La tía Rosita
Promediando los años cuarenta, el
barrio de Saavedra lucía como un tranquilo suburbio en el límite norte de la Capital Federal, junto a la avenida General Paz, frontera de
asfalto de reciente construcción. Un aire pueblerino campeaba alrededor de la
estación. Las casas eran bajas y muchas
de sus calles eran de tierra; había que acercarse a la avenida Cabildo para conseguir los artículos que excedían de
las necesidades cotidianas.
Los barrios de Núñez y
sobre todo el de Belgrano, le hacían la sombra que le impidió crecer, sombra
que al mismo tiempo le permitió conservar su aspecto original casi hasta nuestros días. El tren llevaba a Retiro todas las mañana a los estudiantes
y a los trabajadores de cuello duro al Centro y traía a los obreros que
llenaban, entre otras, a tres fábricas importantes; la Phillips, la R.C.A.Víctor
y la fragante Nestlé, que impregnaba el aire de un delicioso olor a chocolate, aroma
que en los atardeceres de verano competía con los jazmines de las casas de los inmigrantes
alemanes e italianos, pioneros en el barrio.
En esta perfumada geografía, a mediados del siglo pasado vive Rosita con
sus padres y sus dos hermanos, todos ceñidos a rígidas costumbres familiares. Ella
tiene doce años en 1945, una madre que
la trata de usted y la domina con la
mirada y un padre que todas las mañanas,
a las siete menos cuarto, antes de ir a
tomar el tren, la besa en la frente sólo si está dormida, no fuera a creer que
el jefe de la familia es débil de carácter. Así fue enseñado.
Sus dos hermanos estudian. El
mayor ya está en la Facultad
y Rosita lava, almidona y plancha día tras día con esmero el guardapolvo del
futuro médico, lo mismo que la ropa del segundo, que está terminando el
secundario y que desde la primaria sabe que
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será abogado, la carrera que su padre no pudo concluir. La madre
sostiene que será muy útil para la niña, que se resistió a aprender piano,
inglés o dibujo, con una fuerza que le
desconocían, comenzar el año próximo la Escuela Profesional
de Mujeres, un lugar ideal para aprender
a cocinar, coser, bordar y prepararse
para ser una eficiente ama de casa.
Para ir ganando tiempo,
la compele a practicar en el hogar familiar un poco de economía
doméstica; y así, la benjamina
recibe los elogios de todos por
lo bien que pone la mesa, sirve la comida y limpia la casa, conocimientos que
le serán muy útiles el día de mañana, cuando, si Dios quiere, encuentre un
muchacho bueno, buen mozo y muy trabajador que le proponga casamiento, propuesta que será aceptada si la familia del
joven candidato reúne las condiciones requeridas por los padres de la
afortunada.
Pero esos príncipes no tocan
el timbre de la Cenicienta
de Saavedra, que espera un milagro
mientras escucha por la radio, junto a su madre, las novelas románticas de la tarde en su hora de descanso de las tareas hogareñas.
Rosita crece. Ahora tiene catorce,
dieciséis, dieciocho, veinte años. Su madre
teje en ronda con sus amigas mientras ella va y viene sirviendo el té y
las masitas.--¡Qué bien cocina esta chica!... ¡Y no saben como borda!... ¡Realmente,
qué acertado fue mandarla al Profesional, con lo prácticas que son esas
escuelas!...
Gradualmente, buscando el
momento apropiado, la cháchara disminuye
de volumen. La madre aparenta hablar al oído de una de sus amigas, pero mira de
reojo a su hija, que está cerca, para asegurarse de ser oída. -- ¡Hay que tener cuidado con los
hombres, la nena está muy bien formada!… la
tejedora más cercana colabora con entusiasmo: --¡Es cierto, te piden “la
prueba de amor” y después te abandonan!...Una tercera voz agrega, insidiosa: --¡Y no te digo nada si la cosa viene con “regalito”!... Comprueban que la “nena” las ha escuchado
porque Rosita se detiene bruscamente y
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enrojece. Las masitas recién
horneadas tiemblan en el plato que
sostiene con mano vacilante y terminan
en el suelo. Con una angustia sin consuelo se
inclina a recogerlas. Quisiera estar muy lejos de allí, pero no sabe
dónde. Las tres tejedoras se miran y sus cabezas se mueven varias veces de
arriba abajo, como diciéndole sí, vaya uno a saber a qué cosa.
Rosita cada vez entiende menos.
A menudo le late fuerte el corazón, el
sexo le hace cosquillas y la cabeza no cesa de darle vueltas, todo al mismo
tiempo. La escuela secundaria ya es pasado, y lamenta no haber aprendido nada de
sus compañeras de ojos brillantes y lenguaje desenvuelto, que paseaban por
Cabildo o Santa Fe sin el tiempo estrictamente cronometrado para volver a casa;
que organizaban “asaltos” para bailar y divertirse y que florecían en cada Primavera,
cuando casi todas tenían un galancito
esperándolas a la salida.
Pero esa
maravilla de adolescencia era
para las otras chicas; ella siempre fue muy tímida y poco sociable, nunca nadie
le dijo lo hermosa ni lo dulce que era, sólo fue considerada,
especialmente por su familia, como una eficiente auxiliar, una obrera de lujo; y ella misma
terminó creyéndolo.
Es cierto: nunca le faltó nada
material; pero siempre esperó que
alguien le preguntara porqué
en ocasiones se le humedecen los ojos y se encierra en su habitación.
Sólo dicen: --¡La nena es tan rara!... y miran para otro lado.
Así se deslizan los años, mansamente. La vida se desarrolla según y conforme, sin altibajos, con la recta trayectoria de los hogares
bien constituidos, basados en firmes principios. Sólo hay que lamentar la muerte algo prematura del
jefe de la familia, la tristeza de la madre, las visitas cada vez más
espaciadas de los hermanos, muy ocupados con sus propias familias y sus
profesiones, las paredes faltas de pintura, que ya comienzan a descascararse y las
canas prematuras de Rosita, que sólo tiene
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treinta y seis años, y que
mientras riega las plantas y las flores del jardín, la única parte
de la casa que se embellece un poco más cada día, se dice muy quedo, musitando para sí: --¡Dios mío, todos los días
son iguales!...
Hoy vino de visita su hermano
mayor, ginecólogo, con su esposa y sus dos
pequeños hijos. Con un impulso que la supera,
en un momento en que lo ve solo, toma una decisión heroica: vacía de dos tragos
una gran copa de guindado y con las
mejillas arreboladas, lo toma de la mano, lo arrastra al jardín y le pregunta,
tartamudeando, si puede facilitarle alguna clase de información sobre temas
sexuales.
El hermano médico palidece, abre grande los
ojos y la mira con sorpresa y angustia, exactamente
con la misma expresión que ella vio en su padre aquella mañana, cuando giró bruscamente la cabeza y lo miró anhelante, como
suplicándole, sin obtener respuesta, que también quería que le demostrara
cariño cuando estaba despierta.
Su hermano se queda mudo; no
puede o no sabe ayudarla. Rosita se muere de vergüenza y humillación, se traga
un montón de lágrimas y vuela a jugar con sus sobrinos, que piden por ella
llamándola a los gritos.
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