TERMINANDO UN FESTEJO
Corrían los años sesenta con un
sinnúmero de conflictos, casi tan iguales como los presentes. Sin embargo, para
divertirse la juventud se las arreglaba con los escasos medios económicos que
llegaban a sus bolsillos. Ir por primera vez a un lugar como el American Bar,
era una real aventura para un hombre, y mucho más para una mujer que recién se
empinaba en su mayoría de edad, 21 años. Pero así y todo, Mariela asumió el
riesgo y junto a un grupo de amigos de su trabajo, liderados por el jefe de la
sección, llegaron tipo 11 de la noche a la conocidísima boite apodada por los
habitúes como, Su Casa. El primer show era a las doce, aún quedaba tiempo para
acomodarse, mirar el entorno, y bailar algún ritmo tropical. El lugar no era ni
más ni menos parecido a todos los sitios de diversión del sector portuario de
Valparaíso - antiguas bodegas transformadas burdamente en locales de baile - luciendo
paredes pintadas con brillantes colores, a veces, desentonando entre sí, pero
cumpliendo la finalidad de excitar la visión, a manera de un llamativo marco.
Allí se destacaban las fotografías, bastante mejoradas, por cierto, de los
artistas de la noche. Y en el ambiente un marcado olor a humo de cigarrillo y
alcohol, exudado por la numerosa clientela. O más de un vaso volcado que mojaba
mesas, y terminaba regando las viejas tablas, cubiertas con un linóleo que pedía
a gritos un pronto recambio. La alegría musical la proporcionaba una pequeña
orquesta. Sobresaliendo del conjunto una relumbrante batería que daba ritmo y sentido
a los aires centroamericanos. La orquesta estaba ubicada a un costado de la tarima que hacía de
escenario, y al mismo tiempo, pista de baile. Al parecer nunca necesitó de lustre,
numerosas pisadas nocturnas la mantenían brillante.
Las parejas o grupos de visita
llenaban las mesas, algunas en pos de un asedio amoroso, al calor de varios
aperitivos, transando las escaramuzas de una posible conquista; y los otros, buscando
la alegría y alborotando el ambiente. Amelia y su grupo habían empezado la
noche en otro lugar, con un abundante festejo culinario. En esta ocasión, fue
el selecto Club Valparaíso, frente a la Fuente de Neptuno, en la Plaza Aníbal Pinto; lugar
exclusivo que atendía sólo para cenas importantes avalado por un socio. El
menú, para el presente, resultó casi pantagruélico: entrada, plato de fondo,
postre y un buen mosto para amenizar tales manjares. Y si el número de
asistentes era considerable, y en este caso lo fue, el aperitivo, por cuenta de
la casa.
En esta ocasión se despedía a uno de
los tantos solteros de la oficina. En dos días más, daría el sí frente al
altar. Y nada más grato que ir a terminar la velada, con aquellos que no debían
rendir cuentas en casa por llegar pasada la medianoche, y por supuesto, el jefe
que una vez más estaba soltero y en proceso de anulación, se convirtió en líder
del grupo, “por si algo caía” entre el elemento femenino. Era un tipo
simpático, alegre y educado, y se notaba que gustaba de compartir la juerga con
los subalternos, sin que por ello se produjera un relajo en el trabajo diario. Por
cierto, ya estaba convenido que también se haría cargo de la cuenta,
descontándola en cómodas cuotas mensuales. En aquellos tiempos, los más jóvenes,
apenas tenían el sencillo para cancelar el bus de vuelta a casa, y al festejado
le aguardaba la responsabilidad de una fiesta de matrimonio que lo mantendría
endeudado, por lo menos, todo el primer año de casado. Eran tiempos en que las
cuentas se pagaban en efectivo, o con un cheque al día y con firma conocida.
Aún faltaban muchos años para que hicieran su aparición las tarjetas de crédito.
Esas codiciadas tarjetitas que no sólo abren puertas, sino que las compran,
aunque luego su dueño deba hacer milagros para cubrir su saldo.
El caso es que allí se disfrutaban las
delicias de la música tropical, donde se imponía: el mambo, el cha-cha-chá, los
boleros dulzones, tipo Leo Marini o Pedro Vargas. También tenían sus
preferencias, las tragedias musicales de conocidos tangos gardelianos o de
otros autores transandinos. Y para los bailarines más osados que se atrevían a
enfrentar los giros rápidos y pasos cruzados, estaba la milonga. Interpretados generalmente
por algún cantante que habría sido famoso en su juventud y luego de incursionar
en otros países sudamericanos, anclaba nuevamente en estos centros nocturnos
del viejo Valparaíso. Sin poder olvidar los ritmos de moda, enviados por los
vecinos del norte, el Rock and roll y el Twist, bailados en forma moderada por
el reducido espacio de la pista. Lo que se pretendía en estos lugares era entretener
a los clientes deseosos de ritmo, o bien dando el ambiente propicio, para
iniciar un romance que podía terminar en algunos de los muchos hotelitos
parejeros de las cercanías.
De pronto, las luces se atenuaron y
un foco iluminó el centro de la pista.
La orquesta hizo fanfarria para anunciar a los artistas de la noche. El
presentador, vestido con una chaqueta de visos plateados, hizo alarde de
ponderación al dejar en el escenario al Rey del Bolero, un hombre que bordeaba
la cincuentena o talvez más, luciendo un engominado jopo en su oscura cabellera
que pedía a gritos una retocada. Su chaqueta celeste, de abultadas hombreras y
ajustado talle, hacía contraste con el pantalón negro con una raya de raso en
los costados. El cantante tenía una voz sugerente y sus trinos de amor
convencieron al auditorio. Cuatro boleros era la cuota, sin embargo los sonoros
aplausos sacaron una quinta interpretación.
Luego, como si se tratara de un
circo, el presentador llevó de la mano a una voluptuosa rubia vestida, o
desvestida, con un pequeñísimo y ajustado bikini que dejaba al descubierto su
bien modelada arquitectura. Empinada en sus altísimos tacos aguja, con gran
maestría y gracia movía su cuerpo sosteniendo una corona de plumas de avestruz,
de un rojo encendido, así como todo su atuendo. A continuación, una morena de
lustrosa piel aceitunada, sacó de sus casillas a los entonados parroquianos,
induciéndolos a pecar no sólo con el pensamiento, sino también, con algunos ardientes
piropos a voz en cuello.
Finalmente llegó la sensación de la
noche. Una mujer de estatura más que regular, destacando de su figura unos
llamativos pechos, tan grandes, que parecían un par de melones a punto de salir
disparados del apretado vestido de lamé azul. Una abertura, a media pierna, le
permitía desplazarse sin dificultad por el escenario. Esta damisela no tenía
necesidad de usar plumas en su cabeza, un artístico peinado las reemplazaba y
su rostro joven, maquillado con esmero, junto al esbelto talle y bien torneadas
piernas que se adivinaban por el brillo de la tela, dejaron sin habla a los machos
recios del grupo. Esta vedette, sí sabía mover su cuerpo y una voz pastosa y
sensual hacía el resto, ¡encantaba! Antes que terminara su número, todo el
elemento masculino estaba hechizado y más de alguno se propuso conquistarla,
aunque fuera para conseguir un baile y poder apreciar con más detalle su abultada
anatomía.
Mariela y sus compañeras que estaban
en minoría con relación a los varones, decidieron que era hora de regresar a
casa. Ver mujeres de tal voluptuosidad y mirarse al espejo hacía la diferencia,
a sabiendas que se perderían la orquesta típica y el sabor de añejos tangos
porteños.
En aquellos tiempos, regresar a casa
desde estos lugares, era tan simple como salir a la puerta y un taxi disponible
estaba a la espera. Fue una época en que a pesar de estar en un sector de
bohemia, de prostíbulos, conventillos y pobreza; andar por esas calles de Dios
no era peligroso, ¡en absoluto!, cada uno hacía lo suyo. Es cierto que había
ladrones, pero estos estaban en minoría. En la actualidad, ningún barrio es
seguro y la gente buena debe vivir entre rejas, “aquí y en la quebrada del
ají”.
Al día siguiente Mariela y sus
compañeras tenían la curiosidad de saber ¿Cuál de sus colegas había sido el afortunado
con la belleza de grandes pechos? No le cupo sorpresa cuando le contaron que
había sido el jefe; pero sí lo fue, cuando supo que no se llamaba María sino
Mario.
Esos tiempos del Valparaíso
nocturno, para muchos, forma parte de ese pasado idílico y romántico de su
juventud. Sin embargo, poco a poco estos lugares que hicieron historia en el pasado
del gran sector nocturno de la calle Bustamante, Cochrane, Blanco y otras
aledañas, han dado paso a un ambiente nuevo. El centro de referencia lo ha brindado
siempre la Plaza Echaurren;
relajo de palomas, borrachitos, perros y jubilados, quienes en días soleados, van
a leer el diario o a dormitar una resaca, en sus viejos escaños. Este ambiente nocturno,
terminó por morir de inanición por múltiples circunstancias, cuyas razones
serán estudio para sociólogos e historiadores.
Esta
anécdota pudo acontecer en el American Bar, La Caverna del Diablo, El
Bambi, el Roland Bar, o en alguno de los más antiguos, como Los Siete Espejos, El
Zeppelin, o en otro de no tanta connotación. Todas estas imágenes forman parte
del recuerdo de esa bohemia inolvidable que el siglo pasado dejó de existir y
hoy añoramos como un pasado feliz.
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