1975:
un recuerdo personal
Lo cierto es que no puedo expresarme
con imparcialidad ni con frialdad: ocurre que admiro a Marco Denevi desde
siempre y sin límites.
Y, como me gusta narrar, voy a
empezar con un recuerdo personal.
Antes de cumplir los treinta años,
tuve la fortuna de que mi segundo libro de cuentos, Imperios y servidumbres (1972), fuera
publicado en Barcelona por la Editorial Seix Barral. En realidad, en aquella
época yo no sabía qué se debía hacer después de publicar un libro. Cierta
conjunción de retraimiento y de desdén me condujo a no hacer nada, a
—simplemente— esperar los acontecimientos, sin tener la menor idea, por otra
parte, sobre qué acontecimientos podrían ser aquéllos.
No sé cómo, en 1975, me atreví a
enviar por correo un ejemplar del libro, con una timidísima dedicatoria, a mi
idolatrado Marco Denevi. No muchos días más tarde recibí una carta hermosa
—ésta es la palabra adecuada— en la que el maestro me transmitía su opinión —no
siempre complaciente— sobre mis cuentos.
Como una carta suele traer otra, y
ésta una tercera, y así sucesivamente, llegó el día en que Denevi —con el que
jamás hablé por teléfono: sólo nos comunicábamos por carta— me invitaba a tomar
el té en la desaparecida confitería Saint James, que quedaba en la esquina de
Córdoba y Maipú.
Ese hombre mágico me trataba con
toda llaneza y sencillez, y me formulaba preguntas y se interesaba en la
poquita cosa que yo podría escribir.
Y allí estaba yo, mesa por medio,
con ese hombre de aspecto muy atildado, de traje tradicional, de camisa y
corbata. Ese hombre canoso, de estatura más bien escasa, de ojos algo hundidos
y de preclara inteligencia, se hallaba sentado frente a mí. Él tenía cincuenta
y cinco años; yo, veintidós menos.
No pude no pensar: “Parece un sueño.
Estoy conversando, muy suelto de cuerpo, con el maravilloso autor de Rosaura a las diez, con la persona que
inventó a Camilo Canegato, a David Réguel, a la señorita Eufrasia Morales… Éste
es el creador que tejió esa trama compleja y perfecta de la novela que yo leí y
releí tantas veces…, el mismo hombre que fraguó las inolvidables Falsificaciones, el que plasmó los
desopilantes Asesinos de los días de fiesta… Yo estoy
aquí, frente a él”.
Y ese hombre mágico me trataba con
toda llaneza y sencillez, y me formulaba preguntas y se interesaba en la
poquita cosa que yo podría escribir. Y contaba anécdotas y hacía bromas y se
reía con ganas.
Corriendo los años, seguí —de modo
más espaciado— intercambiando cartas con Denevi. Lo percibí como un hombre de
integridad total, un hombre de insobornable rectitud, un hombre que siempre
decía lo que quería decir.
Con el tiempo, y sin que hubiera
ninguna razón precisa, dejamos de estar en relación epistolar, pero mi devoción
por don Marco no sufrió desmedro alguno.
Por terceras personas, no ignoraba
que Denevi era una persona difícil, de carácter áspero. En la última parte de
su vida, rompiendo el contacto con el mundo exterior, se recluyó en su casa. Sé
que amigos que lo querían mucho y bien recibieron, de su parte, respuestas
duras e injustas.
Estas cosas ocurrían hacia el final
de su existencia. Pero… ¿cómo y cuándo surgió Marco Denevi?
Un
autor desconocido
Hacia fines de 1954 o principios de
1955, las autoridades de la antigua, venerable y, ¡ay!, ahora extinta Editorial
Guillermo Kraft, de Buenos Aires, convocaron, a sus oficinas de la calle
Reconquista 319, a cinco ilustres escritores argentinos: Fryda Schultz de
Mantovani, Rafael Alberto Arrieta, Roberto Fernando Giusti, Álvaro Melián
Lafinur y Manuel Mujica Láinez.
Aquella dama y estos cuatro
caballeros tendrían como misión integrar el jurado literario que otorgaría, a
quien mejor lo mereciese, el Premio Kraft 1955 para la Novela Argentina.
Concluida la labor de examinar los
méritos de ciento once obras, el jurado resolvió, por unanimidad y sin
hesitación ninguna, otorgar el primer premio del concurso a la novela titulada Rosaura
a las diez. Ésta mostraba tal madurez expresiva, tal perfección de
construcción, tal riqueza y variedad de lenguajes, tal exactitud y sabiduría en
su trama, que los miembros la imaginaron obra de algún colega ya consagrado.
Sin embargo, abierto el sobre que
revelaría la identidad del experto narrador, resultó que el nombre del autor de
Rosaura a las diez era absolutamente ignoto, nadie lo había oído
mencionar jamás y no había aparecido nunca ni siquiera al pie de un cuentecito
publicado en una revista literaria de aficionados.
Se trataba de un tal Marco Denevi.
Cuando se hizo presente, las personas de Kraft no se encontraron con un
arúspice barbado y extravagante, de pipa, melena y anteojos, disfrazado de
“intelectual”, sino con un hombre correcto, tímido y taciturno, de treinta y
cinco años de edad, que vestía como gris oficinista y que se desempeñaba como
funcionario en la asesoría letrada de una entidad bancaria.
Poco más tarde de recibir el Premio
Kraft, Denevi explicaría:
Rosaura a las diez es mi primer libro; su primer párrafo, mi primer párrafo;
la palabra con que comienza, mi estreno como (¿cómo decirlo?), como
“ejercitador de las letras” (la expresión es del apócrifo Mairena). La obra
nació, conforme lo quería Martí, de un acto de amor. Escribirla fue un quehacer
premioso, gozoso, doloroso, sin pausas. Y puro, porque entonces hallaba en sí
mismo toda su razón de ser, sin preocuparse por su ulterior destino. Apenas
terminado, su goce y su dolor se hicieron irrecuperables y de ambos no
sobrevivió sino una transvaloración de orden espiritual. Que tal es, cabalmente,
lo que le ocurre a todo auténtico acto de amor.
El
perfecto mecanismo de relojería
Según se sabe, Rosaura a las diez
es una novela estructurada en cinco partes. En cada una de ellas, distintos
narradores aportan diversas informaciones sobre los extrañísimos sucesos que
tienen como protagonista al inolvidable Camilo Canegato, uno de los personajes
—creo yo— física y psicológicamente mejor logrados de la literatura mundial.
La primera parte (declaración de la
señora Milagros) y la segunda (declaración de David Réguel) están en boca de
sendos narradores que, como testigos, relatan, con sus muy disímiles puntos de
vista, los sucesos ocurridos en la hospedería La Madrileña, especialmente en
los últimos seis meses (desde “aquella mañana en que el cartero trajo un sobre
rosa con un detestable perfume a violetas” dirigido a Camilo Canegato).
La parte III se titula “Conversación
con el asesino”; adopta la forma de un diálogo teatral puro, sin una sola
acotación, entre Camilo Canegato y el inspector Julián Baigorri.
En la parte IV, la risible señorita
solterona Eufrasia Morales acude espontáneamente a la policía para ofrecer su
propia versión de los hechos, y éstos aparecen bajo la forma del discurso
indirecto libre.
Cierra el libro la transcripción
literal de una carta inconclusa, carta que se trunca en el punto exacto en que
sus últimas palabras cierran mágicamente la novela, como un perfecto mecanismo
de relojería.
Rosaura me ha acompañado durante extensos lapsos de mi vida. Mi
primera lectura data del año 1958, cuando yo cursaba el tercer año del colegio
secundario.
El lector, después de haber
examinado los cinco “documentos” que el autor aportó absteniéndose del mínimo
comentario, ahora y sólo ahora (en las últimas líneas), se halla en posesión de
toda la información necesaria para saber qué había ocurrido realmente.
Pues bien, como he dedicado una
parte considerable de mi existencia a leer literatura y como yo mismo he
publicado muchos relatos y ensayos, puedo afirmar que no me considero un lector
ingenuo: hecha esta declaración, confieso mi entusiasmo ilimitado por los
méritos de Rosaura a las diez.
Ciertas obras, que me interesaron en
la primera lectura, no resistieron la segunda; en cambio, ¿cuántas veces he
podido releer, con inmenso placer, las peripecias de Rosaura?
Muchísimas, y siempre encuentro nuevos matices, nuevas sutilezas, detalles
antes inadvertidos.
Lo cierto es que Rosaura me
ha acompañado durante extensos lapsos de mi vida. Mi primera lectura data del
año 1958, cuando yo cursaba el tercer año del colegio secundario; muchas
posteriores correspondieron a mis décadas de profesor de literatura, al
continuar compartiendo la lectura con mis alumnos de la segunda enseñanza; y
otras adicionales pueden surgir en cualquier momento, cuando un deseo incontenible
me conduzca a recorrer la antigua edición de Kraft, que atesoro con la
dedicatoria y la firma del gran Marco.
Es verdad que la estructura
narrativa de Rosaura es ingeniosa y brillante. Pero, en realidad, este
pormenor —puramente técnico— reviste una importancia menor. El hechizo de la
novela estriba en que todo lo que se narra en ella resulta, todo
el tiempo y a lo largo de todo el libro, sencillamente fascinante.
Como en la vida misma, se alternan
los niveles de lengua y cada personaje habla exactamente como debe hablar; un
rasgo patético nos angustia y los enigmas nos intrigan; de pronto el mejor
humorismo nos hace reír sin escrúpulos; las sorpresas y las continuas vueltas
de tuerca nos recuerdan, una y otra vez, que la realidad puede tener (y, de
hecho, tiene) infinitos rostros, y que ninguna cosa es, en rigor, siempre lo
que parece ser.
Los
hermanos de Rosaura
Pero la obra de Denevi no termina en
Rosaura a las diez.
Vemos en sus narraciones
predilección por los personajes anacrónicos, los ámbitos cerrados, los
ambientes atemorizadores, el misterio que suele latir tras las apariencias
cotidianas.
Y hay un tema que aparece con una
forma y luego regresa, con otro aspecto algo distinto, una y otra vez. Y es el
tema de la sustitución de la personalidad. El motivo es central en Rosaura a
las diez.
Unos años más tarde, Denevi vuelve a
ganar un concurso literario importantísimo: el de la revista Life,
abierto a todos los escritores hispanoamericanos. Su novela —relativamente
breve— se titula Ceremonia secreta y se publica en 1961. Es
una narración con misterios, con alguna reminiscencia gótica de “The Fall of
the House of Usher”, de Poe, y con derivaciones policiales; todo esto, en el
habitual clima de verosimilitud psicológica y con el exacto final al modo de un
teorema. Tampoco aquí las cosas son lo que parecen ser, y hasta se confunden
los planos de la vida y de la muerte: una mujer, para todos fallecida,
permanece, sin embargo, viva en la mente de su hija.
En 1966 aparece otra novela breve, Un
pequeño café. Su insignificante héroe es una suerte de alter ego del
Camilo Canegato de Rosaura. Se llama, un poco ridículamente, Adalberto
Pascumo, y es tan tímido como aquél y, también como Camilo, su timidez lo
impulsa a mentir y a crearse su propio mundo ficticio. Una vez más, Adalberto
no es, para las demás personas, quien verdaderamente es.
En Los asesinos de los días de fiesta
(1972) asistimos a una impostura múltiple: seis extravagantes hermanos, de
extraños nombres, se hacen pasar por los únicos parientes de un difunto rico.
La mayor parte de la novela transcurre en un clima de maravilloso humorismo
que, casi imperceptiblemente, va ingresando en zonas de misterios y desemboca,
finalmente, en imprevista tragedia.
Denevi es también un maestro del
cuento corto y de las recreaciones literarias. Su libro Falsificaciones
(1966) constituye una fiesta de la imaginación, el ingenio y el buen gusto: en
estos textos breves arroja una insospechada e insólita luz sobre hechos
históricos o literarios que parecían definitivamente fijados. Y afirmo con
todas las letras que, si hubiera que calificar con un solo adjetivo el cuento
titulado “Una carta”, yo, sin vacilar, elegiría ¡Perfecto!
Hace poco releí el volumen Hierba del cielo (1973). Desde luego, ya no
soy la persona que fui durante la primera lectura, realizada hace tantos años.
Todo el libro es excelente, pero hubo tres cuentos que me dejaron casi
temblando de emoción estética, tres cuentos prácticamente perfectos: “Charlie”,
“Michel” y “Hierba del cielo”. No pude no decir: “¡Ojalá los hubiera escrito
yo..!”.
No es el objeto de esta nota revisar
toda la obra de Denevi. Su bibliografía es abundante y variada.
Datos
y magnitud
Su verdadero nombre era Marcos
Héctor Denevi; fue el menor de siete hermanos. Nació el 13 de mayo de 1920 en
Sáenz Peña, localidad de la provincia de Buenos Aires pegada a la ciudad del
mismo nombre. Sus padres fueron Valerio Denevi, italiano, y María Eugenia
Buschiazzo, argentina, hija de italianos.
Tengo la absoluta certeza de que,
junto con Borges y Cortázar, Denevi integra el triunvirato de los mejores
narradores argentinos del siglo XX.
Redactó en una sintaxis excelente,
tuvo vasta y profunda cultura, sabía latín, no ejerció la demagogia, no se
fingió un vate angustiado, careció de codicia y de ansias de notoriedad.
Desde aquel lejano 1975 pasaron
muchos años y no volví a encontrarme personalmente con Denevi. Pero continué,
claro que sí, frecuentando sus obras, por completo desobediente a la orden de
ignorarlo, ucase impartido por las despiadadas, inservibles, histriónicas,
mamarracheras, histéricas, quisquillosas, plúmbeas y lucrativas sectas que,
autoproclamadas “progresistas” y escribiendo a menudo en una sintaxis de
escuela primaria, monopolizan la literatura y rigen los medios “culturales” (o culturosos)
de la Argentina.
Sin embargo, yo tengo la absoluta
certeza de que, junto con Borges y Cortázar, Denevi integra el triunvirato de
los mejores narradores argentinos del siglo XX.
Falleció el 12 de diciembre de 1998
en Buenos Aires.
El libro misceláneo Salón de lectura (1974) incluye un poema —a
modo de profecía sobre sí mismo—, “Última voluntad”, donde confluyen la ironía,
el humor y la tristeza. Sus cuatro versos finales son dignos de toda
recordación:
Lego mis huesos a los castos lirios
y mi memoria a los desmemoriados.
En cuanto a mi salvación, es suficiente
la sacra ceremonia del silencio.
y mi memoria a los desmemoriados.
En cuanto a mi salvación, es suficiente
la sacra ceremonia del silencio.
Mi
gratitud final
Ocurre que yo no puedo hablar con la
presunta “profesionalidad” del crítico que “trabaja” de crítico, esa persona
que, acaso odiando la literatura, tiene la desdichada obligación de escribir
algún ensayo sobre algún tema cualquiera para cumplir con cierto requisito
universitario o periodístico, o, acaso, para congraciarse con tal o cual sector
político o económico.
No: éste no es mi caso. Yo soy un
lector que se deja llevar exclusivamente por el placer de la lectura. En tal
sentido, me encanta que me cuenten historias interesantes (en el mejor
sentido de la palabra), historias donde haya misterios o enigmas, y que yo
pueda creer en esos misterios y desee descifrarlos.
Y, cuando esos misterios están
relatados según los más estrictos recursos de la verosimilitud, con la máxima
riqueza de detalles, con los personajes que manejan el lenguaje adecuado a su
situación social; cuando reclaman nuestro interés tantas ideas inteligentes;
cuando, aquí y allá, se asoman las magníficas gracias de su autor; cuando la
prosa, salpicada de travesuras de toda índole, corre, fluida y límpida, por
esas historias atrapantes…, bueno, ¿qué otra cosa mejor puede pretender un
lector como yo, un lector que ama la literatura?
Sólo puedo sentir admiración y
gratitud. Y esos son mis sentimientos hacia Marco Denevi.1
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