El Circo Sud Africano
El lugar hacía las veces de cancha de fútbol. Para muchos, un lugar sagrado en aquellos años 40 del 900’. Un área liberada para jugar al futbol ese equipo, formado por mayoría de chiquilines y no tanto, hijos todos de inmigrantes residentes en el barrio.
Aquel campito era una gran manzana con calles sin pavimentar a sus costados, donde la gente se ubicaba para ver los partidos del sábado o domingo. El potrero, nos permitía hacer de las nuestras sin molestar a los vecinos. Era el lugar predilecto, nuestro sitio en el mundo para jugar seriamente a la pelota. Porque el picado simple, lo hacíamos pelándonos más de una vez las rodillas, sobre la calle asfaltada de la vuelta de casa.
Aquel campito, no se tocaba. Pero, un día…
Pero un día, llegaron camiones pintados de varios colores, arrastrando algunas jaulas y carromatos. Habían acampado allí y se lo habían apropiado como si fuese de ellos. Cuando asomamos por al potrero aquella tarde a la vuelta del “cole”, primero fue sorpresa y luego impotencia de no saber qué hacer. No salíamos del asombro y la curiosidad por conocer cuándo nos liberarían la canchita que nos habían invadido.
A un costado, pastaba un inmenso elefante de grandes colmillos. Con su poderosa trompa levantaba el heno cortado, esparcido por el suelo y movía su cabezota como asintiendo lo bueno de esa pastura. Estaba amarrado con una gruesa y larga soga atada a una sólida estaca de hierro clavada en la tierra,. De tanto en tanto, erguía su cabeza y nos miraba mansamente, con ojos de ser un buen muchacho. Parecía que nos decía, aquí estamos.
La voz corrió rápido por el barrio. El Circo! Llegó el circo...! Era la exclamación de todos nosotros.
La instalación de la gran carpa, que duraba unos días, daba paso contemporáneamente, a la publicidad de su presencia, anunciando el próximo debut. Por las tardes, enganchaban al elefante y con su domador, encabezaban un colorido desfile por todo el barrio y sus vecindades. Encolumnados, les seguían variedad de animales. Lo máximo, eran los leones, que aparecían bien despiertos y agresivos. Decían que venían del África, y así debía ser, porque el circo tenía ese nombre, que tanto.
Nuestras mentes volaban imaginando la estepa africana e inmersa en ella, aquellos felinos amenazantes y libres.
Por las noches, en nuestras casas, no muy distantes de aquel lugar, podíamos escuchar en la profundidad de la noche, el rugido impactante de aquellos leones. Luego, el silencio... y nuestros ojos quedaban abiertos en la oscuridad hasta nuevamente poder conciliar el sueño.
En el paseo callejero del circo, sus carromatos y jaulones, iban perseguidos por todos nosotros y el piberío de los barrios vecinos. Íbamos por la plaza precedidos por un tipo que caminaba con zancos y que jamás se pegaba un porrazo. Detrás, seguían los payasos que hacían de las suyas y se daban decenas de cachetazos con esas manos enguantadas que sonaban como escopetazos.
Pero lo más lindo, era ver a la chica más bonita del elenco de trapecistas. Hacía esfuerzos dantescos por parecer más linda aún de lo que era. Sus piernas nos fascinaban y su cuerpo nos hipnotizaba con esa sintética malla y el brillo de las lentejuelas.
Como un gran plato sopero invertido, la pista central ya se dibujaba en el terreno y un buen día la carpa se alzó sostenida por cuatro postes centrales con numerosos tensores y cuerdas por los costados. Ahora debían instalar las sillas de la platea y las gradas, teniendo la pista como centro. La inauguración se avecinaba y los rumores corrían entre nosotros.
-Che, vos sabes que si los ayudas a instalar el circo, te regalan entradas para una función?- decían los mas cancheritos, que siempre buscaban la ventaja y trataban de no hacer muchos socios en la aventura.
Pero anda, que van a saber- respondía Chiche, que era rápido de lengua- Siempre andan diciendo pavadas, que ni ustedes se las creen!
La cuestion resultaba dividida. Por un lado, los que decíamos -Cómo vamos a ayudarlos a estos tipos, por más que sean de Sud África!-.
Y del otro lado, todos los que se rascaban los bolsillos y no encontraban más que migas de pan y con suerte, los cinco guitas que sobraron del vuelto del almacén; opinaban lo contrario.
-Tómenselas, giles!. Nosotros sabemos porque conocimos al encargado y nos dijo. Si no quieren, no quieren y listo- Retruco Beto, que era petizo y como todo petizo, bravo de genio.
La cuestión es que todo el barrio estaba convulsionado el día de la inauguración.
Al anochecer, ya las luces iluminaban los grandes carteles de la marquesina a la entrada principal, las guirnaldas con miles de lamparitas multicolores a pleno, daban una sensación de ambiente fantástico para entrar al maravilloso mundo del circo.
En la pasarela, el piso estaba alfombrado hasta llegar al iluminado recinto interior de la gran carpa. En otros sectores, todo estaba tapizado con una capa de aserrín, del que emanaba un aroma casi único y característico, difícil de olvidar.
La pista se veía hermosa y en todo su borde la circunscribía un resalte de rojo terciopelo. Alla arriba estaba la orquesta que con suaves sones, daba al ambiente un toque de calma alegría. Todo era mágico.
Al final, todos fuimos a ver “nuestro circo”. Por entonces, nos concentramos en observar todo su interior y nuestras miradas y mentes, no iban más allá de las risotadas y chirlos de los payasos o de la patadita en la cola a su tonto amigo. De la pequeña orquesta con sus relucientes bronces y retumbante tamboril; de la sensación de peligro que suponía verlo al valiente domador esgrimir solo, una silla y un látigo frente a los seis u ocho leones pardos. En ver a nuestro amigo el elefante, pararse en dos patas o el rezo que tirábamos hasta el techo de la carpa, para que no se caiga la linda trapecista que tanto nos hizo suspirar, aunque ahí abajo había una red;- Recuerdo que nos hundíamos en el temor, al ver a ese tipo, que con sus ojos vendados, lanzaba sus cuchillos afilados a la señorita que con sus brazos y piernas abiertas, giraba sobre un gran plato soporte haciendo de blanco móvil.
Por eso, cuando escucho decir que “todo es un circo”, sea por una estupidez, un pobre programa de TV, por el despotismo político, la corrupción generalizada, o por los partidos de fútbol; se que nada tiene que ver con aquel “Gran Circo Sud Africano”. Aquel inolvidable primer circo de nuestras vidas, aquel con su espectáculo conmovedor y lícito -más allá de lo rudimentario que hoy reconozco- han sido alguno de sus números.
Ya nuestro circo, no existe más, como tampoco existe ese potrero, como quizás tampoco alguno de aquellos pibes de la generación del 41. Pero, algún día, tomaré a un niño de la mano, le compraré un paquete de pochoclo y chocolatines, me sacaré una foto, esa que después se ve en el portarretrato de la mesita ratona del living y me sentaré en las gradas. Miraré su cara al comenzar la función y le contaré de aquel circo de mi niñez. Entonces levantare la mirada hacia lo más alto del trapecio, donde Dios nos diseña las piruetas de la vida y le daré las gracias por todas las emociones vividas.
del libro inédito Bajo los naranjos
1 comentario:
Hola Mario !!! Bienvenido a Literarte, y gracias por dejarnos compartir tu cuento.
Me gustó mucho, recordar esos tiempos a través de tu exquisita narrativa. Una ternura abrazada a la nostalgia.
Un abrazo Josefina
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