martes, 23 de julio de 2013

Lilia Elena Durand-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2013

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            Si algo tiene el otoño, es su capacidad para despertar mis ganas de caminar las calles del barrio, entre susurros de lapachos y enamoradas del muro, que van desprendiéndose de sus doradas hojas, mientras el viento de la mañana las arrincona en grises amarronado.         
            Camino  Ricardo Gutiérrez hacia la Avda. Maipú para tomar el 60 que me lleva hasta la Facultad. Me detiene  la mirada triste de un cachorro, acurrucado a la vera de un zaguán, esperando la dudosa acogida de algún transeúnte condolido.
          Sin darme cuenta, llego a la avenida. Veo aparecer  el colectivo.  Me pongo en  fila y aguardo la subida de los pasajeros que me preceden. Ya casi no hay espacio, me apoyo en el estribo.
          El chofer está impaciente -viene con atraso-. Sin mirar la puerta de ascenso, arranca. Mis manos buscan donde sujetarse. Dos brazos se estiran en vano para sostenerme. Caigo.
          Un chirrido de frenos y el mundo enmudece
        
          Estoy en un túnel oscuro. Tengo miedo. Mi voz aborta en la garganta. Oigo murmullos indefinidos. Algo roza mi rostro, envuelve mi pelo. El terror me domina. Cientos de patas electrizadas caminan mis piernas, son púas que clavan mi carne. Percibo sonidos metálicos, sombras que deambulan. Quiero gritarles ¡aquí estoy!, ¡ayúdenme!
           El cansancio me vence. Me entrego.

            Los pies le duelen. Los mira, descalzos, encallecidos de empedrados y huidas.      .         
            El acoso comienza.
            Vamos, corre, corre, niña de los pies descalzos. Las piernas embarradas hasta las rodillas se doblan.
          Cae.
        
            El agobio y el frío le brotan en lágrimas de impotencia y dolor.
           Se levanta.
          La implacable persecución continúa. Escucha el jadeante trotar de la jauría, cada vez más cerca, hambrienta, desbocada de instinto.
              
            Desde un espejo frontal, junto a mi cara, una voz me reclama ¡Niña, despierte! Un rayo de luz penetra mi conciencia. Abro los ojos, entreveo guardapolvos blancos. Miro arriba, a los lados. Veo aparatos. Mis ojos interrogan, temerosos. Una voz murmura,    no tema,  la dejaremos cuarenta y ocho horas en observación. Es sólo una pequeña fractura en la muñeca, un esguince del tobillo izquierdo y una herida cortante en el cráneo. Me llevan a una sala compartida. Tres camas. Dos señoras mayores rodeadas de familiares.
            Viene la enfermera. Me da un calmante y aconseja que duerma un rato. Miro el techo. Una arañita teje. Cierro los ojos.

          Siente esos cuerpos refregándose en el suyo, el jadeo animal martillando sus oídos. Se desgarra en jirones de inocencia mancillada.
           Se levanta.
           Cae.
           Una y otra vez 
           Vuelca su asco transformado en vómito, y el vómito fundiéndose en el barro y el barro cubriéndola, cubriéndola… cubriéndola…

          Despierta.
           Sus manos aprietan los bordes de la sábana. Dos lágrimas escapan, mirada adentro. Siente náuseas.
            Estuviste haciendo arcadas toda la noche, comenta una de  las señoras. Es la anestesia, acota la otra.

           Estoy sentada en un banco de madera en los jardines del Hospital Francés. Mi cabeza cubierta con un turbante blanco, mi brazo izquierdo enyesado desde el codo a la muñeca.
            Se acerca una enfermera. Me mira. No me reconoce. Yo sí.
Ya nada importa. Ni siquiera sé si pasó.

Me pregunto si el cachorro habrá encontrado dueño.



                                                                             

1 comentario:

Anónimo dijo...

qUE HERMOSO LILIA COMO RELATAS,


QUE RITMO BUENÍSIMO LE PONES,

QUE PLACER ES LEERTE.

bESOS jÓSE