SERPENTINA
Si alguna vez te
enredaste con alguien y bailaste tango toda la noche, sin poder despegarse uno
de otra, otra de uno.
Si no intestaste mirarle
el rostro bajo el antifaz, la ropa, el cuerpo; apenas quisiste aspirar su perfume
y su aura.
Si no se te ocurrió
detener el movimiento, sentarte a un costado, buscar la oscuridad, alejarte de
la música, tomar una copa.
Si la amaste desde el
primer compás, el segundo corte, la tercera quebrada, el cuarto pisotón, la quinta disculpa, el sexto no es nada.
Si te hablaste todo y
ella quedó callada, o al revés, si ella no paró de parlotear y vos sólo
escuchabas.
Si no te diste cuenta que
al lado tuyo había corso, comparsas, pomos con agua, cornetas, papel picado,
disfraces y carcajadas.
Si olvidaste ahora su
nombre y su voz, un collar de
lentejuelas, los lunares pintados en la mejilla y esa flor que llevaba en el
cabello.
Es probable entonces que
hayas estado en la calle Boedo, casi San Juan, hace más de cincuenta años, en
esas noches de Momo, cuando una cuadra
era peatonal por cuatro lunas, para danzar sobre adoquines y vías de tranways.
Sin darte cuenta o quizás
consciente, no quisiste desenredarte y seguiste idealizando un encuentro
efímero, así como – aún con poca memoria - seguís silbando hoy
“Después de carnaval”, del maestro Amuchástegui Keen.
Y ahora querés comprender
qué pasó, qué misterio hubo, donde estará
aquella mascarita, porqué te sentiste unido a ella.
Casi seguro que de un
balcón arrojaron una serpentina, azul o bordó vaya a saber, sin brillo, de
papel de descarte, como eran antes, como no son ahora.
Y ella – a pesar de su
fragilidad - los rodeó a ambos fugazmente, atándolos en un dos por cuatro que
se quedó allá lejos. En uno de los cuatro días locos.
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