Transformaciones
Desde la esquina del antiguo bar Ramos me sonrió sin
detenerse, o deteniéndose algo, lo usal, sola, pantalones azules (no de jeans),
blusita, a punto de cruzar Montevideo. Interrumpí el paladeo de un Reval,
desocupé la mesa pegada al ventanal, y de pie pagué al mozo la consumición y le
agregué propina. Calor, impecables pantalones verdes, camisa con charreteras,
la seguí hacia Paraná, y como retomando una conversación vivaz la empecé a
conocer. Yo todavía tenía buena mi dentadura, así que la lucí, y de paso, los
hoyuelos. Cenamos en Pepito cazuela de pulpos y popietas de pescado en un rapto
de sólida y confluyente inspiración marinera. Estaba –me transmite- en una impasse sentimental con un señor nacido
en la misma década que su padre, estudiaba psicopedagogía, trabajaba en
computación, vivía en Belgrano, frente a las barrancas. Tras copa helada
compartida, nos introdujimos en un cine. ¿Cómo no metaforizar señalando que
éramos dos brasas durante la proyección, si justamente éramos dos brasas?
Dirigiéndonos hacia Callao absorbí la información de que estaba menstruando. En
el taxi que nos trasladaba a Parque Patricios me investigaba más –recuerdo- y
me aprobaba. Dejamos de confluir cuando procuraba yo cerrar la puerta de calle
de mi casa: su desacompasada avidez me avasalló como a un novato, pulverizando
el júbilo, cediendo ambos a un coito rápido y desabrido. Cargando con la
decepción y el enchastre (antológico), me dí una ducha insuficientemente
reparadora, mientras ella hojeaba, encima de cuatro pliegos de un toallón,
apuntes de la materia Psicología Enmendativa. Soñé esa noche. Soñé que me
ahogaba en una laguna de sangre espesa, y que ya muerto, mis miembros se
descomponían hasta alcanzar una condición líquida, y aun siguieron transformaciones
de un orden seminal multicolor. Muerto, moría un poco más, y hasta mis gusanos
se asfixiaban envenenados y rabiosos.
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