El acto de extender penosamente la memoria y la imaginación a unos signos y
a unos sonidos que, repetidos, serán su representación, como lo estoy haciendo
ahora, aparece cuando somos capaces de hablar de ese proceso, como algo ya
instalado e, incluso, cuando ya hemos olvidado, con gran frecuencia, el
esfuerzo que ese logro comportó. Sin embargo, para la historia de la humanidad,
ese trabajo confiado al azar de la costumbre y a la urgencia de la necesidad
implicó cuarenta mil años de aprendizaje, desde que los cazadores errantes por
lo que después sería Francia y España, confiaron a unas imágenes y a unos
gruñidos probables la misión desesperada de acercar la comida a las manos que
pintaban y a la boca que profería.
Signo y sonido, pese a ello, no hacían otra que iniciar su camino y podemos
decir que el hombre no hizo, en su transcurso, otra cosa que poner los pies
sobre las pisadas de uno y otro: cuando el vasto universo todavía no albergaba
la idea de que sujeto y objeto eran posibles de distinguir, el lenguaje
–oral y escrito- se hizo necesario para
esa operación, a la que estimo no menos
mágica que la atracción de un animal o el alejamiento de un meteoro. Ya
entonces, en lo remoto, surgió esa lenta comprensión de la posibilidad de
vocación de lo distante por el solo hecho de nombrarlo y la otra, simultánea,
de una vez hecha la evocación, presentarla a la imaginación con todo el poder
de simbolización que ésa, su imagen, traía aparejada. Sí, allí está el pez
pintado en la proa de las naves egeas que resucitó un vagabundo ciego cuando en
su tiempo ya eran lo pretérito; el toro completo y lunar convocado por su sola
cornamenta en las terrazas de un palacio de Creta; el perfil negro de la cabra montés en las vasijas del Elam, y el escorpión
de oro que, junto al rostro de un antiquísimo adolescente, rey del Alto y Bajo
Egipto, son como los primeros palotes de un niño que intentaba así retener los
significados que, irremisiblemente, el tiempo arrasaría con sus ignorados
autores. Alguna vez, esas imágenes tuvieron su correspondencia en un sonido.
Y para el hombre, esas imágenes y esos sonidos, representación de una
realidad inapresable de otra manera, terminarían siendo –aunque se detenga a
razonar en ello, no escapará al hechizo del lenguaje, ya que para el mismo
razonar necesita del lenguaje- la realidad misma.
La realidad plástica del lenguaje será siempre mucho más moldeada que la
otra, aquella que, es probable, a nuestra especie no terminará de revelársele,
que ya estará nuestra especie, como tantas otras, en el olvido. Ella y su
engañoso instrumento habrán fracasado en su asalto.
Mientras tanto, nos queda ese propósito y ese destino probable. Un sentido
como éste, entre los miles de sentidos que guarda un solo verso, fue tal vez el
que hizo grabar en la primera de las doce tabletas de arcilla que representan
el Cantar de Gilgamesh, versión escrita quizás de una epopeya oral mucho más
antigua, su ignorado autor, gobernante, hombre de armas o sacerdote del injusto
dios Enlil:
El fue sabio entre los sabios,
penetró los misterios, supo el secreto de cuanto estaba oculto,
reveló cuanto hubo en los días pasados, antes del Diluvio.
Su vida fue un largo viaje, aprendió sufriendo...
Con variaciones, estas características asignadas a un héroe son en nuestros
días asignadas a los poetas o al menos, eso se espera que obtengan en su largo
viaje. Tomás Carlyle dice que los hombres siguen una secuencia de
decadencia; son primero el héroe guerrero, luego el profeta, después
el escritor. Todo escritor encuentra grata esta
ascendencia.
El esfuerzo por alcanzar este sueño de penetrar los misterios y conocer los
secretos de cuanto se encuentra oculto, lo realiza el escritor por un camino
que es, además, su única arma en el trayecto y también su meta última. Tal es
el lenguaje. De su elección del mismo dependerá entonces por dónde quiere
llegar el escritor, con qué poder y a dónde. También, su cuándo.
Este, como todos los libros, tiene ya marcado el lugar de su arribo. En
otro tiempo era lícito decir que desde la primera línea, por eso sonará
demasiado determinista a los desasosegados partidarios de las fórmulas que
determinan el valor de lo presente, así que omitiremos nombrarlo.
Estimativamente, pienso que ha llegado allí, a ese sector de la realidad del
lenguaje, con el lenguaje que debía usar. Como lo hizo el primer libro y como
lo hará el último.
Luís Benítez
Buenos Aires, invierno de 1987
*
”La Realidad,
El Lenguaje”, texto de Luis Benítez a modo de Introducción de la primera
edición del libro “Obras completas en verso hasta acá” de Rolando Revagliatti
(Ediciones Filofalsía, Buenos Aires, 1988).
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