EL VIEJO SAM
El viejo Sam
era un acumulador compulsivo.
En su enorme casa al pie de la colina, tenia una infinita colección de lo que llamaba: “útiles tesoros” que el pensaba podría necesitar en cualquier momento.
La casa contaba con cuatro habitaciones, un baño, una sala, un comedor y una cocina.
En la parte de atrás se hallaba el garaje, inmenso y lleno hasta el techo de toda clase de vejestorios.
Desde hacia muchos años el amontonamiento, que en un principio se había concentrado en el garaje, había escapado a los limites del mismo y se había diseminado por toda la casa, no dejando un solo lugar vacio.
Muebles, cajas, herramientas, bolsas, ropa, libros, diarios, revistas, frascos, lámparas, adornos, botellas, electrodomésticos y todos los objetos que se pudieran almacenar se apilaban contra las paredes dando lugar a formaciones piramidales semejantes a estalagmitas que la suciedad, el polvo y los pelos de gato mezclados con la humedad habían contribuido a sellar entre si, a modo de prevención contra un posible desmoronamiento.
Los únicos compañeros del viejo Sam eran tres gatos, ya que el había enviudado hacia mas de treinta años y desde entonces se había convertido en un solitario al que los niños de los alrededores apodaron “El viejo de la bolsa”.
El viejo sabia la ubicación de cada uno de los artefactos que guardaba y si bien ninguno de ellos funcionaba, pasaba horas desarmándolos y volviéndolos a armar, limpiando piezas definitivamente inservibles y catalogando centenares de clavos, tornillos y tuercas en cajas siempre a punto de desfondarse.
Por las mañanas, se levantaba muy temprano y mientras el vecindario aun dormía, recorría las calles en busca de nuevos tesoros que llevaba a su casa y guardaba con la intención de revisarlos y tal vez, volverlos a la vida.
Cada tarde, mientras trabajaba en el arreglo de algún aparato, se sentaba en un rincón de la cocina, escuchaba la radio y conversaba con los gatos. –Si mis amigos, la basura de unos es el tesoro de otros y uno nunca sabe lo que pueda necesitar mañana, además… todo esto tiene arreglo- les decía.
Los gatos dormitaban a sus pies, incapaces casi de moverse, aun cuando divisaran a una de las tantas ratas que sin permiso, se habían convertido en inquilinas del caserón y criaban exitosamente a su descendencia entre las montañas de trapos que se elevaban majestuosas en las habitaciones.
En raras ocasiones, los vecinos veían al viejo Sam en el patio de su casa, hurgando entre los cachivaches que por falta de espacio en el interior, habían comenzado a poblar lo que una vez fuera el jardín, pero ninguno de ellos, ni en sus mas exageradas suposiciones, hubiera podido imaginar el interior de la antigua casona y de hecho nadie, además de su dueño, había entrado en ella desde hacia décadas.
En su enorme casa al pie de la colina, tenia una infinita colección de lo que llamaba: “útiles tesoros” que el pensaba podría necesitar en cualquier momento.
La casa contaba con cuatro habitaciones, un baño, una sala, un comedor y una cocina.
En la parte de atrás se hallaba el garaje, inmenso y lleno hasta el techo de toda clase de vejestorios.
Desde hacia muchos años el amontonamiento, que en un principio se había concentrado en el garaje, había escapado a los limites del mismo y se había diseminado por toda la casa, no dejando un solo lugar vacio.
Muebles, cajas, herramientas, bolsas, ropa, libros, diarios, revistas, frascos, lámparas, adornos, botellas, electrodomésticos y todos los objetos que se pudieran almacenar se apilaban contra las paredes dando lugar a formaciones piramidales semejantes a estalagmitas que la suciedad, el polvo y los pelos de gato mezclados con la humedad habían contribuido a sellar entre si, a modo de prevención contra un posible desmoronamiento.
Los únicos compañeros del viejo Sam eran tres gatos, ya que el había enviudado hacia mas de treinta años y desde entonces se había convertido en un solitario al que los niños de los alrededores apodaron “El viejo de la bolsa”.
El viejo sabia la ubicación de cada uno de los artefactos que guardaba y si bien ninguno de ellos funcionaba, pasaba horas desarmándolos y volviéndolos a armar, limpiando piezas definitivamente inservibles y catalogando centenares de clavos, tornillos y tuercas en cajas siempre a punto de desfondarse.
Por las mañanas, se levantaba muy temprano y mientras el vecindario aun dormía, recorría las calles en busca de nuevos tesoros que llevaba a su casa y guardaba con la intención de revisarlos y tal vez, volverlos a la vida.
Cada tarde, mientras trabajaba en el arreglo de algún aparato, se sentaba en un rincón de la cocina, escuchaba la radio y conversaba con los gatos. –Si mis amigos, la basura de unos es el tesoro de otros y uno nunca sabe lo que pueda necesitar mañana, además… todo esto tiene arreglo- les decía.
Los gatos dormitaban a sus pies, incapaces casi de moverse, aun cuando divisaran a una de las tantas ratas que sin permiso, se habían convertido en inquilinas del caserón y criaban exitosamente a su descendencia entre las montañas de trapos que se elevaban majestuosas en las habitaciones.
En raras ocasiones, los vecinos veían al viejo Sam en el patio de su casa, hurgando entre los cachivaches que por falta de espacio en el interior, habían comenzado a poblar lo que una vez fuera el jardín, pero ninguno de ellos, ni en sus mas exageradas suposiciones, hubiera podido imaginar el interior de la antigua casona y de hecho nadie, además de su dueño, había entrado en ella desde hacia décadas.
En cierta ocasión,
dos policías habían llegado atraídos por la gran acumulación de objetos en el
frente de la casa y le habían dado un plazo para limpiar, argumentando que
violaba las normas de salubridad de la ciudad. Si el no lo hacia, ellos
vendrían y limpiarían todo.
Varios meses después, y ante el incumplimiento de la promesa de limpiar que el viejo les había hecho, llegaron con grandes camiones, despejaron completamente el frente de la casa y se marcharon. Una semana mas tarde, el viejo Sam recibió una factura de 5.000 dólares por la limpieza, y el pago de la misma contribuyo a acrecentar aun mas su, ya asfixiante, problema financiero.
Mientras hacían la limpieza, uno de los oficiales se había asomado por una ventana y comprobando que el problema en el interior era todavía mayor, decidió que las autoridades deberían ver la casa por dentro.
Al día siguiente, dos inspectores de prevención de incendios lo visitaron y le dieron un plazo (esta vez de solo cuatro semanas) para hacer de su hogar un lugar habitable y seguro; Pero una madrugada, apenas una semana después, cuando el sol no había asomado todavía y mientras el viejo se encontraba profundamente dormido en su catre, se desato la tragedia.
Un cortocircuito en el añejo cable de la radio, fue el origen de las chispas que se multiplicaron velozmente sobre el fértil colchón de papeles que se encontraba en la mesa de la cocina.
Silenciosa, una garra de humo negro se alzo y comenzó a extenderse por el techo mientras era vagamente iluminada por el resplandor del fuego recién nacido que pugnaba por engullir los tesoros del viejo.
Solo unos segundos tardaron las llamas en tomar dimensiones infernales. Alimentadas por el sin fin de basura acumulada a través de los años, se arremolinaron en torno a la única puerta de salida y avanzaron sin control hacia el interior de la casa, devorándolo todo en un desenfrenado y dantesco festín.
El anciano se despertó en medio del caos y trato de llegar hasta la puerta de la habitación, pero le fue imposible, la casa vomitaba llamas y humo maloliente por las ventanas y por la vieja chimenea.
Busco con desesperación a los gatos, casi a tientas en la semioscuridad de los rincones que aun no ardían, pero cayo inconsciente antes de encontrarlos. El antiguo caserón se había convertido en una inmensa bola de fuego que crujía y chirriaba.
Varios meses después, y ante el incumplimiento de la promesa de limpiar que el viejo les había hecho, llegaron con grandes camiones, despejaron completamente el frente de la casa y se marcharon. Una semana mas tarde, el viejo Sam recibió una factura de 5.000 dólares por la limpieza, y el pago de la misma contribuyo a acrecentar aun mas su, ya asfixiante, problema financiero.
Mientras hacían la limpieza, uno de los oficiales se había asomado por una ventana y comprobando que el problema en el interior era todavía mayor, decidió que las autoridades deberían ver la casa por dentro.
Al día siguiente, dos inspectores de prevención de incendios lo visitaron y le dieron un plazo (esta vez de solo cuatro semanas) para hacer de su hogar un lugar habitable y seguro; Pero una madrugada, apenas una semana después, cuando el sol no había asomado todavía y mientras el viejo se encontraba profundamente dormido en su catre, se desato la tragedia.
Un cortocircuito en el añejo cable de la radio, fue el origen de las chispas que se multiplicaron velozmente sobre el fértil colchón de papeles que se encontraba en la mesa de la cocina.
Silenciosa, una garra de humo negro se alzo y comenzó a extenderse por el techo mientras era vagamente iluminada por el resplandor del fuego recién nacido que pugnaba por engullir los tesoros del viejo.
Solo unos segundos tardaron las llamas en tomar dimensiones infernales. Alimentadas por el sin fin de basura acumulada a través de los años, se arremolinaron en torno a la única puerta de salida y avanzaron sin control hacia el interior de la casa, devorándolo todo en un desenfrenado y dantesco festín.
El anciano se despertó en medio del caos y trato de llegar hasta la puerta de la habitación, pero le fue imposible, la casa vomitaba llamas y humo maloliente por las ventanas y por la vieja chimenea.
Busco con desesperación a los gatos, casi a tientas en la semioscuridad de los rincones que aun no ardían, pero cayo inconsciente antes de encontrarlos. El antiguo caserón se había convertido en una inmensa bola de fuego que crujía y chirriaba.
El viejo Sam se
despertó en la cama de hospital que ocupaba desde hacia tres días. Los bomberos lo habían encontrado desvanecido
junto al catre en la única habitación que no ardía por completo cuando llegaron
y lo rescataron a través de una ventana.
Le dijeron que había sido un milagro el que lo encontraran con vida y a tiempo, segundos antes de que el techo de la vivienda colapsara y ya cualquier intento por salvarla fuera en vano.
Se le dijo que nada había quedado en pie y al preguntar por sus mascotas, le comunicaron que ellas no habían logrado escapar.
Le dijeron que había sido un milagro el que lo encontraran con vida y a tiempo, segundos antes de que el techo de la vivienda colapsara y ya cualquier intento por salvarla fuera en vano.
Se le dijo que nada había quedado en pie y al preguntar por sus mascotas, le comunicaron que ellas no habían logrado escapar.
Algunos días
después, el viejo Sam murió en el hospital a pesar de haber estado casi
recuperado del principio de asfixia sufrido durante el incendio. Antes de morir, le dijo a la enfermera que
su dolor era demasiado grande.
Sus tesoros, sus mascotas, todo su mundo había desaparecido… y ya no tenia razones para seguir viviendo.
Sus tesoros, sus mascotas, todo su mundo había desaparecido… y ya no tenia razones para seguir viviendo.
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