Mercedes Acuña Anzorena/Mayo de 2020

El bosque

La luna se hamacaba entre las altas copas de los árboles, y el silencio de la noche se enredaba en el bosque. Ese extraño silencio del bosque, ese que es como un manto que todo lo envuelve. Pero, a veces, permite que un ruido, un gruñido o un aleteo, se escuchen.

Me acomodé para pasar la noche pensando en dormirme acunado por todo aquello que conocía tan bien. Pero, repentinamente, escuché un llanto. Era el llanto desesperado de un niño, se acercaba y se alejaba como si la desesperación y la angustia enloquecieran a quien lloraba. Iluminado por la luna, lo vi aparecer: era un pequeño de no más de siete u ocho años. Iba y venía corriendo, y sus sollozos me llegaron al corazón. Decidí ayudarlo. Un niño perdido en el bosque seguramente provenía del diminuto poblado que se encuentra cerca del lugar donde están los cultivos. Como no puedo hablar, me moví delante del niño, comencé a avanzar y retroceder de a poco. Cada vez avanzaba más y retrocedía menos. Gracias a la luna, me vio. Y gracias al don de comprensión que tienen los pequeños, me siguió. Llegamos a los límites del bosque, y cuando él vio las casitas lanzó un grito de alegría y corrió hacia allá.

Una mujer salió a encontrarse con él y lo abrazó con ansias.

Por qué corriste, oí que decía. Te dije que podías perderte, y le daba besos.

Decidí regresar al bosque: había logrado ayudar al niño. Me acomodé en el mismo lugar en el que estaba antes de la aparición  del pequeño. Un dulce rayo de luna me besó.

Olvidaba decirles:

—Soy un ave, nada más.