LA POBREZA DE RIGOBERTO
Enrollado sobre su viejo colchón de
espuma estaba a Rigoberto, el Beto, como le llamaban sus compañeros de
infortunio, junto a sus cuatro perros. Lo había encontrado en un basurero de
una población, y las frazadas que lo cubrían, regalo de alguien caritativo, aunque
ajustado a la verdad, esa persona había decidido renovar aquellas cobijas que
ya estaban muy delgadas, después de lavadas y más lavadas. Pero igual, a él y a
sus perros les vino muy bien este obsequio. El único dilema era encontrar un
lugar desocupado, donde hubiese un techo y no los alcanzara la helada o la
lluvia del invierno. Una gran tienda en el centro de la ciudad era el refugio
ideal, junto a otros conocidos con quienes compartía el espacio, y a veces
antes de dormirse, ventilaban recuerdos de su otra vida o comentarios del mundo
que giraba en su entorno, que en modo alguno era el de ellos, los separaba el
olor.
Esa noche, después de conseguir agua
caliente, como siempre, una atención de doña Chelita, la dueña de un
restaurante de las cercanías, para tomar un té o café bien cargado, con un par
de sopaipillas, regalo de una chica generosa que se las regaló al pasar. Siempre
contaba con algo para endulzar su noche y entonar los fríos invernales.
Mientras sus regalones aún roían los huesos que había conseguido en un negocio
de carnes de la vecindad. Cuando no le regalaban, él les compraba alimento, con
dineros que le dejaban aquellas personas a quienes su estado les inspiraba
conmiseración. Claro que ya eran menos. Ropa tenía bastante, siempre encontraba
excelentes prendas, que sin ser nuevas, daban de baja aquellas personas que con
la magia de una tarjeta, lograban renovar su ropero varias veces al año y a él
le daba la oportunidad de hacer lo mismo, porque de tanto
usarlas y no
poder lavarlas, se sumaba el estrecho
contacto con sus regalones y más de alguna pulguita intrusa se introducía en
sus interiores. Pero ese no era más que un detalle, no tenía importancia.
Esta noche, se sentía contento,
después de pasar un susto de proporciones. Esa mañana sintió que el mundo
giraba sin parar, tanto fue que si no hubiese sido por el carrito, habría ido a
parar al suelo. Este fue un regalo de Joselito, un compañero de “hotel”, que a
su vez lo había recibido de otra persona. Este carrito era como la concha del
caracol, el transporte ideal para llevar todos sus enseres, ahí cabía su
colchón enrollado, sus frazadas y toda su ropa que usaría cuando las que
llevaba puestas estuvieran demasiado usadas. El mareo le produjo un susto feroz
que no supo a qué atribuirlo, no tenía dentro de sus costumbres, ir a la
emergencia de algún hospital. Pensaba que si tenía que partir a mejor vida, lo
ideal sería que fuera durante el sueño. Por esta razón se cuidaba mucho y este
día trató de no hacer mucho ejercicio y temprano preparó su cama y sus mascotas
pronto lo acompañaron con sus lengüetazos de cariño y su calor perruno.
Mientras esperaba el sueño, con los ojos cerrados, pasó revista a su vida anterior.
Aunque no era muy adicto a mirar hacia atrás, ni hacia adelante, más que lo
necesario. Pero esta vez lo hizo.
Recordó a sus padres y la regia casa
en que llegó al mundo. Sin embargo, él sabía que el papá Dios no le había dado
una cabeza para pensar, algo escuchó en cierta oportunidad cuando lo llevaron
al doctor por un control rutinario: “Autismo”, le quedó sonando esa palabra y
un día que estaba dispuesto a conversar más de lo acostumbrado se lo preguntó a
su mamá. Ella le dijo que era un problemita con que nacían algunos niños, pero carecía
de importancia, por eso él no iba al mismo colegio de sus hermanos y le costaba
aprender algunas cosas. Esa fue la explicación con que se conformó sin ahondar
en más preguntas.
Fue pasando el
tiempo y sus padres se hicieron ancianos y él siempre estuvo a su lado
auxiliándolos en todo lo que fuera posible. Sus hermanos ya habían formado su
propio hogar
y contaba con varios sobrinos, con quien podía
jugar cuando llegaban de visita. En cuanto
a él nunca se le ocurrió formar pareja, ni menos casarse, porque su mamá le
explicó que cuando jovencito le hicieron una operación para que su vida fuera
tranquila, sin los problemas que llegaban a contar los hermanos a sus padres,
cuando estaban compartiendo almuerzos u onces familiares.
Siempre las respuestas de mamá
fueron suficientes para saber sobre cualquier asunto, pero las que nunca
tuvieron respuesta fue cuando en un accidente, en la vieja camioneta que tenía
su papá, viajaba el matrimonio y un camión de carga se les vino encima. Así se
lo dijeron sus hermanos.
En un comienzo, sus tres hermanos,
uno mayor y dos menores que él, se comprometieron a conservar la casa y
mantener a su hermano con los dineros dejados por sus padres. Pero luego, estos
dineros misteriosamente se agotaron y debieron vender la casa y repartirse el
valor obtenido en tres partes, porque él quedaba sujeto a la voluntad de ellos.
Primero estuvo en una casa de pensión, bastante aceptable, buena comida, ropa
limpia y un dormitorio confortable donde podía tener todos los recuerdos de su
vida anterior.
Pasaron unos años y de pronto el
hermano a cargo debió mudarse al extranjero con su familia, y pronto la
obligación recayó en otro de sus hermanos, quien tenía seis hijos y una mujer
exigente. Entonces, las ayudas se acabaron y así sin que mediara ningún reclamo
de su parte, porque tampoco habría sabido cómo hacerlo, se encontró totalmente
solo. Es decir no tan solo, sino con la compañía de su primer regalón perruno.
Fue el primero, después le siguieron unos cuántos.
Cuando alguna de sus mascotas morían
de viejos, los envolvía en la mejor prenda que tuviera y lo iba a enterrar, lo
más profundo posible, en las riberas de un estero. Siempre encontraba algún
conocido que le prestaba una buena pala y para que el servicio fuera completo,
lo acompañaban algunos de sus amigos de cama y todos rezaban cuanta oración se
supieran para que el fiel compañero descansara en la gloria perruna.
Esa noche soñó muchos hechos
extraños, de pronto se encontró en un botadero de basura con una chaqueta de
cuero en sus manos, pensó que era nueva, salvo por unas perforaciones
sanguinolentas que tenía en la espalda, la tomó y la examinó determinando que
al difunto anterior no le importaría que él la usara, a lo mejor juntando unas
monedas podría pedirle al zapatero que le pusiera unos parches para disimular
los hoyos. Luego se la probó comprobando que le quedaba bastante bien, sin
embargo en la pretina elasticada había algo que pesaba más de la cuenta. Empezó
a revisarla con cuidado y descubrió un cierre disimulado entre las costuras y
¡Oh sorpresa!, toda la pretina de la chaqueta estaba rellena de billetes
americanos, “lechugas” según la jerga a la que estaba acostumbrado. ¡No lo podía
creer!, con todo ese dinero él sería rico y podría vivir como estaba
acostumbrado cuando estaban sus padres. Luego pensó qué ¿cómo iba a invertir
esos dineros?, lo más probable era que cuando se enteraran sus compañeros de
cama, se los quitarían y los perdería como amigos. Si iba a la oficina de un
abogado, por su aspecto y sus olores, no lo dejarían pasar ni al ascensor. ¿Cómo
se las arreglaría para comprar una casa? si apenas sabía leer y algo escribir.
A lo mejor, a donde se comprara una casa elegante, a sus fieles canes no se los
admitirían. ¿Qué hacer? Si preguntarle a un padrecito, a lo mejor le diría,
-Hijo mío, deja ese dinero en la alcancía para los pobres y para flores y velas
a los santos. ¡Pero si ese dinero se lo había encontrado él y nadie lo
reclamaría! Lo justo era que él lo gastara. ¿Pero cómo y en qué? Dadas sus
limitaciones, porque él sabía que las tenía, su
mamá se lo había
explicado cuando estuvo en edad de comprender. De tal manera, que si él tomara
esos dineros, sería un problema difícil de solucionar. ¡Pero tener en sus manos
tanto dinero era increíble! Y por lo demás él no era pobre porque tenía lo
necesario. De pronto tomó la chaqueta, volvió los dineros al lugar donde
estaban escondidos y con un impulso la tiró al medio del botadero.
Mas de pronto, sintió que detrás de
él estaban sus padres, acompañados de todos sus canes ya fallecidos. La alegría
era inmensa, haberlos encontrado y sentirse abrigado con su cariño, al igual
que sus queridas mascotas que circulaban en torno a ellos. Sin palabras,
caminaron y todos se perdieron, poco apoco, en una nube rosada.
Al día siguiente, Beto parecía estar
profundamente dormido, más allá de la hora habitual en que se levantaba. Pero él
ya no estaba, solamente quedaba un cuerpo tendido en un colchón de esponja,
cubierto con las frazadas, regalo de algún consumista de buen corazón, y sus
perros habían partido a buscar nuevos dueños que necesitaran de su calor.
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