comer a los vagos hambrientos de las villas y pasar horas jugando y leyendóles como si les sirviera para algo?
Gabriel entró en el seminario. Salesiano, para disgusto de sus padres. No conformaba a nadie.
Fue duro. Extremadamente duro. Muy muy duro. Más aún. Pero siguió.
Sin embargo, en un rincón de su corazón permanecía Ángeles.
Veintitrés de septiembre, gran alboroto. A días de su consagración visita su casa. La sorpresa fue catastrófica. La madre lo abrazó y lloró mucho. El padre lo besó mientras lo miraba con el ceño fruncido.
-Voy a salir- dijo. Abrió la puerta de calle, su figura delgada y alta, su vestimenta sobria, lo hacían parecer severo. Lucía, quien lo había criado, lo miró satisfecha. Lo conocía y muy bien. Sonrió como para adentro y se retiró para que nadie viera la expresión de su cara.
Veintitrés de septiembre: hermoso regalo recibiría Ángeles en su cumpleaños. Sonó el timbre. Alegre como siempre corrió, abrió la puerta. Lo vio. Lo vio y supo, era el amor.
S, Susana Consolino
San Clemente del Tuyú
Hace mucho tiempo. Según una consigna del Taller.
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