El perro de Alcira
Lo descubrió husmeando la puerta de su vivienda. Un perro de la calle sin raza definida. La primera impresión le produjo temor. Era enorme. De pelaje castaño y orejas colgantes, su aspecto era lamentable. Sucio, flaco, con todos los signos de la sarna, deambulaba por la entrada del caserón donde Alcira vivía. Solo sus ojos almendrados lo rescataban de su miseria, extrañamente no estaban contaminados. Su mirada, triste, profunda, solicitaba auxilio.
Algarrobos, palos borrachos y algunos pinos ocupaban el espacio verde de la casa. Al costado, lindando con su vecino, un quincho y una parrilla en desuso. En el interior, varias habitaciones ocupadas con muebles viejos. Subiendo unos escalones se veía un pequeño entrepiso que ocupaba Alcira. Recuerdos de viajes, banderines y cuadros gauchescos adornaban su cuarto. Una foto con la tía Eugenia completaba la decoración.
¡La tía Eugenia! La curandera más conocida del pueblo. La tía sanaba y curaba la culebrilla, mal de ojo, pata de cabra y el gualicho que acercaba o alejaba amores. La gente la respetaba pero a la vez le temía. Especialmente las noches de luna llena, cuando la tía se encerraba con sapos, gallinas, velas y culebras practicando maleficios.
Tomó la decisión de adoptarlo cuando entendió que ese perro estaba decidido a entrar o morir en su puerta. Lo metió en una espaciosa palangana donde solía preparar remedios para sus plantas. Lo bañó con jabón amarillo y lo empolvó con un remedio casero mezcla de azufre y bicarbonato. Con un recipiente de agua fresca y un plato de arroz hervido comenzó la amistad.
En poco tiempo Samy cambió. De aquel perro enfermo, moribundo, solo el recuerdo. Hoy se lo veía sano, había recuperado su peso y su apetito. Comían juntos y compartían el menú. La parrilla comenzó a funcionar y las carnes rojas eran las preferidas.
Ella admiraba su inteligencia, Samy a conocer sus costumbres. La luz de la cocina le anunciaba a la mascota que la jornada había comenzado. En unos minutos la patrona le abriría la puerta con demostraciones de afecto. Mientras tomaba mate, le contaba parte de su historia.
De su infancia en el campo, de su escuelita rural, de los distintos colores que producían los sembrados. El rumor del viento, de la bomba de agua, la leche recién ordeñada, del sol agonizante que la tierra se tragaba. Del canto del Caburet enamorando a la Calandria. De sus estudios en Buenos Aires, donde los tíos le dieron amor y le donaron la casa que estaba habitando. Samy escuchaba, parecía entender.
La inteligencia de su animal la sorprendía. Le traía el diario, le avisaba de la llegada
del cartero y cuando el animal se paró frente a un agujero y como un avezado perro de caza le indicó con su cola el escondite de unas hormigas depredadoras que estaban socavando las raíces de un joven algarrobo, ya no tuvo dudas. Samy era diferente a los perros conocidos.
Cuando Samy la vió en la puerta, supo enseguida de quièn se trataba. No hizo falta que Alcira le dijera que la tía había venido a visitarla. Con una pequeña valija de cartón donde se distinguía un enorme moño rojo, unos amuletos que colgaban de su cuello y un antiguo vestido negro con un ridículo cuello marinero, la tía esperaba que le abrieran.
Eugenia tenía la mirada y los silencios del más allá. Su paso por la casa rompió la monotonía y alteró la vida de Alcira y su perro.
Dudó cuando se lo pidió –“solamente por una semana” - le aclaró la tía cuando subió al tren con Samy -
El regreso se produjo de acuerdo a lo prometido, siete días después pero sin el perro.
La tía Eugenia venía acompañada de un caballero de pelo castaño, ojos almendrados y unas extrañas orejas caídas.
1 comentario:
Hola Victor que tal!!!!
Aquí tu cuento, muy bien contado, y ese final sorpresivo, genial!!
Me gustó mucho Victor
beso Josefina
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