¡De todo corazón!
Cuando
Efraín tenía 7 años, sus padres se separaron. La madre, eterna ama de casa, a
duras penas pudo arreglárselas para mantener a sus tres hijos. Él, el menor,
fue el más sufrido. Su padre biológico, albañil de profesión, escasamente
pasaba la cuota alimentaria.
Ya
desde muy niño silbaba todo el tiempo; llamaba la atención su facilidad para
repetir cualquier melodía. En el barrio era conocido por esa habilidad, y más
de alguno le había ofrecido una moneda por escucharlo silbar.
Irma,
su madre, luego de un tiempo volvió a formar pareja. No era lo que ella, ni
Efraín, hubieran deseado. Pero al menos ayudaba a solventar en parte la
situación económica, cada vez más dura. Pedro, el padrastro, era un desocupado
crónico que se las arreglaba reciclando basura. Sus años de músico aficionado
habían quedado atrás. Ahora, lo único que mantenía de aquella época era un
desvencijado acordeón, que alguna que otra vez hacía sonar.
La
pobreza arreciaba. Por tanto, toda la familia –Pedro aportó un hijo más al
grupo, producto de su anterior matrimonio, y con Irma tuvieron dos
descendientes más– debió instalarse en una villa miseria, una más de las tantas
que la debacle económica del país había hecho surgir en esos años. El padrastro
de Efraín, para contentarse un poco ante tanto drama, tocaba su acordeón varias
noches por semana. De esa forma, simplemente mirando y escuchando, el niño fue
aprendiendo el arte de ese instrumento.
En
realidad, aprendió solo. Pedro nunca le explicó nada, y conforme avanzaba el
tiempo y su alcoholismo, su relación con Efraín fue deteriorándose. Tanto y a
tal punto que a los 14 años el jovencito prefirió buscar su vida en las calles
de Buenos Aires.
Autodidacta,
con una perfección técnica que llamaba la atención, se ganaba la vida tocando
la flauta dulce en cualquier estación de subte. Al poco tiempo, sin que quedara
claro cómo lo había conseguido, emulando a su padrastro ejecutaba el acordeón
con una calidad que impresionaba.
En
un principio fueron cumbias villeras. Luego, el repertorio fue ampliándose.
Tangos, valses, algún rock o melodías de moda, sin saber una sola nota de
música, Efraín ejecutaba a la perfección –en la flauta o en el acordeón– un
programa cada vez más amplio. Llamaba poderosamente la atención cómo lograba
escuchar una pieza y repetirla íntegra, de memoria (como dicen que hacía
Mozart). Quién sabe dónde la escuchó y cómo hizo para aprenderla, lo cierto es
que alguna vez comenzó a tocar las Czardas de Monti, de una complejidad técnica
endiablada. La ejecución fue perfecta.
Fue
ese día –un jueves de mucho frío– que el director de la Sinfónica municipal
pasaba por allí y tuvo la ocasión de escucharlo.
Inmediatamente
quedó fascinado. Eso no era común, no era normal: un jovencito de 15 años,
sucio y desalineado, ¿cómo lograba tocar con esa maestría, sin un solo error,
obras de tamaña dificultad? Cuando escuchó la ejecución de La Campanella, de Paganini
–en una interpretación igualmente perfecta– no lo dudó un instante y acometió a
Efraín.
“Pibe,
ante todo ¡felicitaciones! No lo puedo creer, che… ¿Cómo hiciste para aprender
a tocar así?”
No
sé… Me sale, así de simple. En la lleca aprendí.
Pero,
¿sabés música?
¡Ni
una nota!
¿Y
cómo hacés? ¿Tocás de oído?
Sí.
Escucho algo y después lo repito. Y en general me sale bien.
Debés
tener oído absoluto.
¿Y
eso qué mierda es?
Bueno…,
los grandes músicos lo tienen. Escuchan algo y saben exactamente qué es eso,
cómo está compuesto, lo pueden repetir a la perfección. Con los ojos cerrados,
sin ver el instrumento, saben qué nota es cada una.
Repentinamente
el director cambió de tema. Con dulzura le planteó:
¿Y
no te gustaría estudiar música?
Una
sonrisa iluminó la cara de Efraín. Él sabía que le faltaba preparación; podía
inventar melodías –de hecho, ya lo había hecho varias veces– pero no sabía cómo
escribirlas. Aceptó de inmediato.
Te
podríamos conseguir una beca. Dejame ver qué podemos hacer.
Al
poco tiempo el joven era un muy destacado alumno del Conservatorio Municipal.
Pasar del teclado del acordeón al del piano no le había costado nada, y si bien
su edad no era la mejor para iniciarse en un instrumento musical, el grado de
virtuosismo que mostraba era impresionante. Igualmente incursionó en el violín,
y también allí mostró grandes dotes interpretativas. Ya con profundo
conocimiento de armonía y composición –logrado en un tiempo meteórico– había
escrito varias obras que combinaban la cumbia villera y el chamamé con
reminiscencias del clasicismo europeo dieciochesco.
Me
gustaría dirigir una orquesta sinfónica, se dijo alguna vez. ¡Eso sí que me
gustaría!
Pero
antes que pudiera tomar clases de dirección orquestal surgió la oportunidad de
viajar a Barcelona con una beca para profundizar sus estudios de composición.
El afamado maestro Jon Nicolau sería su guía.
No
sin dificultades pudo arreglarse su situación administrativa. Por ser menor,
había más de alguna complicación. Con su madre ya casi no mantenía contacto, y
de su padre había perdido toda relación. Alguien le había dicho que había
muerto, cosa que no lo inquietó mayormente. Lo cierto es que, finalmente, pudo
embarcarse hacia Barcelona.
La
beca obtenida le cubría su estancia y estudios con el profesor por espacio de
tres meses. Eran diez alumnos de distintas partes del mundo. Los idiomas en que
se impartirían las clases eran inglés y español. Efraín se sentía seguro… ¡y
muy alegre! La arritmia que le habían encontrado en los exámenes previos a la
partida –era un requisito de la beca estar en aceptables condiciones físicas
para viajar– no le molestaba para nada. En realidad, nunca había tenido ninguna
dificultad con el corazón. El diagnóstico que le habían dado, Efraín lo sentía
como ajeno. No entendía que era eso de “arritmia”; nunca había sentido
síntomas. Era una palabra más de esas incomprensibles, como aquella de “oído
absoluto”.
A
la semana de estar pisando suelo barcelonés, junto con algunos de los otros
becarios paseaba por la
Plaza Sabadell. Era un sábado por la tarde. De pronto, como
por arte de magia, de entre la gente que caminaba por el lugar, fueron saliendo
uno a uno los músicos, cada uno con su instrumento en la mano. Hasta timbales
aparecieron. En un momento estaba armada la orquesta sinfónica, y el Himno a la Alegría comenzó a sonar.
Era una función sorpresa de la Orquesta Municipal y el Coro de Bellas Artes, una
presentación al aire libre esa tarde de sábado.
Los
ocasionales paseantes comenzaron a acercarse; en un instante la orquesta estuvo
rodeada por cientos de personas. Lo curioso es que sonaba sin que nadie la
dirigiera. De pronto, Efraín tuvo la idea.
Corrió
desde donde estaba y se colocó frente a la masa orquestal. Sin batuta, como los
más grandes directores, solo con el movimiento de manos, comenzó a dirigir. La
diferencia en la ejecución, sin director y ahora con director, fue notoria. El
exacto sentido rítmico, la pasión expresiva, lo acompasado de la orquesta que
lograba con su maestría se evidenció de inmediato. Parecía que conociera la
partitura de memoria. Seguramente van Beethoven hubiera estado muy feliz
escuchando esta versión.
¡Puta
madre! Ni von Karajan lograba esto, dijo alguien del público, emocionado ante el
virtuosismo.
El
tutti orquestal final, con el cuarteto de solistas y coro a pleno, fue
apoteósico, monumental. No caben dudas que el estilo de conducción de los
directores decide la forma en que suena una orquesta. Lo que pudo escucharse
con esta presentación de Efraín lo ratificaba.
Los
aplausos de los asistentes, cada vez más fervorosos, no se detenían. Los bis
se pedían a gritos. Fue ahí que Efraín, de la emoción, cayó muerto de un paro
cardíaco.
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