JAULAS
En un claro del bosque construyó su
casa, derribó árboles, acarreó materiales, muebles, artefactos desde la ciudad
cercana, completó la tarea y se dedicó a
gozar del paisaje arbolado, a escuchar sus sonidos, conocer los matices de cada
uno. Vivir del bosque, desmontar para su conveniencia, observar la conducta de
los animales y elaborar un plan para sacar provecho económico de todo ello.
De alguna manera tomó contacto con
personas aficionadas a la caza mayor de ejemplares exóticos. Las visitas al boliche
del turco Jali, estratégicamente ubicado en el límite del bosque, lo hizo
posible.
El turco no era trigo limpio, así
que ambos se cuidaron mutuamente y el silencio sobre sus actividades jamás se
rompió.
En una ocasión, llegaron tres
hombres desde tierras lejanas y desconocidas para él, no para Jalil. Eran
emisarios de jeque árabes, interesados en comprar pieles de yaguareté.
Por esas cosas de la globalización o
quién sabe y cómo, la existencia de un felino en tierras americanas llegó al
conocimiento de los príncipes reinantes en Arabia Saudita o en Omán o en algún
principado de aquellos lugares.
Varias veces compartieron
expediciones con el Hombre solitario del bosque chaqueño. En todas, la caza fue
exitosa y la paga abundante; lo que produjo que, desde entonces, la vida del
animal corriera serio riesgo de extinción.
Organizaciones ecologistas emitieron
señales de alarma; pero nadie pudo o quiso informar sobre el paradero de los
depredadores.
Así que el Hombre continuó su
minucioso trabajo de ubicar con certeza el hábitat del felino. Es éste un
morador solitario, individuos de ambos sexos se juntan en períodos más o menos
prolongados durante la época de celo. Su nombre en guaraní YAGUARETÉ
significa Verdadera Fiera.
La hembra había caminado una larga
distancia, sin alejarse de la orilla del Bermejo. Tenía prisa, su preñez estaba
llegando a término y era imprescindible encontrar un sitio para parir.
Su olfato le informó sobre la
cercana presencia de su mayor enemigo, más que el Puma o las manadas de Chanchos
del Bosque: el Hombre.
Encontró un claro, el olor a humano
no se percibía, con serenidad dio a luz cuatro crías: dos machos y dos hembras.
Luego de atender a sus pequeños se
echó a dormir abrazándolos tiernamente.
Todos los días, después de amamantar
a la cría, la tigresa recorría las cercanía para abastecerse de comida.
Una de esas mañanas, el Hombre,
divisó a los cachorros, comprobó la
ausencia de la madre y con su experimentada destreza, capturó a los recién
nacidos.
Los árabes llegarían al día siguiente,
los esperaría con una fantástica y productiva sorpresa.
Así fue que los cuatro Yaguaretés
Miní, partieron hacia tierras arenosas y desérticas, fueron albergados en
fastuosos palacios, en enormes jaulas para
el orgullo ostentoso de los príncipes saudíes y admiración de sus
visitantes.
La madre Yaguareté buscó a sus
hijos, primero con cierta serenidad, luego con angustia. Guiada por su olfato,
siguió el rastro hasta avistar el boliche de Jalil. Se alejó con el corazón
estremecido, comprendió que el Hombre le había arrebatado no sólo la cría,
también su razón de ser. Pero no le arrebató la memoria, el Don que Dios
proporcionó a los Yaguaretés para no perder la estirpe.
El Hombre disfrutó de las opíparas
ganancias que obtuvo negociando con los árabes. Visitaba el boliche del turco
casi a diario. Las chicas que Jalil tenía cautivas para alegrar a sus clientes,
cambiaron una buena parte de las costumbres del cazador. De modo que tanto
despilfarro hizo disminuir la salud de quien creía ser el rey del bosque.
La hembra le fue siguiendo el
rastro, varias veces, entre el sopor de las fiebres, el Hombre creyó verla
entre la maraña.
Ella esperó, comía poco, se sentía
cada día más débil, pero también olisqueaba la debilidad de él.
Hasta que una tarde, entre la niebla
que se deslizaba desde el follaje, él, la vio. Ella se estaba acercando, sus
ojos cayeron sobre el pecho del Hombre como dos cuchillos. Sintió un dolor
inconmensurable, pidió agua, quiso gritar, la Yaguareté se acercaba, cuando
estuvo a su lado emitió un rugido débil y lastimoso.
Hombre y bestia se encontraron. Él,
desfalleciendo, ella dispuesta a saber qué había sido de sus hijos. No obtuvo
respuesta, se dejó caer al lado del captor.
Otra vez su olfato le revelaba que
unos hombres se acercaban, pero no olían a cazadores.
Se incorporó, tomó con sus temibles
dientes el cuerpo del Hombre, aun vivo, lo arrastró hasta dejarlo a los pies de
los ecologistas que habían encontrado el sitio desde donde se había iniciado el
exterminio del Yaguarete´.
El Hombre fue internado , se
recuperó, la Justicia lo condenó a cumplir la sentencia de arresto en una celda
estrecha, oscura, a la que nadie visitó hasta el fin de sus días.
1 comentario:
Nina: lindo relato. La indiferencia suele ser el peor castigo. Un abrazo, Laura Beatriz Chiesa.
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