LA GUIJA
Hasta ese momento, Ignacio se consideraba
un hombre afortunado. Estaba soltero, trabajaba en una empresa en la que se
encontraba muy a gusto y lo que ganaba le alcanzaba para vivir sin
complicaciones. Y la coronación de su buena fortuna fue un departamento que le
llegó cuando empezaba a preocuparse por no tener un piso propio.
Había
pasado sólo una semana desde que llegó al nuevo domicilio, un piso dejado en
herencia por una tía lejana, a quien sólo conoció por referencias. El lugar era
bastante central, amplio y a pesar de ser un inmueble antiguo, se veía bien
mantenido, lo que daba a entender que su pariente había sido una dama de muy
buenas costumbres. Por el abogado que lo ubicó para entregarle el legado,
Ignacio supo que su tía era una anciana bastante solitaria, cuyo único
pasatiempo, antes de fallecer, era pasear a su perro regalón y entretenerse con
una vieja guija, que luego de tomar posesión del inmueble, la encontró
abandonada en uno de los tantos closets del departamento.
Lentamente comenzó a alhajar el lugar con
algunos muebles que ya tenía y los que faltaban decidió que los iría comprando
de a poco. Con el ajetreo del cambio, los primeros días se acostó bastante
cansado consiguiendo un sueño profundo y reparador. Sin embargo, al cuarto día,
su noche no fue tan plácida como las anteriores. Sintió voces, pasos y otros
ruidos que en un momento los asoció con algunas personas de la vecindad que no
respetaban el descanso ajeno. Aún así, logró conciliar el sueño; pero al día
siguiente y subsiguiente le fue imposible hacerlo. Los departamentos contiguos eran
de renta y por esos días estaban desocupados, por lo tanto, los causantes de
los ruidos nocturnos no eran sus vecinos. Se levantó, tratando de saber de
dónde provenían. Con bastante temor descubrió que algo o alguien los producía
en su propio piso, sin poder ubicar el
lugar exacto. Tomando valor, fue encendiendo las luces de cada recinto. No pudo
encontrar nada que justificara su aprensión. Podía tratarse de una ventana que no
ajustaba bien, y el viento al entrar creaba un sonido parecido a un lamento.
Más tranquilo, su humor se compuso y con una sonrisa volvió a la cama. Empezaba
a dormitar cuando su cuerpo fue objeto de un zarandeo tan violento que terminó
en el suelo, envuelto entre el cobertor. Presa de pánico encendió la lámpara,
una luz más brillante de lo habitual lo encegueció, y de pronto la ampolleta
explotó lanzando una lluvia de vidrios en todas direcciones. Cuando pudo
recuperarse corrió hacía el interruptor y encendió la luz central. Advirtió que
todo estaba tranquilo, sólo el cobertor y él mismo no estaban en su lugar,
hasta la lámpara estaba intacta. Estos fenómenos los asoció a una pesadilla y
eso lo hizo tranquilizarse. Por las dudas decidió cambiarse de pieza y ocupó la
cama que tenía destinada a las visitas.
Al día siguiente se levantó con el
propósito de ir a visitar al abogado a cargo de los intereses de su tía. Necesitaba
asegurarse de que en su departamento no pasaban cosas anormales. A media mañana
pidió permiso en su trabajo y pronto estuvo sentado frente a don Marcial Pérez,
un hombre anciano que casi desaparecía sentado detrás de su vetusto escritorio.
Luego de intentar algunas frases evasivas, el abogado terminó confesándole a
Ignacio que la tía había fallecido en misteriosas circunstancias. Con una data
de varios días, los conserjes del edificio la encontraron muerta en el suelo de
su habitación. Ignacio estaba pegado a la silla, por el giro que había tomado
la buena fortuna de heredar el departamento en cuestión. Ya no estaba ni
medianamente feliz, es más, creía estar sintiendo pánico de volver. Don
Marcial, también le contó que los muebles y todas sus pertenencias, ella las había
destinado a instituciones de caridad, quienes se encargaron prontamente de
llevárselas. Solamente había quedado la guija. Al parecer todos los
beneficiarios la habían dejado olvidada a propósito.
Ignacio insistió en saber más detalles
acerca del fallecimiento de la tía, sin embargo, don Marcial sólo supo aquello
que manifestó el médico legista. Había fallecido de un infarto, producto de una
cardiopatía que la había acompañado toda su vejez, hasta llegar a los noventa
años. El perrito que era su permanente compañero y principal preocupación,
había muerto hacía un par de meses, razón que la hizo recluirse en su
departamento y acompañarse, como decía ella –de los espíritus de sus muertos-
mediante ese extraño aparato, la vieja guija.
Ignacio, no pudo conseguir más información
sobre aquellos fenómenos que ya estaba considerando como paranormales. Se
despidió de don Marcial, anunciándole que posiblemente vendería el
departamento, aunque perdiera una gran parte de su valor, porque una de las
cláusulas del testamento impedía su venta inmediata.
Esa tarde llegó más temprano que otras
veces, pensaba que podría descubrir el motivo de los ruidos extraños y de todo
cuanto le había sucedido la noche anterior. Además esa tarde esperaba un sillón
que se lo enviaría la tienda donde lo compró.
No tan pronto entró a su departamento, miró
a su alrededor y se sintió aliviado, todo estaba en orden y desestimó sus
pensamientos agoreros. Él era valiente y unos cuantos ruidos no le quitarían
esta herencia. Preparó una bandeja con alimentos y se sentó sobre la cama
mirando uno de sus programas favoritos. No supo medir el tiempo en que terminó
su refrigerio y se acomodó entre los almohadones, quedándose adormilado por
largo rato. Tuvo conciencia de aquello cuando un fuerte golpe lo puso alerta.
Trato de levantarse pero unas manos fuertes e invisibles lo sujetaban contra
los almohadones. La presión casi no lo dejaba respirar. Lucho largo rato por
escapar, sin conseguirlo. De pronto, haciendo acopio de valor dio un puntapié a
quien tuviera por delante, y luego otro. Consiguió que la presión cediera. Como
pudo se levantó y salió de estampida del dormitorio. A la carrera logró abrir
la puerta. Su cara era la imagen del miedo. Su cuerpo lo sentía bañado en un
sudor frío y pegajoso.
Pulsó el timbre del ascensor, estaba
detenido en el piso 21 y por más que insistió, el ascensor no respondió a su
llamado. Bajó corriendo las escalas desde el piso quince. Cuando logró llegar
al primer piso, suspiró aliviado. En ese momento divisó a través de los grandes
ventanales de la entrada, a dos hombres que llegaban con el sillón que había
comprado.
Se adelantó al conserje para abrir la
puerta, pero le fue imposible, sus manos resbalaban de los tiradores. Se dirigió hacia el mesón y
trató de pedir ayuda. Descubrió que su voz no salía. Al parecer el hombre no se
había percatado de su presencia. Aumentó su terror. Al mirar un espejo que
tenía enfrente, no se vio reflejado en él.
Ya los hombres habían entrado y junto al conserje trataban de introducir
el sillón dentro del ascensor. Ignacio cerró con fuerza sus ojos ante esta
situación que no podía comprender. Al abrirlos, nuevamente, se encontró en su
pieza y frente a su cama. En ella había un hombre acostado. Fue acercándose
lentamente. No podía creer lo que veía. Era él quien estaba dormido o talvez
muerto. Lanzó un grito tan potente que la bandeja con taza y platillo salieron
disparados al suelo. Ignacio volvió nuevamente a su cuerpo. Un escalofrío lo
hizo ponerse de pie. En ese momento tocaban el timbre de su puerta. Al abrir
vio que era el sillón esperado. Una vez instalado y con la propina en la mano
para gratificar a los fleteros, abrió un closet y de él saco la guija y su
puntero, diciendo a los maestros:
– Estimados señores, ¿Quieren hacerme el
favor de tirar esta tabla en cualquier basurero que les salga al paso? – Claro
que sí, patrón- dijeron los hombres.
Esa noche Ignacio durmió tranquilo y de
corrido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario