LAS COSAS NECESARIAS
I
Ahora
el abuelo está muerto. Yo lo maté.
Seguimos en
el cuarto, solos, como antes, cuando me dijo.
-
No se suba en la cama con los pies sucios.
Yo
estaba cansado de estar tanto rato de pie, o agachado, según el caso. Le
alcanzaba un pedazo de cuero, le llevaba un zapato o le ensartaba la aguja.
Ensartar una aguja puede ser divertido pero nada más si uno lo hace un par de
veces. Ya después no. Cansa. No aguanté más y me subí al camastro.
A
él no le gustó. Se mordió el labio, cogió la chaveta, vino hasta donde yo
estaba y me cortó un dedo del pie. Yo no dije nada, pero me quedé mirándolo.
Era como si la tierra me hubiera tragado la voz.
-
Usted tiene que aprender a ser obediente. Si le
digo que no se suba, no lo haga.
El dedo saltaba en el suelo y yo me sentía como si
estuviera muerto.
–
¿Usted va a ser obediente? Dígame, ¿va a ser
obediente?
La
chaveta del abuelo siempre estaba afilada.
Abrió
un hueco, cogió el dedo y lo enterró. Después lavó la chaveta y otra vez se
paró delante de mí. Se veía inmenso, como una palma.
–
Siéntese en la cama que le voy a amarrar una venda.
No
me moví. Pero él me cargó y con mucho cuidado me puso en la cama.
- Apúrese.
Me
dijo. Lavó con luz brillante y puso una venda.
–
¿Cómo se siente ahora?
No
dije nada.
- ¿Los ratones le comieron la lengua?
Me
miró fijo a los ojos.
–
¿Más o menos mide su lengua?
Era
como si la tierra me hubiera tragado la voz.
-
Algún día usted debiera hacer un esfuerzo y saber ese dato. Puede ser
importante. ¿Sabe una cosa? No voy a aguantar esos gritos por mucho tiempo.
Me
dio la espalda, caminó hasta el banquito y empezó a trabajar. Miré el pie, el
vendaje estaba rojo. No sé por qué creí que el pie se me estaba pudriendo y se
lo dije.
–
No se preocupe pronto vamos a almorzar y deje ya esos
gritos. Me ha hecho perder tiempo. Si quiere ponga la cabeza en la almohada
pero deje los pies afuera.
–
Seré obediente.
–
Recuéstese.
Dijo
y cortó un trozo de cuero.
II
Cuando
me desperté no estaba. Al lado de la cama había una muleta.
–
Coja la muleta.
No
dejaba de toser, era como si estuviera muriéndose de la tos. Cogí la muleta, fui a dar un paso y me caí. Entró y me ayudó.
–
Tiene que aprender, no puedo estar levantándolo todo
el tiempo.
–
Sí, abuelo.
–
No diga, “sí, abuelo”, y apúrese. Ya usted está
aprendiendo a ser cuidadoso, durmió como un angelito y no ensució las sábanas,
¿ve? A lo mejor llega a ser un buen hombre.
–
Pero ahora nada más tengo nueve dedos.
–
Usted debería aprender algunas cosas.
Se
quedó pensativo.
–
¿Usted sabe por qué remiendo zapatos?
–
Sí.
–
No sea charlatán, usted no sabe nada ni siquiera
caminar con una muleta. Cree que remiendo zapatos por necesidad y no es así.
¡No es así, carajo! Lo hago porque los zapatos no tienen cerebro. Un día me di
cuenta que los hombres tienen cerebro y los zapatos no.
Volvió
a quedarse pensativo. Como media hora. En todo ese tiempo, para no aburrirme,
me puse a tratar de aprender usar con la muleta. Era dificilísimo. Al rato el
abuelo me dijo.
–
Ahora usted cree que yo soy un hijo de puta.
–
No, abuelo, yo…
–
¡Cállese!
Se
puso a darle filo a la chaveta.
–
Si usted piensa eso está pensando bien. Ahora mismo
soy tremendo hijoeputa. Pero no sabe por qué le corté el dedo.
–
Porque no le hice caso, abuelo y los nietos tenemos
que ser obedientes.
–
No sea comemierda, ¿o se va a pasar la vida
repitiendo lo que le dicen? Le corté el dedo por varias razones.
Pasó
un dedo por el filo de la chaveta pero todavía no estaba satisfecho.
–
Primero, porque no lo necesita, y esa sólo es una
razón superficial.
Dejó
la chaveta sobre la mesa, se metió una mano en el bolsillo, sacó un paquete de
dinero y empezó a contarlo.
–
Aprenda cuáles son las cosas necesarias. ¿Qué le
parece por ejemplo, fracturarse el cráneo de vez en cuando?
–
Creo que no es una buena idea, abuelo.
–
Vaya, al fin una respuesta inteligente. Se da
cuenta que usted sí puede. Así como no es necesario fracturarse el cráneo de
vez en cuando tampoco usted necesitaba ese dedo.
Ahí
fue cuando lo miré con odio por primera vez pero todavía no imaginaba que sería
capaz de matarlo.
-
¿A usted le parece que el dedo gordo del pie es necesario para vivir?
Terminó
de contar el dinero y lo puso sobre la mesa.
–
Responda. ¿O es que le tiene miedo a su propia
respuesta?
–
No sé, abuelo, le juro que…
–
No jure nada. El dedo gordo tampoco es necesario
pero tenía miedo pensó que también se lo
iba cortar. Dígame una cosa. ¿Usted cree que si a alguien le falta un dedo
podrá ponerse un zapato?
No
respondí. Miré la chaveta. Estaba al lado del dinero.
–
No sea pendejo y responda.
–
A lo mejor sí, no sé. No puedo dar una opinión.
–
¡Claro que puede dar una opinión! Si un hombre no
puede dar una opinión lo mejor que hace es morirse.
Me
tiró un zapato.
–
Coja ese zapato y póngaselo.
Yo
empecé a ponérmelo.
–
No, en ese pie no, en el que tiene la venda.
Vino
hasta donde yo estaba y me puso el zapato.
–
Mueva el pie.
No
le hice caso.
–
Ah, ya me doy cuenta. No quiere moverlo porque es
un zapato de mujer y eso está muy bien. ¿Le duele más ahora o le duele igual?
Me
dolía muchísimo y volví a mirarlo con odio. Con ese odio que impulsa a la gente
a matar.
–
Igual, le duele igual, y esa puede ser la razón
concreta. Usted necesita entrenarse contra el dolor. El dolor será una
constante en su vida. ¿Le gusta el dolor?
Entonces
trajo los platos de sopa y empezamos a comer.
-
Puedo cortarle un dedo pero nunca dejaría de traerle su comida. Un abuelo es
siempre un abuelo. ¿Usted cree que sea un buen abuelo?
-
Sí.
Entonces
dejó de comer y me miró.
-
También sé que le gustaría rajarme la garganta y le daré esa oportunidad pero
déme tiempo para un tabaquito.
Hasta
ese momento yo no había pensado en eso.
–
Es una costumbre que heredé de mi abuelo. Le ruego
que no se arrepienta a última hora. No le vaya a dejar esa tarea a nadie.
Entonces
entendí lo que quería. O al menos creí haber entendido. Y por eso empecé a
tomar la sopa con más calma.
–
Así se hace, piense y decídase.
Hice
un gesto y dejé de mirarlo. Estuvimos un rato sin hablar, incluso después que
se llevó los platos. Al regresar traía un tabaco encendido.
Fumaba
y escupía tratando de que cada salivazo cayera en el lugar donde había
enterrado el dedo.
–
Le voy a dejar este dinero.
–
Gracias.
–
No me dé las gracias, solamente trate de hacerlo
bien.
–
Está bien, abuelo.
–
Ya estoy listo.
Dijo
y tiró el pedazo de tabaco.
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