martes, 19 de agosto de 2025

Carlos Savariano-Argentina/Agosto 2025


 

Luna dorada

 

Anoche vi una luna dorada asomando sobre el cerro. Refulgente y basta. Una luna embarazada. Ella también me vio, estoy seguro, desplazándome entre los perros que aullaban en las calles desiertas, mientras en las casas, se iban apagando las luces y los humanos se aprontaban para embarcarse en ese breve itinerario del sueño.

Yo sentí que nuestros espíritus se amalgamaban como en un arrebato, agua y sed, átomo adicionando átomo, roca y cincel, metal y fuego. Un extraño maridaje de carne y astro.

Y luego nada, epifanía, paz infinita.

Hacía rato que venía caminando. Yo. La luna aún no asomaba. Había visto pasar el arreo de don Avilés, había presenciado la disputa entre dos toros cabreados. También jinetes y mastines. De lejos un zorro que se escabulló en el follaje me entretuvo y cuando el crepúsculo llegó, unas luces surcaban el cielo. Y después esa luna dorada como un portal.

Como tus ojos.

Esos ojos que andaba buscando. Ignoro si acaso buscaba otra cosa, se me hace difícil, si me preguntaran diría que no. Pero tal vez  estoy mintiendo para ocultar que no encontraba.

Sólo esa luna.

Y la noche al fin se fue poblando de fantasmas. Aquellos que me precedieron, los que alguna vez fui, los que todavía andan conmigo.

 

“No tengo idea”, dijo la enfermera a la supervisora, “cuando vine a darle sus remedios encontré la cama vacía y la ventana abierta y este perfume a lavanda que viene del prado”

“Rápido. Hay que dar parte a la policía. Un interno se ha escapado”

 

Según cuadre, a la soledad se la llama independencia y a la independencia soledad. Pensaba yo esto cuando me rodearon unos niños muertos. Gente de antes. De los paisanos. Me tomaron de la mano y me invitaron a una ronda bajo la luna dorada. De la noche caían iridiscencias como finos copos de luz, mientras, entre las sombras, los otros espectros habían armado un baile y hasta algunos coqueteaban con elegantes mozas traslúcidas.

 

Cuando la fiesta concluyó me hallé en la puerta del hospicio. Había autos con luces y ambulancias y mucho frenesí.

 

“¡Al fin apareció!”, exclamó la enfermera, “Viejo, ¿por dónde andaba?”

“Ahí entre los campos”, le contesté y no le dije nada de la luna dorada, ni de la ronda ni de los espectros.

Me sedaron. Cuando desperté, clareaba; había aroma a pasto recién cortado.

Del caserío llegaban los ruidos que me hicieron comprender que los hombres habían retornado a sus trabajos. Los pérfidos a sus traiciones, a sus armas los guerreros, a sus laberintos los pobres, a sus usuras y sus doctrinas los señores.

Entonces recordé la luna con la cabellera gualda rociada de polvo de estrellas y supe que su escote es un escondite definitivo, dónde deposita a según quieran los tiempos: promesas de amor nunca cumplidas, asesinos en ciernes, caricias apenas esbozadas, revoluciones vencidas.

 

1 comentario:

Esther Moro dijo...

Me encantó encontrarte aquí. Y, si, solo una luna alcanza para recrear la vida. Que voy a decir yo de tu literatura, sino que desde siempre destaco su excelencia.