Las dos muertes de Tomás Achille
Le tomó
su tiempo darse cuenta. Es que hay distintas clases de cambios. Los hay
bruscos, notorios, repentinos. Como decir que son cambios varoniles, vigorosos,
leales. Te ponen a prueba y no son traicioneros. Pero a Tomás Achille la cosa
le vino de a poco. Como lamiéndole los sentidos; desarmándole las defensas;
volteándolo con una finura maliciosa, casi invisible.
El hombre se resguardaba detrás
de un mostrador rengo, tallado por esas arrugas de viejo apareadas a su propia
vejez. Almacén de barrio en el borde cansado del suburbio, estanterías de
provisiones que surtieron a una población sufrida y pobretona. Tieso. Detrás de
esa mampara sin horizonte, siempre. Servicial, infaltable, maniatado por el
fiado, los créditos incobrables, el trato afable, y la yapa coimera extinguida
en las fauces del fin de la historia.
Levantó
el boliche en los años de oro y plata, aguantó la inflación, los bajones. Y
después de tanta aventura, paciencia, vejez, la cosa se cae, se fisura. Las
exigencias prepotentes de los bancos, y las deudas esas que revolotean en las
noches insomnes, ya no le dan paz. Pasaban los días, las semanas, y las
mercaderías alineadas no cambiaban de lugar. Una polvareda insulsa, voraz y diestra
cubría los estantes con una capa lúgubre y sepia. De vez en cuando solitarios
paquetes de fideos o arroz, un huevo, o medio pan, cobraban vuelo. Y el
lacónico mañana se lo pago disuelto en la torpe brevedad de la promesa.
Ese día Tomás Achille no aguantó.
Salió apurado, cruzó la callecita alumbrada por un sol avariento, y le gritó:
–¡Eh, doña Luisa! ¿Qué pasa que no viene al
almacén? ¿Qué lleva en esas bolsas?
–Qué le ocurre don Tomás. Usted
parece sordo y ciego.
–¿Por qué me dice eso? ¿Está
enojada por algo?
–Pero dígame, viejo, ¿usted no se
da cuenta de que la gente no compra más en los boliches? Tenemos el súper a
tres cuadras. Hay de todo, don Tomás, allí compro el pan y la leche, el asado,
repongo vasos rotos, compro pantalones y camisas, conserva, fideos. Y con la
tarjeta. Es el fiado moderno ¿Se da cuenta, don Tomás? El boliche es para los
que no tienen, para los muertos de hambre que no quieren trabajar. Está listo.
Entiérrelo, don Tomás, ¡¡¡hágame caso!
El viejo baja los brazos, cruza
lentamente, entra en el refugio, se parapeta detrás del mostrador con esas
arrugas equiparadas a las de su vejez. Lo acompañan la soledad y el silencio
del almacén.
Vieja
bruja mentirosa, piensa. Aunque él lo sabe. No presume ni duda. Los pocos
huecos en los estantes –fantasea– son como espacios vacíos que aguardan unos
féretros grises y compactos que rellenen la escuálida escenografía.
Se acerca a la persiana
herrumbrada y con el hierro entumecido de tantas bajadas engancha la medialuna.
La ve descender quejumbrosa, lenta, igual que el telón de un viejo teatro de
provincias en vísperas del cierre final. La bruja ésta tiene razón, masculla
resignado el viejo. Te has muerto, almacén La Porota, sos un cadáver.
Al día siguiente, los aullidos
desafinados de Pelele, el perro, despiertan al vecindario. Las mujeres caminan
presurosas hacia el súper. Ni cuenta se dan esa mañana que la persiana de
La Porota
permanece baja, rígida, callada. Como muerta ·
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