lunes, 24 de noviembre de 2025

Marcelo Uranga-Argentina/Noviembre 2025


 

EL SOMBRERO COLGADO

 

Mi padre desapareció una tarde de diciembre, mientras el molino dormía y las ovejas jadeaban bajo el alero del galpón, esperando que los nubarrones oscuros que avanzaban trajeran el alivio del agua. El calor era espeso, y el perro ni siquiera ladraba.

 

Se fue sin llevarse nada. Fue un día en que el sol cruel de la mañana y de la tarde se apagó con una tormenta de lluvia que duró dos días completos. Detrás de la puerta principal de la casa quedó su sombrero, colgado del clavo de siempre, justo al lado del rebenque de las palizas. Como si hubiese vuelto del campo y fuera a salir otra vez camino al boliche.

 

La policía lo buscó en el pueblo, en los pueblos vecinos, preguntaron en la estación y en la terminal de ómnibus. La búsqueda no fue muy minuciosa. A ellos también los tenía bastante cansados con sus borracheras y violencia. La lluvia de esos días hizo difícil todo, lavó nuestras pocas lágrimas, y bendijo la tierra reseca que abría la boca como un animal sediento.

 

A veces pienso que nos abandonó. Que dejó el sombrero a propósito, como se deja una nota escrita con reproches, gritos y maltratos. Mamá dice que se cansó de la tierra, de los animales, del molino detenido y de nosotros. Dice que se cansó hasta de pegarnos, y se fue para siempre.

 

Nos habíamos acostumbrado a no hablar. A comer en silencio, a esquivar su sombra cuando entraba de noche y colgaba el sombrero antes de sentarse. Las fiestas pasaban cada año como un ruido lejano que nunca alcanzaba la casa. No sabíamos si teníamos permiso para desear algo. No hubo fotos, ni visitas, ni canciones. Mamá barría con más fuerza los domingos. Sus rezos eran breves y apretados. Dolían al salir. El miedo le hablaba bajito desde el fondo de los huesos, ella bajaba la cabeza y seguía.

 

El viejo me cortaba el pelo con la tijera de tusar. Se paraba detrás sin decir nada y avanzaba en rápidos chasquidos de los filos. Me dejaba marcas en la cabeza. Iba a la escuela con vergüenza y rabia, deseando que no me miraran. Cuando preguntaban, yo inventaba historias.

 

Salíamos con las carabinas, decía que tenía que enseñarme. Me señalaba las liebres y me exigía firmeza. Si dudaba, disparaba él. Luego me obligaba a cuerearlas, aunque las manos se me quedaran frías y el estómago diera vueltas. No hablaba de muerte ni de caza. Hacía que todo pareciera parte de un deber. Yo lavaba la sangre en el bebedero como quien quiere olvidar cada disparo, cada grito.

 

Hay noches, cuando el calor del campo se pega en la nuca y en los ojos, en que agarro el sombrero colgado detrás de la puerta, voy hasta el galpón al oeste del lote y me lo pruebo frente al espejo a un costado de los fardos apilados. El aire se espesa con una respiración ajena que se cuela por mi espalda. Y algo tiembla.

 

Entonces lo veo abajo al viejo, cavando un pozo profundo unos pocos pasos más allá del galpón. A mi lado, un carnero grande muerto con destino de entierro, una pala, la tierra suelta en una montaña negra y ocre, los insultos de siempre que vienen desde abajo al ritmo de las paladas de tierra que saltan y se apilan… El ruido del viento se vuelve más violento y repulsivo. Empiezan a caer las primeras gotas grandes, y caen otras, y más. La boca del pozo grita palabras dolorosas, insultos espeluznantes, el vozarrón lastima, casi como el rebenque. Los oídos se me tapan después de escuchar:   

 

— ¡La escalera, hijo de tu puta madre!

 

Tal vez empujé encima al carnero pesado. Tal vez fue un accidente. Tal vez sólo lo imaginé, como he imaginado tantas cosas terribles. Veo caer las piedras al pozo, la arcilla y al final tierra negra que se va mojando con la bendición de esa lluvia fresca que tanto esperamos. Y me veo empapado mientras guardo la escalera y la pala en el galpón, prolijamente, al lado de las bolsas de cebollas.

 

Ya no sé qué pasó. Solo que el sombrero sigue oliendo a su transpiración, y cuando me lo pongo, los recuerdos vuelan borrachos: erráticos, hermosos, aterradores.

Y aunque algo en mí quiera recordar con claridad, hay otra parte —más profunda, más quieta— que se ha resignado a no saber, a esa tranquilidad que también tiene mi madre, de no saber.                                                                                                                                                                                                                           

 

                                   

Cuento  ganador de Medalla de Oro en Juegos bonaerenses 2025, disciplina Literatura.

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