HUAHINE
Cuando los hombres y
mujeres vivían en comunidad pero había castas como hasta ahora –si bien
cambiaron su nombre por el de elites-, en una distante isla del Océano
Pacífico, reinaba Aponesio, descendiente de navegantes de míticas migraciones marinas. Observaba preocupado el crecimiento de su
única hija mujer, porque no vislumbraba
dentro de su isla, un joven que la igualara en belleza y conocimiento. Huahine,
había cruzado –a pesar de los impedimentos- miradas con uno de sus vecinos
próximos y sus gestos habían hablado lo que sus bocas no podían.
Los legados de sus
ancestros decían que sólo un padre podía elegirle compañero a las hijas.
Huahiné respetaba a sus ancestros con los que convivía, porque todos ellos
moraban bajo tierra a la entrada de la casa. Uno de sus ritos consistía en
correr descalza cada mañana hasta la
gran casa y saludarlos, habiéndose antes colocado una rosa china roja detrás de
su oreja. Después, y mientras desayunaba, viajaba con su imaginación,
masticando las nueces y avellanas, por las aguas de colores del atolón. Otras,
se echaba sobre la arena, penetraba en
esa especie de laguna, chapoteándola, hasta sumergirse como un pez disfrutando
de los caballitos de mar, las estrellas y los corales, más algunas anguilas
curiosas que le hacían rueda.
Aponesio, el Gran Jefe,
perdía noches de sueño y como hombre añoso y respetuoso de la palabra de su
árbol genealógico, había descubierto cruces de ojos glamorosos entre su hija y Nui,
un hombrón de la comunidad que hacía piruetas con su piragua o estampaba con
henna figuras extrañas en los brazos de la gente. No tenía la altura típica ni
el color de los ojos del lugar. Era más bien, alto y su mirada celeste. Y en
las celebraciones, su voz potente y
canora sonaba en las waitas o cantos.
Preocupado por su hallazgo,
decidió conversar con Huahiné en medio
de sus revueltas ideas. Mientras tanto, cortó un árbol de pino de madera roja y
comenzó a ahuecarlo sin descanso. Pasado un tiempo, y terminada la tarea, llamó
a Huahiné, para que juntos conversaran junto al más antiguo Marae, lugar de
sacrificios y oratorios al que sólo podían extender sus manos y tocar su piedra,
los Jefes de las distintas tribus, para evitar la ira de los dioses. Apoyando
su manaza izquierda en la roca
amarronada y caliente por la temperatura, le pidió obediencia a la que ella
asintió deslizando sus largos dedos, en forma secreta, para pedir un deseo.
De noche, su padre le ordenó
que se introdujese en aquel tronco desvastado con amor, hueco, con forma de un
cómodo lecho. Le alcanzó bolsas de maíz
tostado y frutas porque para agua tenía el océano. Antes de partir, tatuó en su
brazo la flor de nácar para que otros conocieran su identidad, y en un segundo,
echó el tronco llevando a su hija como en odre, dentro.
Las noches y los oleajes
adormecieron a Huahiné pero su llanto continuaba aún en sueños. En medio del
mar, espiaba por unos orificios de la parte superior y veía a lo lejos piraguas
y chalupas con dibujos de su lengua oral, que conocía. No sufría frío porque la
temperatura no variaba con las estaciones, sólo temía el enojo de los dioses
con la revuelta de las olas que a veces la golpeaban.
Un amanecer despertó
sacudida, y creyó ser empujada, conducida y la duda aceleró sus latidos hasta
transformarse en sorpresa, asombro. Una voz, conocida, decía su nombre.
Por horas, navegó sin
saber su destino. Reconoció el cambio del piso flotante por otro más firme.
Un ruido cada vez más
cerca de su cabeza, le dijo que alguien serruchaba la madera y cantaba canciones
de ceremonias mientras la liberaba de ese incómodo camastro, ya que por tantos
días en la misma posición, había tomado la rigidez de la estatua.
Era Tupai, quien la colocó
sobre la arena y con su boca empezó a recorrerla llenándola de vida. Se desconoce
cuánto tiempo frotó su carne con romero y menta y coronó de flores distintas,
su cabeza. Le enseñó otra vez sus pasos, a caminar en la arena y zambullirse en
el agua. Construyó una casa de madera sin ancestros a la vista, porque los
tenía adentro, junto a su corazón, y un día después de muchas lunas, supieron
que estaban prontos a ser padres. Nació una niña, Maupelia, y la placenta de
Huahine fue enterrada en la tierra como símbolo de fertilidad. El viejo culto
de enviársela al padre de la mujer, rito multiplicado a través de siglos, había
sido cambiado. Y otras placentas continuaron poblando la tierra de esa isla.
La gente del lugar observó
primero con miedo la alteración del orden guardado por miles de centurias pero se convencieron –abandonando los viejos
mandatos culturales- que entre un hombre y una mujer que se aman no hay
intermediarios.
La noticia corrió por
otras islas, y el Gran Jefe con estupor escuchó la nueva.
Primero, entrelazó su
cabeza en sus manos, como vencido pero el ruido de las olas lo despertó de su
estado, y entonces una sonrisa apareció en su arrugada cara.
Huahine y Tupai se habían rebelado y los
dioses callaban en señal de complicidad. Una sola pregunta se incrustó en su
mente. ¿No sería que los dioses formaban parte de la imaginación de los
hombres?
Arrugado y cansado, Aponesio, caminó hasta la
tribu vecina. Se sentó frente a una choza de madera trenzada con mosquiteros
colgantes, y aguardó que una mujer, prohibida por sus padres, anciana como él,
emergiera de la casa.
Fue un cruce de sonrisas,
nada más pero el corazón de ambos trotó por sus cuerpos.
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