viernes, 4 de diciembre de 2009

Isabel Díaz Vera-Buenos Aires, Argentina/Diciembre de 2009

ENCUENTRO


“El amor es una corriente de aire que fulmina de pulmonía el corazón”

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA



La nodriza aprestaba minuciosamente el ámbito, cuidado sublime y supremo en cada detalle. Ella dormía plácidamente junto a sus hermanas; su imagen reflejaba el sereno placer, la sosegada complacencia. Se desperezó en el regazo tibio, y vio, en los ojos de su niñera, que el momento tan esperado había llegado. Era ella la elegida, había sido escogida por Venus para aquel acontecimiento. Punto culminante del clímax; el deleite interior, en simetría con el silencio y la armonía del medio. Nada sabía del tiempo transcurrido, todo en ella era futuro. Su reloj biológico susurró con vehemencia, marcando la hora. La inminencia del cambio y la inquietud por lo desconocido burbujeaban en su intimidad. Acariciándola con ternura, la nodriza reiteró, una y otra vez, que algo sin precedentes transformaría su vida, LA VIDA en realidad, pero las ninfas sagradas protegerían de ella. Ella, símbolo de la femineidad, suave y dulce como el arrullo de una paloma, frágil y vulnerable, sintió un vértigo imponderable en su esencia, y el temor a ese misterio insondable la inquietó. Su gracia era singular, encantadoramente única en su especie; infinita, mas no eterna. En sus cálidos brazos la cobijó la nodriza, y bendiciéndola pulcramente, la envió a navegar hacia su presentación en sociedad. Se meneaba con gracia, con peculiar donaire femenino. Innata condición de luminaria, con luz propia, resplandecía en belleza y juventud; un halo enigmático la envolvía, áurea mágica de una diosa prodigiosa. Luna exótica sumergida en su universo, continente del fantástico secreto de la vida. Emanaba pureza, blanca y nívea; se cubrió de un manto albo de espuma y cristal, y nadó ligera, con dignidad excelsa. El entorno estaba naturalmente dispuesto; a su paso, iba encendiendo cada lumbre, como un presagio del milagro. Varias de sus pares lo habían intentado, pero su niñera le había transmitido su entusiasmo y su confianza; las condiciones estaban dadas, sinfonías celestes auguraban el prodigio. Avanzaba pausada y delicadamente, serena lentitud, inmersa en un espacio protegido, sin idea de sucesión, diferenciación, ni cambios. Su anhelo por cortar el lazo con su mundo interno se remontaba sobre su conocimiento intelectual de la situación.

En un torbellino impetuoso, con la euforia de lo inédito, los vio acercarse a ella, frescos y espontáneos, viriles e instintivamente íntegros, fieles a su condición masculina. Inquietos y briosos, sin ánimos de simular su impaciencia. Ella, mostrándose indiferente cual distinción femenina, se estremeció al verlos tan vivaces y gallardos. Causalidades ocultas los habían llevado a compartir aquel período de la vida, instándolos ineludiblemente al compromiso de elegir, e intentar distinguirse del resto, preservando su idiosincrasia. Iniciando un ritual exquisito de seducción, ella se mantenía figurativamente distante; ellos, nadaban en un hechizo sensual. Ella virtuosa, salerosa y plena, era única. En esa selección natural sólo uno podría llegar a ella, pero él se sintió seguro de lograrlo. Él la miraba, impaciente. Ella lo había distinguido entre varios. Misteriosa cualidad la de la elección; el saber crítico aún no podía dar razones a las emociones y los sentimientos. Él la veía inmensa, luminosa, sublime. Deseó fervientemente encontrarse con ella, deseó unirse eterna e incondicionalmente formando uno. Obedeciendo a su condición masculina, intentó un acercamiento, ante la espera impaciente de ella. El medio era propicio, las condiciones estaban dadas. Él se acercó aún más a ella, parte del artilugio lúdico consistía en buscar su lado más vulnerable, pero era parte de la conquista. La besó una, dos, tres veces; ella se conmovió. Holgaban las palabras; el amor, grandilocuencia intrínseca, se manifiesta pleno a través de los sentidos. La fuerza organizadora, según Empédocles. Ella irradió e iluminó el universo; se abrió el capullo a la aventura de conocer, desplegó su esencia y lo esperó. Él, fiel a su instinto y respondiendo a su naturaleza, contestando el llamado. Se detuvo un instante, impreciso. Y sintió que el encuentro era único, única la posibilidad de coincidencia. Delicada y fragante, sintió temor por la metamorfosis. El cambio inmediato le producía vértigo, pero su nodriza le había dicho que debía ceder naturalmente ante él, sin resistencia. Con delicioso esmero intentó introducirse en ella, y llegó a la membrana. El tiempo se detuvo, iridiscentes y vivaces se unieron, átomo a átomo, según dijera Demócrito. Encuentro mágico, éxtasis glorioso; el dolor era parte del placer, así de sabia es la naturaleza. Se sentían elegidos, privilegiados de beber del elixir de la vida. Magia no en la unión, no en el encuentro, sino en la elección. Por qué él, y no otro. Eran EL HOMBRE Y LA MUJER, el macho y la hembra, fémina y masculino, la esencia misma de la vida, piedra filosofal de la humanidad. Ya no serían como antes, nada sería como antes. Un universo, la subsistencia misma se abría ante ellos, aquel hecho prodigioso marcaba un inicio. Se unieron para ser uno, nunca más él y ella, nunca se separarían; eran indivisibles por siempre. Y es que… ¿acaso hay algo más sublime, trascendente y mágico que el encuentro entre un óvulo y un espermatozoide?

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