sábado, 20 de junio de 2020

Renata Kosczyk-Argentina/Junio de 2020



Solitarios entre multitudes


Conocí a Anzo Miyasato en la facultad, tendría unos 20 años y me llamó la atención porque siempre estaba solo, como ensimismado. Hablaba casi únicamente cuando se dirigían a él de manera directa. Los demás lo catalogaban de japonés raro, de “traga”, porque era buen estudiante y tenía excelentes calificaciones. En una ocasión pidieron que formáramos grupos de tres, y resultó que en el mío sobraba alguien, les dije a mis compañeros habituales  que no había problema, que yo buscaría otro. Como Anzo seguía solo me acerqué y le pregunté si estudiaría conmigo. Aceptó y acordamos juntarnos al día siguiente en un café cercano.
El lugar era muy ruidoso, cosa que a las claras le molestaba y en verdad dificultaba mucho la concentración. Después de algunos minutos de levantar la voz para escucharnos, preguntó si iría a estudiar a su departamento, que quedaba cerca, ahí a la vuelta. Parecía buena idea, así que nos fuimos. Levantamos nuestras cosas y respiramos aliviados cuando ya solo escuchamos los rumores de la calle. Subimos dos pisos por escalera y abrió la puerta. Era un monoambiente con una gran ventana, cama, mesa y una sola silla… Acercó la mesa a la cama, se sentó en ella, me ofreció la silla y empezamos. Después de una hora habíamos avanzado bastante, nos complementábamos bien. No habíamos cruzado una sola palabra que no tuviera que ver con el trabajo para la facultad cuando me fui. Salí pensando que esa habitación no se parecía en nada a la de los estudiantes occidentales, siempre desordenadas y repletas de pósters y fotos familiares. Eso sí, habíamos aprovechado bien las horas y estaba segura de que a ese ritmo mi examen de inglés resultaría todo un éxito.
Seguimos estudiando juntos hasta terminar el trimestre. Durante ese tiempo lo había observado bastante, era delgado, cabello muy negro lacio y bien peinado y frente ancha. El hecho de que fuera absolutamente diferente de los hombres que conocía, poco predecible y hasta unos años menor que yo, resultaba muy atractivo. Cuando empecé a soñar con él en reiteradas ocasiones busqué alguna otra explicación, entonces descubrí que la ausencia absoluta de galanteo tenía un efecto tremendamente seductor.
Habíamos completado el programa de estudios y practicado todos los ejercicios, ya no quedaba excusa para seguir reuniéndonos y el examen sería en pocos días. Pero era evidente que no queríamos separarnos, ambos habíamos buscado excusas para releer cosas que ya sabíamos. Se hizo más tarde que de costumbre, recién cuando nos invadió la penumbra notamos que ya había oscurecido.
Por primera vez, en lugar de juntar mis cosas y dirigirme hacia la puerta me senté en la cama, a su lado… Hubo muchas caricias, suaves e intensas a la vez, y pocas palabras… En realidad hubieran sobrado. Toda esa sensualidad contenida que no se reflejaba en gestos ni actitudes en el trato diario, se transformaba en pasión arrolladora durante la noche. Me dormí feliz, pero cuando desperté descubrí asombrada que él ya estaba vestido, había recuperado sus ademanes medidos y volvía a retraerse. Lo acepté, durante algunos meses seguimos con esa relación, y si bien nunca me quedaba dos noches seguidas, durante las madrugadas solíamos conversar bastante. Nos contábamos cosas de la vida, alegres, tristes y hasta insignificantes. Su personalidad me fascinaba, me sentía muy cómoda a su lado.
En una ocasión leí una noticia asombrosa. Trataba de un tal Anzo Miyasato, de unos 67 años, que había pasado 46 días a la deriva alimentándose de agua de lluvia y peces. Intrigada, esperé ansiosa el momento del encuentro para contarle. Entonces me enteré de que era su tío, hermano de su padre, y que a él le habían puesto el mismo nombre en su honor. Me relató la historia con muchos detalles.
También me habló de Shoichi Yoko, un soldado que permaneció 28 años solo, oculto en una isla, en la selva, porque no se enteró de que había terminado la Segunda Guerra Mundial y no quería caer prisionero porque eso significaría una “vergüenza” para su familia. Estaba preparado para perder la vida a manos del enemigo, pero no para la deshonra que implicaba una rendición. Hablaba en voz baja, con tono pausado. Era notoria su emoción, mezcla de mucha pena y algo de admiración cuando describía ese destino casi absurdo que había significado tantos años de soledad y sufrimientos.
Descubrí que le apasionaba la historia de su pueblo, y que además disfrutaba al relatarla, siempre asociando lo cultural y su influencia sobre las actitudes personales. Decía que el deber, el honor y la obligación eran inherentes a la vida de la gente de su país. Solo levantó el tono y la intensidad del relato al afirmar con énfasis que eso muchas veces se convertía en una presión casi insoportable…
Así, yendo de lo general a lo personal, aprendí a conocerlo mucho más y a aceptar sus particularidades. Fue una época muy linda y muy intensa, siempre con los sentimientos a flor de piel y ejercitando la delicadeza y el respeto al otro, algo imprescindible para estar a su lado y un aprendizaje que atesoré para siempre.
Con el paso del tiempo me invadió una sensación que no podía describir pero que se parecía mucho a la angustia. No había motivos, excepto quizás que nunca hablábamos del futuro. Es posible que no lo intentara porque tenía la intuición de que esa relación tarde o temprano terminaría. Supongo que él lo percibió, si fue así, no me lo dijo, pero al tiempo volvió a Japón porque había finalizado su beca. La despedida fue dolorosa, ambos sabíamos que era muy difícil que nos volviéramos a ver, aunque en los hechos nos dijéramos hasta pronto. Después, cada cual siguió su camino.
No supe de él desde entonces. Eso sí, nunca dejé de leer las noticias sobre Japón. Ahora, en medio del aislamiento social, cada tanto busco informarme sobre cómo transcurre la pandemia en otros países. Me llamó la atención un reportaje que le hicieron a un “experto en aislamiento”, eso decía el título de la nota.
Respondía Anzo Miyasato, un integrante de los Home-Office Hikikomori, como se denominaba en forma casi despectiva a los “retirados de la vida social”, que allí son más de un millón de personas.  Él contestaba en nombre de los que no salen de sus habitaciones por semanas, meses, y en ocasiones hasta años. Un tanto incrédula, pensando que quizá se tratara de otro pariente con el mismo nombre, busqué una fotografía que ilustrara la nota. La que encontré era bastante borrosa y estaba en un costado, casi al final de la página. A pesar de eso pude reconocerlo.     Es inconfundible esa frente ancha, quizás ahora un poco más por el paso del tiempo. A las preguntas del reportero sobre cómo llegó a convertirse en un Hikikomori, responde que solo intentó vivir su propia vida porque ya no soportaba más exigencias ni presiones, que en algún momento simplemente se quedó a solas con su computadora en una pieza. No lo eligió de manera consciente, fue solo el resultado de algo. Afirma que la época más difícil para él ya pasó. Ahora sale a hacer las compras una vez por semana, el resto del tiempo duerme, trabaja, lee y se comunica con algunas personas. Ocasionalmente da conferencias, pero nunca se impone plazos. Cuando le piden que cuente cómo hace para quedarse tanto tiempo en su habitación responde que es simple, que solo hay que quedarse.   
Por esas ironías del destino la auto-reclusión, ese estilo de vida de quienes durante dos décadas fueron considerados desde psicópatas hasta un peligro para la sociedad, ahora, en épocas de coronavirus, se transformó en el mandato del presente.
Miro por la ventana totalmente abstraída en mis pensamientos y de pronto recuerdo que en lo poco que se podía ver en la foto de esa despintada, vieja y oscura habitación de Anyo, no había ni siquiera una ventana, solo el reflejo de la luz de una pantalla iluminaba sus pálidos rasgos. Un escalofrío me vuelve a la realidad. Decido prepararme un té y llamar a una amiga, necesito compartir esto, para mí sola es demasiado.


5 comentarios:

Graciela "Boticaria"- Boti dijo...

Una historia atrapante. Disfruté su lectura. Felicitaciones, Renata.

Margarita dijo...

Que hermosa forma de captar la esencia japonesa. Me atrapó la historia.

Beatriz dijo...

Me gustó mucho lo que escribiste!!!

Anónimo dijo...

Hermosa historia

koldoburdin dijo...

Excelente relato, con agridulces sensaciones y cierto aroma zen.
¡Felicitaciones!