jueves, 23 de junio de 2016

Damaris Zamora Escanell-Cuba/Junio de 2016




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Los vientos de levante apaciguaban los deseos impetuosos de la playa que jamás hubieran visto…Los mismos de Juan  Jacinto cuando se encontraba cada noche con Luciérnaga, -así le puso a quien llevaba como nombre Esmeregilda.
El sitio era obligado para ambos. Allí juraron solemnemente que morirían juntos; sí, al mismo tiempo, igual que la historia de Romeo y Julieta…cuando solamente contaban en realidad con algunos años adolescentes que se descubrían en cada verano.
De niños se encontraban detrás de la parroquia, a la hora de la madre buscar las uvas caletas para rosearlas como limón a los pescados en salsa que hacía casi todas las tardes. Allí  aprovechaban la ausencia maternal de Luciérnaga y descubrían sus pasiones con ligeros roces y mimos que cada vez fueron tomando cuerpo hasta la adultez perfecta, al cabo de pocos años.
Una vez que se soltaron en confianza y ya no eran los muchachos que el salitre les ponía  la piel reseca, en cada temporada de vacaciones escolares, pensaron en casarse; claro, sería más bien porque la madre de Esmeregilda los cogió un día haciendo el amor en el baño del traspatio de la casa, pero por lo que haya sido, ya la boda tenía fecha y “pronto, por si acaso”…decía la mamá de la muchacha.
Luciérnaga sí estaba feliz…A decir verdad, Juan Jacinto también, aunque trataba de no aparentarlo. Al fin dormirían juntos sin preocupación de que los
                                                                                                       sorprendieran y poder recorrerse palmo a palmo como lo hacían siempre que se veían detrás de la parroquia.
Cuando las amistades de la precavida madre supieron la noticia, ya  Esmeregilda estaba casada, ¡a tiempo y en tiempo! El reloj avanzó en los días, semanas y años. A esas alturas la casa de Luciérnaga carecía de la dirección materna y muy rápido fue sustituta de todo cuanto se decidía en ella.
Dios la premió con un par de jimaguas, hembra y varón… eran dos manzanitas, se alimentaban bien. Cerca del mar siempre se tiene el privilegio de comer buenos pescados. La casa pronto le quedó pequeña a “tanta muchachera”, así decía Juan Jacinto cuando se tiraban encima de él y le halaban la barba y le revolcaban  el cabello reseco, hasta que lo hacían saltar de la hamaca que permanecía en un costado del jardín.
La dinámica de los días la comprendieron bien, la asimilaron hasta que cada muchacho cogió su camino y una fue a estudiar Derecho a la capital y el otro se fue a vivir al pueblo de al lado, tras la muchacha que un  día fue al vecindario en busca de una tal Yadira, negociante de ropa.
Luciérnaga no se conformaba, se sentía hondamente sola cuando Juan Jacinto se iba de pesquería por varios días, a veces hasta semanas. Entonces se ponía a tejer sombreros de fibras que le traía un  vecino y la ganancia la compartían a final de mes. Cada vez rendía menos. Lo notaba sin decirle nada a nadie, aunque su viejo sí lo reparaba cada vez que llegaba
                                                                                              mareado de altamar y se sentaba recostado en un taburete del comedor a verla hacer café.
_ ¡Los años no pasan por gusto, pasan porque tiene que ser así! –decía ella  justificando las caídas del jarro donde siempre tomaba Juan Jacinto.
-¡Que si pasan!... mira yo, lleno de arrugas, que no las puedo ni contar…pero hay que vivir, vieja…hasta que Dios decida.
Uno de esos días, cuando el humo de la colada del café salía por la ventana de la cocina, Juan Jacinto apresuró sus pasos porque presentía que algo extraño sucedía. No era el hilo de la humareda habitual de las tardes, ni se sentía el aroma inexplicable de la oscura bebida.
Su amada Luciérnaga quemaba su ropa en el fogón de leña para irse desnuda al mar, quería terminar su demencia en la búsqueda de su querido Juan Jacinto en las profundidades de un océano que no le alcanzaba en su ingenuidad.
Pero ahí llegaba el príncipe tardío para susurrarle al oído que él también quería buscar en las profundidades a una luciérnaga que alumbraba sus noches y sus días…Quitó sus ropas como en los años en que se amaban intensamente y se abrazaron en la desnudez. Sin pensarlo, caminaron cogidos de las manos por un trillo largo de arena a buscarse en ultramar.

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