EL HOMBRE DEL SACO
Al caer la tarde una
sombra se desliza por los caminos, lleva
consigo, tan sólo la soledad
y el
hedor del abandono;
los
niños le temen. (I.Espinoza)
De
andar cansino y mirada extraviada, el hombre caminaba lentamente en dirección a
un grupo de rocas; desde allí se podía contemplar el mar, amplio, sin nada que
estorbara toda su extensión. Era la hora del crepúsculo y aún se podía observar
el reflejo desvaído del sol en su viaje al descanso.
¡Sí!,
eso era lo que él quería, sentía que debía descansar, su vida nunca había sido
plácida. Errores tras errores, parecieron
ser su sino. Ahora no sólo estaba totalmente ajeno al resto del mundo;
carecía de familia que lo reclamara, nadie sabía de su existencia y su hogar
fue siempre una casucha a punto de caerse. Por opción supo, desde que fue
adulto, que sus inclinaciones hacia el alcoholismo le impedirían forjar lazos
con alguna mujer, salvo esporádicos encuentros cuando era más joven.
Sintió
un escalofrío al observar el torbellino que se producía bajo el farellón rocoso
que la oscuridad comenzaba a cubrir. En el espacio circundante todo se
enseñoreaba de sombras, semejando espectros difusos, entre la neblina salobre
que provocaba la violencia del chocar de olas. Se encogió entre sus raídos
ropajes de pordiosero y luego se sentó en el borde de la fría superficie de la
roca. Pensó - sólo un salto y nada más- todo terminaría luego de un pequeño
ahogo tratando de respirar. Bien sabía que el inconciente siempre lucha por sobrevivir,
tan sólo sería por breve tiempo, y luego, aquello desconocido a lo que se teme,
totalmente innegable para todos los humanos; y ésto llegaría a su modo, como él
lo había decidido.
De
pronto sintió un movimiento bajo sus pies. Trató de ignorarlo, no quería que
nada lo distrajera de su propósito, ni siquiera los parásitos que a veces le
mordían hasta su alma. Sintió unas pequeñas manitas peludas afirmadas en sus
rodillas y unos ojos decidores de cordialidad, su mente no pudo evitar de
encontrarse con ellos. Un pequeño perrito callejero requería su atención. El
animal, inesperadamente, de un salto subió a su falda y sin esperar aprobación se
enrolló manifestando frío con tiritones intermitentes. Horacio, inconcientemente
abrazó al animalito cubriéndolo con su abrigo, como si se tratara de un niño
pequeño. El perro alzó su nariz y su lengua agradeció la fortuna de encontrar
cobijo entre los brazos del hombre. De pronto, recordó que aún le quedaba algo
de charqui y pan duro. Rebuscó entre sus ropas y bolsillos. Al encontrar lo que
buscaba, cortó ambos alimentos en dos porciones, una para él y otra para su
nuevo amigo.
Ya
era noche cerrada cuando se vio entrar en la maltratada vivienda, la silueta de
un hombre con aspecto de mendigo. Ya no iba acompañado solamente de su sombra
sino también de un pequeño perrito, tan solitario y desvalido como Horacio, el
hombre del saco, como le decían los niños.
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