ÚLTIMO VIAJE
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¿Te
imaginabas, Juan Fabriciano que el rey nuestro señor pesara tanto? – preguntó
Luis Deogracias a su compañero del séquito de Felipe II en su postrer viaje
hacia el Monasterio de San Lorenzo del Escorial.
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¡Sí
que lo imaginaba! Y ya veía venir lo que
nos esperaba con esta inútil y agobiante travesía…Un día apenas y ya no doy
más, - protestó Juan Fabriciano,
secándose la frente con un jirón de tela que llevaba en sus faltriqueras.
Uno a uno fueron bajando los peldaños de la posada donde había parado la
comitiva para hacer noche en el primer descanso de los seis días que les
llevaría arribar al Monasterio desde el Alcázar de Madrid.
Corría el mes de julio de 1598. Un verano de los más áridos y calurosos
en esas tierras del Guadarrama.
Ese segundo día de marcha transcurrió con menos molestias, porque para
ese entonces ya el Rey estaba más sosegado y había encontrado acomodo en esa
silla articulada que habían diseñado exclusivamente para su traslado.
Uno a uno los sirvientes se iban turnando para llevar en andas al rey,
como si fuera el santo principal de una procesión larga y funesta.
El tercer día decidieron hacer noche en el campo. ¡El calor era
insufrible!
Los que iban a caballo a modo de avanzada, se encargaban de asar unos
cuantos corderos y, entre maldiciones, lo acomodaban y le iban pasando los
trozos de carne, que Felipe comía con avidez propia de un rey en ejercicio de
sus facultades. La cantimplora con agua fresca iba y venía desde el río al
garguero del rey.
Luego del banquete, respetuosamente, le alcanzaban una jarra y una
palangana para que hiciera sus enjuagues y buches.
Las teas prendidas iluminaban el increíble paisaje donde faltaba quien
plasmara una tela inmortal.
Al cuarto día, el cansancio agobiaba a los siervos y al ilustre viajero.
La hidropesía ya se hacía notar en su vientre, piernas y muslos.
La rodilla derecha supuraba por una llaga enorme el ácido úrico
sobrante. Sus ojos estaban desorbitados y todo ese cuadro en medio de quejidos
y ayes de dolor.
Los caminos de tierra y pedregullos, hacían muy difícil la travesía, arremolinando
polvo ante el atisbo de la más leve brisa.
Los perros de caza iban y venían ladrando y peleando. Pasaban en sus
correrías por debajo de la silla
articulada del Rey, que en esas circunstancias hacía las veces de Trono Real.
Cada tanto paraban bajo los frondosos
árboles para que hiciera entrega de sus necesidades, provocando las miradas cómplices y las sonrisas
disimuladas de sus siervos ante algunos sonidos que expelía, que no eran
precisamente toques de diana.
Ya se veían las torres y almenas.
El Rey estaba “agotado”, valga la
redundancia, con la enfermedad que lo aquejaba.
Ya instalado en el dormitorio real, ese ser lleno de poder terrenal, se daría un atracón de misas, mirando desde el
mismísimo lecho por un ventanuco
disimulado, el altar mayor del monasterio.
¡Misas y más misas tragaría hasta el fin de sus días en busca de que Dios le perdonara sus pecados
de gula!
2 comentarios:
Marta: Hermoso relato cuasi histórico, al mejor nivel de Saramago. Aprendí algunas cosas y me obligaste a buscar en Internet acerca del rey aludido. Los detalles de la "naturaleza humana" de los seres "históricos" me fascinan porque desmistifican esos "grandes señores en los que Dios habría delegado su poder". Como diría alguien no trascendido: "La mierda es mierda, en bacinilla de oro o en latón. Felicitaciones. Marcos.
Me agrada mucho que te haya surgido amenizar la historia a través de un relato creativo. En la Historia Universal, hay mucho material para aprender y crear ficción. Reitero, me encantó.
Abel Espil
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