Helga
Él estaba pasado de tragos; antes que yo
terminara de despertarme se durmió. Recordé que doña Eduvigis, mi suegra, había
invitado a pernoctar durante unos días a un amigo suyo. Era un alemán joven, que venía a la capital buscando una casa para
traer a su reciente esposa. Lo conocí a la hora de la cena, imaginé lo que
habría ocurrido, después que me retiré ella lo invitó a un trago bien
conversado y ¡claro!, la Doña
es capaz de beberse una botella y seguir tan campante.
Con seguridad estaba ebrio, debió ir a su
habitación, confundiéndose entró a la mía... y a mi cama. No soy mujer de
escándalos de modo que medité qué hacía para librarme de esa comprometedora
situación.
Pensé en mi marido, un hombre mayor que
andaba de viaje y no era buen amante. En mí, que carente de mayor experiencia
ansiaba tenerla. También me di tiempo para pensar en el pobre hombre, tan
correcto y gentil. Que vergüenza pasaría al abrir los ojos en lecho ajeno, esto,
si acaso conseguía despertarlo.
En estas divagaciones y con la vista ya
acostumbrada a la luz de esas horas inciertas comencé a observarlo, era
grandote y atractivo. Si al verlo vestido me hice la idea que era panzón, al levantar la sabana entendí mi
error, vestía solo un slip ceñido que le sentaba muy bien. Reconozco que el placer
de observar a este inesperado compañero iba en aumento. Con su juventud y
varonil entrepiernas algo me ocurrió, algo así como un calorcillo íntimo
derivó mis pensamientos del origen del hecho, a cual sería su destino. Me
sentía a medias, entre el error y la infidelidad, y dudaba de querer que
se marchase.
Mis dudas se transformaron en certezas
cuando aún dormido se sacó el slip y dejo ver una gloriosa dotación natural que
estaba al máximo, esto me produjo una singular atracción y estremecimiento en
ciertas partes anatómicas. Atragantada con el espectáculo me sorprendió al
comenzar a emitir leves chillidos, golpeando con manos y pies, la cama tal cual
si un niño pequeño tuviese una pataleta. Todavía mayor sorpresa me causó al
girarse hacia mí, quitándome la respiración con besos incesantes, manos
que me quitaban la ropa y su miembro que ofuscado buscaba con desesperación. En
medio de este arrojo ideaba desde huir evitando una posible y casi segura intromisión,
a darme el permiso de gozar plenamente la circunstancia.
En la medida que pude mantener la cabeza
equilibrada, decidí que en realidad no habría infidelidad pues en todos mis
años de casada jamás logré una satisfacción siendo “misionera”; y he aquí el
desacierto porque el alemancito ya había despejado las selvas instalándose en
el juego ancestral de entrar y salir de paseo en el jardín de las delicias.
Por mi parte estaba adquiriendo contexto
de una forma que nunca había imaginado, mi cuerpo comenzó a disfrutar. No sé si
era por bríos, tamaño, ritmo o novedad; pero lo cierto es que fui conducida al
placer sin otro aporte que mi presencia. Después de unos minutos el alemancito
y yo estábamos lanzando ¡ay!, ¡oh!, ¡ah! al unísono. Silenciosa
esperé a que se durmiera, continuó despierto y decidí salir de ahí. No me
resultó en absoluto pues una mano vigorosa me secuestró, poniéndome de jinete
sobre un cuerpo firme que había recuperado toda fortaleza en pocos minutos,
¡esa era mi posición!, sacudida de las limitaciones éticas y agradeciendo el
trato deferente ya otorgado, devolví el servicio y en ello lucí todas las
proezas de las cuales me sabía capaz., segura de enfrentar a un contrincante
capacitado para devolver todos los saques. Mi actuación sobresaliente la selló
con unos: “Linda Helga”, “¡Bien Helga!”, “¡Esa es mi Helga!”... y otros
términos alusivos a la susodicha que por íntimos no voy a divulgar.
Por segunda vez salí de la cama, en
ese momento me tomó y acercándose con el fin de besarme se puso frente a
mí, entonces le dije:
- ¡Dedica eso a tu esposa!
Los ojos vidriosos, la forma en que
retrocedió y posterior caída de la cama, me hicieron verlo tan desconcertado
que solo atiné a indicarle la puerta de su cuarto. Contrariado, se dirigió allí.
Pensando en la mejor manera para zafarme de la situación resolví hacer pasar
todo lo ocurrido por una pesadilla. Esperé a que se durmiera fui a su
dormitorio y regué su ropa por todas partes como si las hubiese lanzado desde
la cama. Al regreso en mi habitación seguí disfrutando, a solas, de esa noche
inesperada y llena de fragor.
Los días posteriores coincidimos en
desayunos y cenas, siempre con doña Eduvigis presente, así no existieron
oportunidades de comentarios ni siquiera una posibilidad a fin de realizar la
más mínima alusión a esa noche. Parecía que para ambos no había existido, lo
cual agradecí pues me evitó incomodidades. Regresó mi esposo y puse en práctica
gran parte de lo aprendido. La nueva experiencia me hizo mejor amante.
Antes de irse a vivir a una casa, el
alemancito trajo de visita a su amada esposa, una aria bella y dulce, una
verdadera muñequita de nombre Arielle. Los acompañaba una mujer de edad
indefinida, terca de rostro, áspera y fría en el trato. Dijo estar en su
familia hacía años y ayudaría a los recién casados de ahí en adelante, al despedirse
mi esposo le dijo:
- Adiós señora... señora...
La mujerona, carente de toda gracia,
mientras le tendía la mano, respondió cortante:
- ¡Helga señor!, ¡Helga!
Primer Premio Concurso de Relatos Eróticos Karma Sensual7-Italia 2011
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