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Los vientos de levante apaciguaban los deseos impetuosos de la playa que
jamás hubieran visto…Los mismos de Juan
Jacinto cuando se encontraba cada noche con Luciérnaga, -así le puso a
quien llevaba como nombre Esmeregilda.
El sitio era obligado para ambos. Allí juraron solemnemente que morirían
juntos; sí, al mismo tiempo, igual que la historia de Romeo y Julieta…cuando
solamente contaban en realidad con algunos años adolescentes que se descubrían
en cada verano.
De niños se encontraban detrás de la parroquia, a la hora de la madre
buscar las uvas caletas para rosearlas como limón a los pescados en salsa que
hacía casi todas las tardes. Allí
aprovechaban la ausencia maternal de Luciérnaga y descubrían sus
pasiones con ligeros roces y mimos que cada vez fueron tomando cuerpo hasta la
adultez perfecta, al cabo de pocos años.
Una vez que se soltaron en confianza y ya no eran los muchachos que el
salitre les ponía la piel reseca, en
cada temporada de vacaciones escolares, pensaron en casarse; claro, sería más
bien porque la madre de Esmeregilda los cogió un día haciendo el amor en el
baño del traspatio de la casa, pero por lo que haya sido, ya la boda tenía
fecha y “pronto, por si acaso”…decía la mamá de la muchacha.
Luciérnaga sí estaba feliz…A decir verdad, Juan Jacinto también, aunque
trataba de no aparentarlo. Al fin dormirían juntos sin preocupación de que los
sorprendieran y poder recorrerse palmo a palmo como lo hacían siempre
que se veían detrás de la parroquia.
Cuando las amistades de la precavida madre supieron la noticia, ya Esmeregilda estaba casada, ¡a tiempo y en tiempo!
El reloj avanzó en los días, semanas y años. A esas alturas la casa de
Luciérnaga carecía de la dirección materna y muy rápido fue sustituta de todo
cuanto se decidía en ella.
Dios la premió con un par de jimaguas, hembra y varón… eran dos
manzanitas, se alimentaban bien. Cerca del mar siempre se tiene el privilegio
de comer buenos pescados. La casa pronto le quedó pequeña a “tanta muchachera”,
así decía Juan Jacinto cuando se tiraban encima de él y le halaban la barba y
le revolcaban el cabello reseco, hasta
que lo hacían saltar de la hamaca que permanecía en un costado del jardín.
La dinámica de los días la comprendieron bien, la asimilaron hasta que
cada muchacho cogió su camino y una fue a estudiar Derecho a la capital y el
otro se fue a vivir al pueblo de al lado, tras la muchacha que un día fue al vecindario en busca de una tal
Yadira, negociante de ropa.
Luciérnaga no se conformaba, se sentía hondamente sola cuando Juan
Jacinto se iba de pesquería por varios días, a veces hasta semanas. Entonces se
ponía a tejer sombreros de fibras que le traía un vecino y la ganancia la compartían a final de
mes. Cada vez rendía menos. Lo notaba sin decirle nada a nadie, aunque su viejo
sí lo reparaba cada vez que llegaba
mareado de altamar y se sentaba recostado en un taburete del comedor a
verla hacer café.
_ ¡Los años no pasan por gusto, pasan porque tiene que ser así! –decía
ella justificando las caídas del jarro
donde siempre tomaba Juan Jacinto.
-¡Que si pasan!... mira yo, lleno de arrugas, que no las puedo ni
contar…pero hay que vivir, vieja…hasta que Dios decida.
Uno de esos días, cuando el humo de la colada del café salía por la
ventana de la cocina, Juan Jacinto apresuró sus pasos porque presentía que algo
extraño sucedía. No era el hilo de la humareda habitual de las tardes, ni se
sentía el aroma inexplicable de la oscura bebida.
Su amada Luciérnaga quemaba su ropa en el fogón de leña para irse
desnuda al mar, quería terminar su demencia en la búsqueda de su querido Juan
Jacinto en las profundidades de un océano que no le alcanzaba en su ingenuidad.
Pero ahí llegaba el príncipe tardío para susurrarle al oído que él
también quería buscar en las profundidades a una luciérnaga que alumbraba sus
noches y sus días…Quitó sus ropas como en los años en que se amaban
intensamente y se abrazaron en la desnudez. Sin pensarlo, caminaron cogidos de
las manos por un trillo largo de arena a buscarse en ultramar.
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