martes, 23 de octubre de 2018

Agustín Alfonso Rojas-Chile/Octubre de 2018



YIRA-YIRA


Debo escribir un cuento. Pero ¿sobre qué?, ah, ya, ¡lo tengo!...
Relataré lo sucedido una noche, que encontrándome solo en mi casa se me ocurrió salir a cenar.
Almorzaba con mi esposa, quien en un momento dijo en forma de sentencia:
                - El 7 de Mayo nuestra nieta María Paz cumple 16 años. Nos han invitado a Concepción.
-Regio - dije. -Sin embargo, sabes que el día 5 tengo examen médico y el 6 viajo a Santiago a pagar la hipoteca. Pero puedes viajar tú, corazón.
-Tienes toda la razón.- manifestó. Por favor, reservame el pasaje en Tur Bus para el día 4 a las nueve.- Guardó silencio un instante para luego disponer: -“Sospechaba que tendrías razones para no viajar. Compré la pintura para que pintes el departamento en mi ausencia”.
- Quedé de una pieza. Por un instante, como un flash, cruzó en mi mente la posibilidad de disfrutar una corta soltería, un veranito de San Agustín. -Sí, claro- le respondí.
El día de su viaje puse manos a la obra. Quería terminar pronto para disponer de tiempo extra. A las nueve de la noche, aún me faltaba un dormitorio, estaba cansado. Escurría una y otra vez la brocha sobre la pared, me daba la impresión de que no avanzaba. De pronto escuché una voz que decía:- “Agustín, deja hasta aquí la tarea, báñate, sal a dar una vuelta, ve a comer, diviértete, la vida es corta”…- Le hice caso a la voz. Fui directo al Hotel Alcázar, ubicado en calle Álvarez, local que amenizaba las cenas con ritmo de tangos. Pedí una mesa, la carta del menú y un pisco sour. Ordené una paella. La orquesta en ese momento interpretaba  el tango Uno, de Gardel y Lepera.
El ambiente del local estaba saturado con humo de cigarrillo, mezclado con perfume de mujer, y la semi-oscuridad propicia para la introspección y la nostalgia. Terminé mi pisco sour, pedí otro, la paella aún no llegaba. De pronto sentí un escozor en los ojos, los cerré un momento. Al abrirlos de nuevo me encontré sentado en la plaza de Vicuña, cuando tenía 14 años. Mi polola estaba románticamente entre mis brazos. En la pérgola central del pueblo se celebraba un nuevo aniversario de la fundación de la ciudad. La orquesta interpretaba el tango Yira Yira. Las parejas se desplazaban rítmicamente a los acordes de un bandoneón. La muchacha deseaba bailar, pero la entrada tenía un valor de $3, y yo no tenía ni uno solo, a las 12 de la noche la llevé de regreso a su casa, con un gran sentimiento de frustración.
-Su paella, señor…
Despierto del sueño. – Gracias- atiné a decir. Cené lentamente. En la pista, las parejas disfrutaban del baile. Por momentos se limpiaba la atmósfera, ello me permitió observar a una mujer que cenaba sola; a la distancia no la vi nada mal parecida. La nostalgia del pasado me hizo reaccionar. -Sí, me dije: -“Ayer no pude financiar un trago, un baile a quien decía amarme pero, hoy, sí lo puedo hacer.”- seguí consumiendo mi pedido, lentamente, sin perder de vista a la dama. Una ráfaga de aire fresco rozó mi oído, de nuevo esa maldita voz me dijo: -“Ofrécele un trago, ¡tonto!”.
Levantándome a medias para cumplir el mandato de esa voz, me aproximé a la dama, pero se me anticipó un hombre de negro; cogió la silla en que ella estaba sentada, la apartó de la mesa. ¡Era una silla de ruedas¡ Logré ver mejor a la dama, era una anciana, casi un espectro de mujer. Su bastón resbaló, el acompañante al recogerlo, rozó su cabeza desprendiéndole su hermosa peluca rubia. ¡Horror es calva! En ese momento la mujer no pudo reprimir un fuerte estornudo y salió disparada su prótesis dental rodando hasta mis pies...

                 En ese momento el vocalista  cantaba:- “verás que todo es mentira – verás que nada es amor – y al mundo nada le importa – Yira, Yira”. 

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