lunes, 22 de julio de 2013

Luis Tulio Siburu-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2013

La casa de Alberdi y Centenera

Viví allí desde enero de 1944 a julio de 1957. Es más que una casa. Fue  mi hogar, mi lugar en el mundo cuando ese lugar estaba dentro de los límites de un perímetro “personal y costumbrista”  llamado en aquella época “barrio”, que se consideraba informalmente algo así como cinco cuadras a la redonda, a veces más otras menos, aunque en la realidad Caballito – como barrio formal y catastral - tuviera un concepto de zona geográfica más grande dentro de la ciudad de Buenos Aires. Esa reliquia de la esquina de Avenida Juan Bautista Alberdi y calle del Barco Centenera, permanece allí desde hace casi un siglo – fue construida en 1923 - y estará seguro aún después que yo me muera, porque sobrevivió justamente por su presencia, estilo, personalidad y belleza. Nadie se animó a derribarla cuando miraba al empedrado y menos ahora que mira al asfalto.

Se entraba a ella por el 906 de Alberdi y de allí se salía a un mundo perdido de gorra marrón de cartero simpático, policía en la garita alta y blanca en medio de la avenida, hielero de barra y lechero de leche en jarra, escobero gritón y afilador adusto, colchonero con carda y diariero con gorra. Y si como esto fuera poco, el giro de los tranvías 40 y 49 en sus últimos metros hacia la Plaza Primera Junta, le ponía a la esquina un familiar sonido de chirridos de ruedas. En aquél momento quizá molestaba a la hora de la siesta, ahora cuánto daríamos para volver a escucharlo.

Eran varios dentro de la casa y muchos más los domingos o cuando había algún acontecimiento. Empezaron viviendo siete en 1943, llegamos a ser diez desde 1944 y nos fuimos definitivamente de la casa seis en 1957. Pero cuando los tíos casados venían con sus hijos en los cumpleaños, la parentela  entera superaba los treinta.
Pero vayamos ingresando en ella. Puerta de hierro con escalón, pequeño zaguán, escalera ancha de mármol con puerta cancel  de madera y cortinas a mitad de camino y terminación de ella curvando en el palier.

Paráte allí un momento. Mirando hacia Centenera, a tu frente el living comedor con balcones a la esquina donde el abuelo me contaba cuentos y me enseñaba a escribir y leer; a tu izquierda la habitación del Nono Manlio y la Nona María con balcón hacia Alberdi. Un poco hacia atrás tuyo, siempre a la izquierda, el rincón del teléfono con su historia de romances de mis tías y hermana.

Ahora caminá a tu derecha. No te asustes por los nombres, son ocurrencias de mi abuelo para con sus hijos, por ser estudioso de la mitología griega, de la historia romana y de los accidentes geográficos.  Estás en un pasillo que tiene hacia su derecha la habitación interna de soltero de Renato Plinio Silio y a la izquierda una habitación con balcón a Centenera, donde dormía yo Luis Tulio con mi hermana Myrna Raquel y mi madre viuda Electra Nióbide Ariella. Seguí caminando. A la izquierda encontrás el baño con bañadera de patas e inodoro a cadena.

Adelante y a tu derecha ya ves el patio, rodeado al frente por la cocina, flanqueada por el baño de servicio. A la izquierda – con balcón a Centenera -  la habitación de las hijas solteras (luego se fueron casando) Leda Cirene Dina, Igea Irene Ione, Nella Iria Iside y Eurindia Elba Etna. Cuando falleció Leda o se casaron las otras, quedó Igea con su esposo Osvaldo.
 
No vivieron en la casa porque ya se habían casado o trabajaban en otros destinos, mis tíos Nidia Nerea Saturnia, Ario Ovidio Alcides, Anteo Argo Alceo y Redi Euro Nembo. En total – los Nonos eran productivos – tuvieron diez hijos entre 1910 y 1925. Se comentaba entre los vecinos que los empleados del Censo le escapaban a esta casa, para no interrogar a mi abuelo y tener que detallar el nombre raro de todos sus hijos. Ya sé que al lector no le interesan los nombres de mis tíos, pero eran parte inseparable de la casa, por su extrañeza, permítanme que los mencione, además a ellos seguro les gustará.

No creas que acá termina la casa. En el extremo interno del patio nacía una escalera que llevaba a la terraza, previo paso intermedio por la habitación de servicio. Y en la terraza estaba el lavadero, la parrilla, la piecita para que el Nono se dedicara a sus hobbies, como trabajar la madera y el bronce o “su obra cumbre antes de morir”: un enorme galeón español de madera que finalizó en 1950 y aún se conserva. Además allí arriba se corría sobre guías de un lado a otro – según la ocasión - un enorme techo a dos aguas de vidrio que servía para dar luz y aire al patio interno o como reparador de la lluvia si nos reuníamos en el mismo, que era lo más común. Se lo guiaba desde el patio con un mecanismo a manivela, que muchas veces “imaginábamos” mi primo Carlos y yo como una “versión casi exacta” del manejo del motorman del subte, combinada con la “ilusión” de la puerta del vagón en la puerta tijera de la escalera. También la ventanita de la habitación de Renato nos servía para jugar al “kiosko” y allí vendíamos figuritas Starosta, caramelos Mediahora o chocolates Milkibar. Hubo también una historia “casi siniestra” en la terraza, cuando jugando en la pared que daba a la calle tiramos un pedazo de barrote a la vereda. Por suerte no pasaba nadie en ese momento pero igual la policía vino a preguntar por los “posibles  e irresponsables agresores”.

La altura de la casa nos daba la posibilidad de llegar a las ramas de los árboles y en tardes aburridas y calurosas salíamos al balcón para estirar los brazos y tomar los “avioncitos” que eran sus frutos y arrojarlos como helicópteros a la calle. Una diversión ingenua y barata que quizá hoy no se concebiría. Por supuesto que se daba porque nuestra edad (o la rigidez de la abuela) no permitía que bajáramos a la calle. Después la pelota de trapo y las pibas que pasaban para el Club Primera Junta o hacían las compras en el Mercado del Progreso de la cortada Coronda, fueron “nuestros nuevos juegos de grandes”.
 
El patio también tiene su historia. Allí se preparaban, a lo largo de la mesa, todo casero, los dulces de zapallo, el licor de huevo, el sambayón caliente para tomar en plato sopero y las gigantes fainá o polenta oriundas de Italia, sin entrar en detalles sobre los moñitos con manteca y la yema batida en oporto que mezclaba la Nona, porque se me hace agua la boca.

La escalera de entrada aporta lo suyo. De chico era sonámbulo y una vez dormido bajé y me llevé por delante la puerta cancel, rompiendo los vidrios pero sin despertarme. Cuando me despertaron – cosa que no debe hacerse – corrí al dormitorio desesperado y le tiré una tijera a mi hermana, que se clavó en el ropero. Otra noche, un ladrón traspasó la puerta de hierro y mi tía bajó rápido en camisón. El delincuente salió corriendo con tal susto que al cerrar la puerta se llevó en sus manos la manija que era casi imposible de sacar. Los ruleros de Igea pudieron más que un vigilante.

Los domingos siempre había alguna visita, pero la que recuerdo más es la del tío abuelo Ezio,  pintor bohemio, que llegaba con los merengues de crema de la confitería Marne, de Rosario y Centenera. O la del tío Ramiro, sobrino del abuelo, que compartía sus discusiones masónicas con Manlio, mientras yo escuchaba embelesado. A veces me decían que me vaya porque se acaloraban los ánimos y entonces nos pegábamos con mi hermana a la pequeña radio a bobina de nácar verde para disfrutar a Tarzán, Fachenzo el maldito, El Zorro o las noches de Nené Cascallar (ahí la dejaba sola a Myrna).

Ah…me olvidaba de la planta baja. En la esquina estaba el almacén Don Lucio, con fideos, lentejas y garbanzos sueltos, que asomaban debajo de las cajoneras corredizas de un cuarto de giro. Pegadito y  como anexo, el bar Los Ibéricos, todo del mismo dueño, con aroma a café fuerte, sándwich de mortadela, ginebra, moscato y caña Leguisamo. No era parte de la casa, pero Luisito entraba como si lo fuera. Luego que nos fuimos fue un negocio de arreglo de afeitadoras eléctricas y ahora un Taller y Exposición de Cuadros. Algún día, con la excusa de ver un cuadro, me iré a observar si algo cambió adentro. Por ahora prefiero imaginarme en este relato que todo está igual.
       
Esa era mi casa, mejor dicho la de mis abuelos donde yo vivía. Ni la primera ni la última, pero la mas recordada, quizá porque fue la morada de niño y adolescente. Y además todo tiempo pasado fue mejor, afirma la nostalgia. ¿Y quien se anima a contradecirla?

Para muestra basta un botón dicen. Aquí dejo como final una reflexión de mi primo Carlos Enrique Simpson, cuando me mandó unas fotos de la casa que él había tomado y yo le había pedido…

“…esas fotos las tomé un día que andaba bastante nostalgioso y alicaído. Yo creo que en una situación así, como en la que me encontraba, uno busca refugiarse en los recuerdos más lindos que tiene y la casa de Alberdi para mí es un ícono de todo eso...”

Y si lo dice él, que más puedo agregar yo…si también este relato es un refugio.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

qUE LINDO RECORDAR, EL BARRIO DONDE SE HA VIVIDO VARIOS AÑOS, Y SUS ANÉCDOTAS, UNA EMOCIÓN CON CALIDEZ DE HOGAR, DE FAMILIA GRANDE Y UNIDA.
OTRO TIEMPO TAN DISTINTO.

mE ENCANTÓ LUIS !!!!

bESO jÓSE

Anónimo dijo...

Gracias Josefina

Tu comentario refuerza la idea de que el pasado no debe ser eludido como lo proclaman afiches,grafitti y libros de auto ayuda

No hay que detenerse en el pero tampoco ignorarlo. Al fin y al cabo somos lo que aproximadamente fuimos

Beso grande
Luis