SOLITARIO
Ser un solitario no es lo mismo que estar solo. Conozco gente que vive sola, otra que está sola y otra que se siente sola. Se puede estar solo por elección o por desgracia y suplantar carencias volcando el afecto hacia las plantas y las mascotas, pasarse horas en el teléfono y mostrarse siempre interesado por los demás. Sentirse solo no tiene que ver con la realidad que rodea a la persona, sino que es una aflicción difícil de superar porque tiene que ver con la forma de comunicarse, de dar y recibir. A veces, de poner la atención en quien no lo merece o esperar que otros llenen un espacio interior.
Está quien se siente cómodo viviendo solo, porque lo eligió, y disfruta de las cosas que le interesa: libros, música, viajes, conferencias; sin dedicación exclusiva del afecto pero sin dejar de ser buen hijo, hermano, amigo, buen anfitrión. Este es el solitario, de carácter apacible, sociable; no confundir con un ermitaño. Él no está solo ni se siente solo, vive solo. Gran lector de novelas de suspenso; sus autores preferidos son Edgar Alan Poe y Raymond Chandler, también ama los comics. Vive en uno de esos barrios, que todavía quedan en Buenos Aires, de casas bajas y veredas altas, con árboles añosos, cuyas copas a la noche hacen titilar la luz de los faroles sobre el empedrado, como en esas escenas que tanto inspiraron a los poetas del tango. Arboles que en la primavera alfombran las calles con flores amarillas y en los mediodías tórridos dan buena sombra a las vecinas que se detienen a conversar a la vuelta del mercado. Todo esto lo percibe y disfruta nuestro hombre solitario sentado detrás del ventanal. Está leyendo una revista de suscripción, de vez en cuando levanta la vista y se distrae con el tránsito o la conversación de ruidosos adolescentes que vuelven de la escuela.
A menudo fantasea con la idea de escribir. Nota que, a pesar de los ruidos de la ciudad, Buenos Aires está triste. Tan cosmopolita, con gente de paso, sin arraigo, sin compromiso. Cada uno viviendo su propia vida, a veces sobreviviendo, mirando sin ver. Él se siente diferente, ni mejor ni peor, como conectado a algo que no sabe bien que es y que eso no es ni bueno ni malo. Tampoco es un estado de ánimo como la alegría o la tristeza sino que es una condición. Una condición inherente a su persona, más allá de las circunstancias. Como un traje que se probara alguna vez notando que le quedaba bien y no se lo quitó más. El traje del solitario es de una textura elástica que jamás se rasga; es lo suficientemente permeable para absorber el entorno y sin embargo su delgada capa oculta la desnudez.
Piensa que no debe ser el único. ¿Cómo reconocer a otros solitarios? Imagina que en su novela hay un club donde se reúnen. Que son atraídos de manera espontánea e inmediatamente se dan cuenta, por la afinidad que se genera entre ellos, que no es casual la elección de ese lugar. El personaje de su historia intuye que están siendo convocados por algún tipo de fuerza extraña para un fin superior.
Vuelve la vista a las páginas que sostiene entre sus manos, pero no se decide a continuar con la lectura. Finalmente deja la revista a un lado, toma un anotador y un bolígrafo y comienza a escribir sobre la página en blanco. Así pasa las últimas horas de la tarde hasta que la penumbra lo obliga a cerrar las cortinas y encender la luz.
Un entusiasmo nuevo lo invade. Satisfecho cierra el cuaderno, resuelto a continuar con el esbozo de la trama y sus personajes a la vuelta del concierto de jazz al que tenía programando asistir esta noche. Se viste con su mejor traje, se acomoda la corbata, apaga la luz y cierra la puerta con llave.
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