sábado, 20 de junio de 2020

Miguel Fernández Villegas-España/Junio de 2020




 LA BEJA FLORINDA

Había una vez una abeja que volaba muy contenta entre los árboles de un bosque bañado por el sol.
Se posaba en cada flor que veía, alargaba su trompita y recogía el rico néctar.
Pasado un tiempo vio brillar desde su altura el agua de un lago. Y como tenía mucha sed, bajó rápidamente a beber. Tan rápida bajó, que cayó en el agua y empezó a hundirse.
—¡Socorro, ayuda, que me ahogo!
Pero por más que gritaba la pobre abeja, nadie la escuchaba.
Entonces se puso a mover las alas para salir volando, pero las tenía empapadas.
—¿Qué hago ahora…? —se preguntó muy angustiada.
Intentó nadar con las patitas para llegar a la orilla, pero vio que estaba demasiado lejos de ella.
—Me estoy helando de frío, y si no salgo pronto me comerá un pez, una rana o un pájaro —decía llena de miedo—. No veré más a mis hermanas ni a mi madre — y se echó a llorar.
De pronto oyó unos pasos sobre la hierba de la orilla, levantó su cabecita y vio a una niña que se acercaba.
—¡Por favor, por favor, ayuda, ayuda! —le gritó la abeja con todas sus fuerzas.
La niña, que entendía el habla de los animales, oyó la voz desesperada de la pobre abeja.
—¿Cómo quieres que te ayude? —le preguntó.
—¿No ves que estoy en el agua y no puedo salir? —le respondió la abeja.
—Ah, perdona —le contestó la niña—. Creí que te estabas bañando.
Una nube se puso delante del sol.
—Por favor, tengo mucho frío. Sácame pronto de aquí.
—¿Y si me picas? Las abejas tenéis un aguijón muy peligroso.
—¿Cómo te voy a picar si me salvas? Las abejas somos buenas, sólo picamos para defendernos —dijo ya casi sin fuerzas.
Entonces la niña vio una caña que había junto a la orilla, la cogió y la acercó a la abeja, que rápidamente subió con sus patitas y se sintió feliz.
—¡Qué bien! ¡Qué contenta estoy! —gritó la abeja al verse libre del agua fría. La niña colocó la caña en el suelo y la abeja bajó enseguida a tierra.
—¡Gracias, gracias!
El sol apartó la nube y calentó con sus rayos su cuerpecito aterido.
La niña vio que la abeja se esforzaba por quitarse con sus pequeñas patas las gotitas de agua que seguían pegadas a sus alas y a su cuerpo.
—Si no me seco las alas no podré volar, ¿sabes?
—Claro —le contestó sonriendo la niña.
—Te agradezco mucho que me hayas sacado del agua —añadió la abeja con su carita muy feliz—. Eres mi salvadora. Y… por cierto, ¿cómo te llamas?
La niña le contó que se llamaba Sofía y que tenía 8 años.
—Sofía, ¡qué nombre tan bonito!
—Y tú ¿cómo te llamas?
—Las abejas no tenemos nombre.
—Ah, ¿no? Bueno, pues… yo te voy a poner uno —le dijo la niña—. Verás. Como vuelas siempre entre las flores, te puedes llamar… Florinda. ¿Te gusta el nombre?
—¿Florinda? ¡Oh, sí! Me encanta ese nombre.
Entonces Sofía advirtió que la abeja comenzaba a mover las alas y a elevarse del suelo.
—¡Mira, mira, Sofía, ya estoy casi seca, ya puedo volar! ¡Qué alegría!
La niña vio muy contenta también cómo subía y bajaba fácilmente en el aire.
—Me tengo que ir volando a mi casa —le avisó la abeja.
—¿Por qué? —le preguntó Sofía.
—Porque mi madre debe estar muy preocupada por mí.
—¿Pero entonces no te veré más? —le preguntó triste la niña.
Florinda le contestó que ella iba al bosque de vez en cuando, y que si se acercaba por allí se podrían ver y charlar un rato.
—Bueno, vale —dijo resignada Sofía.
—Aunque —le habló la abeja—, ¿por qué no te vienes conmigo ahora y conoces mi casa?
—¿Tu casa?
La abeja le contó que era una colmena que estaba en la falda de una colina que ambas veían no lejos de allí.
—Es donde nosotras elaboramos un alimento muy rico, la miel.
—Bueno, pero no me puedo entretener mucho —le respondió Sofía—. También me espera mi mamá.
—Vale. Llegaremos enseguida. Ya verás —le dijo animadamente Florinda.
Entonces, guiada por la abeja y su zumbido, Sofía subió por la ladera hasta que su amiga se detuvo delante de un grueso árbol.
—Ya hemos llegado —le anunció Florinda sin dejar de volar—. Ahí, en ese hueco del tronco tengo mi casa.
La niña veía muchas abejas entrar y salir del árbol, pero le dijo que se le hacía tarde y se tenía que marchar.

—Espera solo un momento —le pidió Florinda y entró en el árbol.
La niña se entretuvo observando a las abejas que volaban sin descanso para llevar alimento a la colmena. De pronto vio que por el hueco del árbol salía un grupo de abejas que llevaban algo en sus patitas y Florinda iba al frente de ellas.
—Sofía, Sofía, mira, te traemos un trozo de panal lleno de miel. Te va a encantar. Pon la mano.
La niña le hizo caso y las abejas depositaron sobre la palma de su mano el riquísimo regalo.
—¡Gracias, Florinda! —clamó Sofía fijándose en el panal.
—De nada, Sofía. Mi madre, la reina, me lo ha entregado y me ha dicho que te dé las gracias por salvarme la vida en el lago. Adiós, tenemos que trabajar.
—Adiós, Florinda, nos veremos otro día.
La niña regresó a su casa. En el camino notó que tenía hambre y comió con gusto la miel del panal.
Todas las tardes Sofía daba una vuelta por el bosque y cuando veía a su amiga volar la saludaba a voces:
—¡Hola, Florinda, hola!
La abeja bajaba y se posaba en la mano abierta de la niña.
—Hola Sofía, qué bien que nos volvamos a ver.
—Desde luego.
Las dos charlaban animadamente de sus cosas en medio del bosque a la sombra de una hermosa encina y luego se despedían hasta otra ocasión.
Pero sucedió que una tarde la niña no apareció por el bosque. Al día siguiente tampoco, y así durante una semana. La abeja pensó que su amiga Sofía se había olvidado de ella y se sintió muy apenada. Pero entonces pasaron cerca de Florinda unos vecinos del pueblo a los que oyó decir:
—La pobre está muy enferma.
A Florinda le dio un vuelco el corazón temiendo que fuera Sofía la que estuviera enferma.
«Tengo que buscarla, pero ¿en qué parte del pueblo vivirá?», se decía Florinda. No se le ocurrió otra cosa que volar casa por casa, hasta que al cabo de un tiempo vio a su amiga a través de una ventana. Estaba llorando.
—¡Sofía, Sofía! —le gritó—. ¿Qué te pasa?
La niña giró su cabeza, sintió mucha alegría al ver a su amiga que volaba tras el cristal de la ventana y salió.
— Mi pobre madre está muy malita —le dijo la niña entre sollozos— y no se puede curar.
—¿Tu madre, enferma? ¿Qué le pasa?

—Los médicos le han dado las mejores medicinas, pero nada han conseguido.
—¿Medicinas? —le preguntó Florinda—. Espérame y verás.
La niña vio que la abeja salía volando rápidamente sin despedirse.
«¿A dónde habrá ido»? —se preguntaba?
Florinda llegó a la colmena. Entró en el árbol y fue a hablar con su madre, la abeja Reina.
Sofía, mientras tanto, esperaba a su amiga dentro de su casa sin imaginar por qué había desaparecido tan de prisa.
Al poco tiempo la niña escuchó un zumbido de alas y vio en el aire a cinco abejas conducidas por Florinda.
Les abrió la puerta y entraron en la casa. Al momento pusieron en la mesa del salón un paquetito hecho con hojas que llevaban entre sus patas.
Sofía las miraba muy asombrada.
—¿Qué es esto?
—La mejor medicina que existe —le respondió Florinda—: jalea real, alimento de reinas. Dásela a tu madre. Verás cómo con esto se cura. Media cucharadita cada cuatro horas, ¿vale?
Sofía abría los ojos muy sorprendida.
Las abejas, sin esperar más, regresaron con Florinda a su trabajo.
La niña desplegó las hojas que envolvían tan misterioso alimento, y vio una especie de crema de color marfil que olía muy bien.
Entonces le hizo caso a su amiga la abeja y comenzó a darle a su madre enferma una cucharadita de la medicina que le había traído.
Al día siguiente Sofía vio que su madre seguía igual de enferma y se puso muy triste pensando que no se iba a curar. Pero al llegar la tarde notó que la cara blanca de su madre empezaba a tener color. Poco a poco se fue animando. Incluso la vio sonreír después de mucho tiempo. Luego pidió algo de comer. Hasta que, pasados unos días, la madre se levantó de la cama muy contenta.
—¡Estoy curada, hija mía, estoy curada!
Sofía saltaba de alegría al ver a su mamá sana y feliz como había sido siempre.
Entonces la niña pensó ir enseguida a ver a su amiga Florinda para darle la gran noticia. La madre quiso ir también con ella a agradecerle su curación. Al llegar las dos al árbol, Florinda salía en ese momento del hueco. Vio a su amiga con la madre curada y se puso a dar vuelos de alegría.
—¡Qué bien! ¿La jalea real que te di la ha curado?
—Sí, Florinda. Gracias, muchas gracias, estoy muy feliz —le respondió la amiga.
La madre escuchaba hablar a su hija, pero no entendía el lenguaje de las abejas como Sofía.  

—Yo también tengo madre —le explicó la abeja— y sentí mucha pena cuando te vi llorar. Por eso le pedí a la mía que te diera un poco de su alimento tan especial. Mi madre me lo dio enseguida, pues sabía, además, que tú me salvaste de morir ahogada.
—Bien. Pues dile que mi madre está muy agradecida por haberla curado.
—Se lo diré, claro que sí.
Sofía se despidió y volvió a casa con su madre. Las dos se alimentaban diariamente con ese alimento tan rico, la miel, que elaboraban las abejas.
La niña iba al bosque cada vez que podía y hablaba un rato con su pequeña amiga, la abeja Florinda.
—Cómo está tu madre, Sofía?
—Muy bien. Completamente curada.
—Me alegro mucho —dijo Florinda frotando sus patitas delanteras como si aplaudiera.
—A ella y a mí nos encanta la miel.
—¡Eso es estupendo! —exclamó la abeja.
Cuando fueron a despedirse, la abeja se fijó en la cara de su amiga y le dijo:
—Nunca me olvidaré de ti, Sofía, que me salvaste de morir ahogada.
—Ni yo de ti, Florinda, que me diste el alimento que curó a mi madre.
Y las dos comprendieron que los amigos se ayudan y se quieren siempre y que la verdadera amistad es como un tesoro que dura toda la vida.



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