A MEDIANOCHE ME TRANSFORMO
Los
primeros meses fueron una maravilla. A pesar de ser la segunda experiencia
matrimonial de los dos.
Besitos
a las ocho de la mañana. Levantarse a prepararle el desayuno y llevárselo a la
cama. Todos los jueves, día que la conocí, llegaba el chico del florista con un
ramo de rosas y volvíamos a mirar por enésima vez el video de la fiesta de
casamiento o yo le leía alguna poesía de Neruda o ella me relataba casi de
memoria un capítulo incandescente de Florencia Bonelli.
A
la vuelta del trabajo, cenábamos con champagne y comenzábamos a hacer el amor
bien temprano, de forma tal que antes de la medianoche ya estábamos los dos completamente
dormidos, agotados pero felices. Ella con su deshabillé transparente que
erizaba mi piel y algo más. Yo con el pijama de pantalón corto y ajustado de
satén azul furioso que ella había elegido para calmar su erotismo, exacerbado
por cómo se destacaban mis partes íntimas.
Nunca
las campanadas de las 12 nos encontraban conscientes, ya estábamos en plenos
sueños, cada uno con el suyo, aunque ambos estábamos en ambos.
No
sé qué pasó. Ni cuándo ni cómo. Habrá sido tanto Netflix o mucha fugazzeta con jamón
del delivery de la vuelta. O la pastilla
para la acidez, no leí el prospecto, capaz que afecta. Pero algo comenzó a
cambiar. Y no de a poco, diría que violentamente.
Hasta
que una noche me desperté a las 23.45 con ganas de orinar. El urólogo me había
dicho que una meada nocturna es normal, así que cuando me fui al baño en
penumbras no me preocupé. Lo que me extrañó es que abrí su caja de cosméticos y
- parado ante el espejo – comencé con el mismo ritual de ella que yo a veces
contemplaba. Labios, cejas, pestañas y mejillas adquirieron rápidamente un
brillo insospechado, aunque algunos pelitos de barba aparecieran por debajo.
Para colmo ella siempre deja una bombacha colgando en la bañera para que se
seque durante la noche. Y yo, en un impulso irrefrenable, lo cambié por el
pantaloncito azul que me tenía los huevos en la garganta. Y así luqueado me
volví al dormitorio. Para eso ya eran las doce, plena medianoche.
Me
acerqué despacito, fui corriendo las sábanas, con una mano acaricié su nuca y
con la otra su vientre. Sentí que se acurrucaba mimosa, las cosas que hace el
placer. Escuché un murmullo, buscaba la perilla del velador. De golpe se hizo
la luz…
La
primer chancleta colorida y divina, regalo que traje del barrio chino, voló de
derecha a izquierda y tiró al suelo toda la colección del Marqués de Sade, comprada
una tarde que intuíamos una noche de lujuria. La segunda fue más precisa.
Acertó justo en mi bajo vientre. Allí me dí cuenta que mi shorcito azul
protegía más que su bombacha blanca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario