sábado, 20 de diciembre de 2014

Ita Espinoza Mandujano-Chile/Diciembre de 2014


UN VIAJE  INOLVIDABLE

            Todo comenzó con un parte de matrimonio. Nuestra sobrina nortina nos invitaba a su boda. La casa se revolucionó con los preparativos  del viaje. Asistíamos mi marido, mi hija, su pololo y yo. Partimos un jueves, a mediados de enero después de almuerzo, para llegar a Antofagasta al otro día, por la tarde. Salimos de casa como a las cuatro, con el auto cargado hasta el tope. El equipaje personal, además de cajones de verduras, donde no faltaban los melones y los tomates. Habíamos decidido aprovechar la ocasión para irnos de vacaciones hasta Arica. Tomás, Katy y Arturo estaban de descanso, regresaban a sus trabajos en marzo, los tres eran profesores. Por mi parte yo me había jubilado anticipadamente. Por lo tanto no teníamos inconveniente en realizar un viaje largo.
En amena charla emprendimos el viaje sin atender las quejas de Tomás, mi marido, que alegaba sobre lo cargado que iba el vehículo. A la altura de Maitencillo me pidió le entregara los documentos del auto. Yo sorprendida le respondí que no los tenía, pensaba que estaban en su poder. Nos quedamos mirándonos unos a otros. Katy, turbada y un tanto cohibida, confesó que había ocupado el auto esa mañana y había dejado los documentos olvidados en el jeans que se había cambiado antes de partir. Nadie articuló palabra. Debíamos regresar a buscarlos y eso significaba atrasar el viaje o simplemente desistir de hacerlo. Pensamos pedir los documentos telefónicamente y que nos los enviaran en el bus que va por Maitencillo, aunque era muy riesgoso. Ante esta posibilidad, Tomás aseguró que eso sería una pérdida de tiempo y resolvió que nos regresáramos hasta Concón. Él iría solo a buscarlos y regresaría lo antes posible. En Concón permanecimos aguardando su regreso, por más de dos horas, con frío y hambre, sin atrevernos a movernos del lugar por miedo de extraviarnos y ello equivalía a perder el viaje definitivamente. Ya empezaba a oscurecer cuando Tomás regresó con los preciados documentos.
       Acordamos conducir toda la noche, sin detenernos y turnándonos para manejar. Hicimos una sola y breve parada para alimentarnos. La noche en el desierto era maravillosa. El cielo límpido y las estrellas brillaban fulgurantes. Arturo conducía en esos momentos. Manifestó que le agradaría ver un ovni. Yo compartí su deseo con alegría. En cambio Katy, que iba en el asiento trasero junto a su padre, manifestó su disgusto. A ella, el tema la atemorizaba. Como iba de copiloto, desvié la conversación y me dediqué a admirar la belleza del paisaje nocturno. Seguimos el viaje sin grandes variantes hasta arribar a las 19,30 PM a Antofagasta. Para colmo nos extraviamos del atajo que nos llevaría directo a la casa de nuestros familiares. Sin embargo, ello sirvió para que Katy y Arturo conocieran el centro de la ciudad, pues era la primera vez que visitaban la llamada Perla del Norte.
       Llegamos a un caluroso recibimiento por parte de toda la familia, hasta el perro salió a darnos la bienvenida. La casa se encontraba atestada de parientes que colaboraban en la preparación del matrimonio. Lo terrible aconteció cuando quisimos darnos una ducha y nos enteramos que el agua escaseaba en la ciudad y en ese sector llegaba por  la noche, después de las 22 horas. Debimos esperar pacientemente su llegada. Solucionado nuestro problema de aseo, nos retiramos a descansar bastante tarde. Al día siguiente todo fue un caos. Preparativos iban y venían. El que deseaba alimentarse debía ir a la cocina y hacerlo por su cuenta. Con Katy preparamos nuestras tenidas que usaríamos para la  boda. Tomás y Arturo, hacían lo propio en su habitación. Como la casa estaba repleta de gente decidimos que nos iríamos a acicalar a casa de otra sobrina, Mirta, quien vivía en el centro de la ciudad, con su esposo y dos hijos pequeños.
       Llegamos a nuestro destino y después de los saludos, inmediatamente hicimos turno para ocupar el baño y luego arreglarnos. El matrimonio tendría lugar a las 7 de la tarde, así es que dispondríamos del algún tiempo para prepararnos. Como a las seis y media estábamos listos, menos Mirta quien se había atrasado vistiendo a los niños. Nosotros debimos cuidarlos a fin de que no ensuciaran sus ropas mientras ella se arreglaba. La hora pasaba y ya estábamos angustiados porque nuestra sobrina demoraba más de la cuenta. Cuando finalmente todos estuvimos listos  subimos al auto y partimos a toda prisa hacia la iglesia. Al llegar vimos que estaba cerrada y no había nadie en los alrededores. Por ello dedujimos que la comitiva ya se había marchado. Nos miramos unos a otros consternados, la ceremonia había concluido mucho antes de lo que nos demoramos en llegar. En ese momento nos cuidamos de hacer comentarios, por temor a que los niños se dieran cuenta de la situación y lo repitieran después al resto de la familia. Tácitamente cada uno se comprometió a no contar nada acerca del atraso. Aunque estábamos avergonzados de habernos perdido la ceremonia, nos reímos y nos fuimos a la recepción. Nadie había notado nuestra ausencia, porque ninguna persona hizo alusión al tema. Los novios aún no llegaban y nosotros nos integramos al grupo de parientes sin mayor problema. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban con signos de complicidad. 
       Había transcurrido bastante tiempo y la fiesta había avanzado. Yo me sentía muy cansada y me instalé en nuestro auto que estaba estacionado a la entrada. Me acomodé en el asiento posterior sin que nadie se diera cuenta de que estaba allí, y así me pude enterar de los pormenores del día anterior a la boda. Esa noche, los jóvenes de la familia habían decidido hacer al novio una despedida de soltero. Se les pasó la mano en la alegría del festejo y terminaron  en unos topless, para aquellos tiempos, algo totalmente indebido. Al comentarse en casa, este hecho indignó a la novia y a su prima Irene cuyo marido también había sido de la partida. Según escuché, daban a esta situación numerosas versiones. Supe que hasta Tomás había intervenido para lograr reconciliar a los novios. Aconsejando al muchacho le escribiera una romántica carta a María Angélica, la novia, y se la enviara con un hermoso ramo de rosas. Al parecer la solución había resultado.
       Tomás acudió al auto para ir a dejar a su tía Ormidez y yo lo acompañé, no podía hacer otra cosa, en casa, nuestro dormitorio estaba convertido en sala cuna. Al otro día entes del medio día nos marchamos a Calama, a casa de otra de nuestras sobrinas. Rosita, hermana de la novia quien vivía en esa localidad con su familia, esposo y tres hijos. Como nuestros parientes nos contaron que en Calama hacía mucho frío, por la llegada del invierno boliviano, elegimos gruesas ropas de vestir, más chales y frazadas. Parecíamos verdaderos gitanos. Llegamos a la ciudad poco después de mediodía con un calor abrumador. El invierno boliviano se había retirado y el calor era agobiante, todos reímos de este percance tratando de acomodarnos lo mejor posible a las circunstancias. Calama es una ciudad chica. Fuera de la plaza, donde por las tardes se reunían los mineros que bajaban de Chuquicamata, calzando sus botas de trabajo y sus coloridos pañuelos al cuello, no había mucho que visitar.
       Eso sí, era visita obligada ir a Chuquicamata. Allí nos encontramos con un pueblo muy limpio, pero casi sin gente en las calles. Parecía un pueblo fantasma. Al día siguiente visitamos San Pedro de Atacama, pueblito pequeño y pintoresco, con perales en su plaza. Amarilleaban en los árboles las peritas de la Virgen y otras que caían  de los árboles, tapizaban el suelo. También visitamos el Museo del lugar, que nos pareció bastante interesante. También  la centenaria iglesia y la casa en que vivió don Pedro de Valdivia. A Katy la aburrió tanta historia y prácticamente nos obligó a devolvernos a Calama. De vuelta, nos detuvimos en los Pozos, Uno y Dos, ubicados en medio del desierto. Unas especies de oasis  regentados por bolivianos, quienes  ofrecían servicio para picnics. El lugar estaba acondicionado  con mesas y una piscina que me pareció insalubre. No había agua corriente y además el inmenso mosquerío era espantoso, sumado a los abultados precios que cobraban.
       Retornamos a Calama  pensando regresar al día siguiente a Antofagasta. Pero más adelante decidimos dejar nuestro equipaje, para que nuestros sobrinos los transportaran posteriormente a esa ciudad. Partimos muy temprano con dirección al norte, a Iquique, tomando un camino fuera de uso que nos permitiría llegar más rápido a la carretera. El viaje fue maravilloso, admirando el paisaje, con sus geoglifos y petroglifos por doquier. Al llegar a Iquique fue hermoso admirar desde la altura del caserío, el Cerro el Dragón y el centro de la ciudad. Como era  cerca de la medianoche nos dirigimos hacia el retén de carabineros más cercano. Necesitábamos que alguien nos indicara alguna residencial o lugar donde pasar el resto de la noche. Nos indicaron un lugar a una cuadra de distancia. Allí debimos despertar a los dueños de casa, un matrimonio joven quienes nos recibieron en forma muy cordial y nos ayudaron a bajar el equipaje. El auto quedó en la puerta de la comisaría. Ocupamos dos piezas, en una mi hija y yo y en la otra Tomás y Arturo. Sin embargo, tenía que ocurrir algún percance algunas horas después. Ya nos habíamos acostado cuando de pronto mi cama se cayó en medio de un ruido tremendo. Tal estruendo hizo que todos los habitantes de la casa llegaran corriendo a nuestra pieza. Fue gracioso y a la vez trágico para mí, porque debieron arreglar la cama para poder descansar esa noche entre las risas de todos. Algo en el lugar me continuaba desagradando, de pronto comprendí, era un olor a pescado que impregnaba el ambiente; de tal manera que debí hacerme una mascarilla con el pañuelo para poder conciliar el sueño.
       Pasamos una semana en esa ciudad, recorriendo museos, iglesias, ferias y a la Sofri, en donde me di un gusto al comprar un exquisito perfume francés. Esa misma tarde, casualmente, mientras admiraban todas nuestras compras, Arturo derramo el contenido de mi caro perfume sobre la almohada. Así es que esa noche y las siguientes,  en vez de olor a pescado, casi me ahogué en aroma francés.
 Cuando nos embarcamos para Arica dejamos parte del equipaje en la residencial y sólo llevamos la ropa más liviana adquirida en esa ciudad. En Arica recorrimos todas las ferias. Fuimos al Morro a conocer más de nuestra historia. Increíble todo lo que aprendimos. El personal a cargo del lugar nos dio una instructiva charla sobre la toma por parte de las fuerzas chilenas. Una vez que recibimos nuestros dineros solicitados a Valparaíso, comenzamos el regreso a casa, no sin antes ir a dar una vuelta a Tacna. Después de todo este largo itinerario consideré que nuestras ciudades y nuestra policía lucían mejor que la de nuestros vecinos inmediatos. Me pregunté si sería el exceso de patriotismo lo que me impulsaba a pensarlo así. Posiblemente así era.
       El viaje de regreso fue rápido. Nos detuvimos un día en Iquique, en la residencial, donde nos hicieron una linda celebración de despedida con música pascuense. Los primos de la dueña de casa pertenecían a un conjunto musical que cultivaba esos ritmos. Ella se había criado en la Isla de Pascua y en esa oportunidad hasta participó en la danza. La comida también fue especial, como plato de fondo nos sirvieron “papas a la luai caena”… En Antofagasta nos quedamos otro día más. Aprovechamos de retirar nuestras pertenencias y acordamos regresar a casa, no sin antes pasar a la Serena a visitar el Convento de las Carmelitas Descalzas. Allí Tomás, mi marido, tenía una anciana tía paterna, Sor Margarita del Corazón de Jesús,  a quien todos queríamos mucho y con un afecto recíproco por parte de ella.  
       A pesar de todos los contratiempos, olvidos y otros detalles, nuestro viaje fue hermoso y entretenido. Hace mucho que no visitamos Antofagasta pero los recuerdos de este viaje serán únicos e inolvidables.










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