Lizzeth Pacheco Gámez-México/Septiembre de 2019
La mala decisión
Mientras camino por la
calle colonizadores, rumbo a destino desconocido, solo por el placer de caminar
(mentira, es por prescripción médica), observo mis tenis recorriendo la
banqueta... tal cual como cuando caminaba de niña, me gusta jugar a saltarme
las líneas del cemento; y ese olor a ciudad, el ruido de los autos y el aire
que golpea mi cara me llevan también a acordarme de esas caminatas matutinas
con mi papá. Tenía alrededor de 5 años, él me llevaba a la escuela caminando, y
era un recorrido bastante largo (así lo recuerdo yo), vivíamos cerca del
panteón Yáñez (el panteón municipal de mi ciudad) y lo atravesábamos por
completo para llegar a mi escuela, sin embargo nunca lo vi como pesar, me
gustaba ir agarrada de su mano, a veces platicábamos, a veces no, a veces le
soltaba la mano porque me incomodaba, a veces iba tan dormida que me tenía que
aferrar a su mano por seguridad. Pero eran caminatas de verdad agradables.
Recuerdo que comenzamos a caminar desde aquel día, en que de repente, mientras
íbamos rumbo a la escuela arriba de su auto, comenzó a oler a quemado, y en mi
inocencia le dije: papá, huele a carne asada. Me volteó a ver con preocupación
y me dijo: si, bajémonos del carro. Y pues nada, el carro se quemó (o algo
así). Y desde entonces, a caminar a la escuela. Supongo que cuando uno es niño,
esas cosas no nos dan flojera, al contrario, son aventuras. Para mi papá debió
ser frustrante tener que llevarme caminando todos los días, y tener que
levantarnos más temprano de lo normal para alcanzar a llegar a tiempo. Siempre
llegábamos a tiempo. Mi papá me dejaba en la puerta, me daba un beso y no se
iba hasta que me veía entrar al salón.
Un día, el único día que él no se quedó en la puerta esperando a que yo entrara
a mi salón (supongo llevaba prisa), volteé hacia atrás, como siempre, para
verlo parado ahí observándome con una sonrisa y diciéndome adiós con su mano, y
no estaba. Ya se había ido. Entonces voltee a mi alrededor y vi que no había
ningún maestro cerca. Solo niños corriendo y jugando. La maestra no me había
visto llegar. Y la sensación de libertad que experimenté en ese momento al no
sentirme observada por nadie, me hizo tomar una decisión estúpida. Si, a mis
escasos 5 años, cursando preescolar apenas, estaba cometiendo mi primera mala
decisión, que me costó bastante cara: de ahí en adelante fui vigilada
constantemente, para la maestra pasé de ser una alumna más, a ser la niña que
casi la mete en un problema grave (por lo tanto me trataba de mal humor siempre
y me culpaba por cualquier cosa que hicieran los demás). Aún recuerdo la cara
de decepción de mi papá y el ceño fruncido de mi maestra cuando frente a mi le
contaban lo sucedido.
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