LA BEJA FLORINDA
Había una vez una abeja que volaba muy contenta entre los
árboles de un bosque bañado por el sol.
Se posaba en cada flor que veía, alargaba su trompita y
recogía el rico néctar.
Pasado un tiempo vio brillar desde su altura el agua de un
lago. Y como tenía mucha sed, bajó rápidamente a beber. Tan rápida bajó, que
cayó en el agua y empezó a hundirse.
—¡Socorro, ayuda, que me ahogo!
Pero por más que gritaba la pobre abeja, nadie la escuchaba.
Entonces se puso a mover las alas para salir volando, pero
las tenía empapadas.
—¿Qué hago ahora…? —se preguntó muy angustiada.
Intentó nadar con las patitas para llegar a la orilla, pero
vio que estaba demasiado lejos de ella.
—Me estoy helando de frío, y si no salgo pronto me comerá un
pez, una rana o un pájaro —decía llena de miedo—. No veré más a mis hermanas ni
a mi madre — y se echó a llorar.
De pronto oyó unos pasos sobre la hierba de la orilla,
levantó su cabecita y vio a una niña que se acercaba.
—¡Por favor, por favor, ayuda, ayuda! —le gritó la abeja con
todas sus fuerzas.
La niña, que entendía el habla de los animales, oyó la voz
desesperada de la pobre abeja.
—¿Cómo quieres que te ayude? —le preguntó.
—¿No ves que estoy en el agua y no puedo salir? —le respondió
la abeja.
—Ah, perdona —le contestó la niña—. Creí que te estabas
bañando.
Una nube se puso delante del sol.
—Por favor, tengo mucho frío. Sácame pronto de aquí.
—¿Y si me picas? Las abejas tenéis un aguijón muy peligroso.
—¿Cómo te voy a picar si me salvas? Las abejas somos buenas,
sólo picamos para defendernos —dijo ya casi sin fuerzas.
Entonces la niña vio una caña que había junto a la orilla, la
cogió y la acercó a la abeja, que rápidamente subió con sus patitas y se sintió
feliz.
—¡Qué bien! ¡Qué contenta estoy! —gritó la abeja al verse
libre del agua fría. La niña colocó la caña en el suelo y la abeja bajó
enseguida a tierra.
—¡Gracias, gracias!
El sol apartó la nube y calentó con sus rayos su cuerpecito
aterido.
La niña vio que la abeja se
esforzaba por quitarse con sus pequeñas patas las gotitas de agua que seguían
pegadas a sus alas y a su cuerpo.
—Si no me seco las alas no podré volar, ¿sabes?
—Claro —le contestó sonriendo la niña.
—Te agradezco mucho que me hayas sacado del agua —añadió la
abeja con su carita muy feliz—. Eres mi salvadora. Y… por cierto, ¿cómo te
llamas?
La niña le contó que se llamaba Sofía y que tenía 8 años.
—Sofía, ¡qué nombre tan bonito!
—Y tú ¿cómo te llamas?
—Las abejas no tenemos nombre.
—Ah, ¿no? Bueno, pues… yo te voy a poner uno —le dijo la
niña—. Verás. Como vuelas siempre entre las flores, te puedes llamar… Florinda.
¿Te gusta el nombre?
—¿Florinda? ¡Oh, sí! Me encanta ese nombre.
Entonces Sofía advirtió que la abeja comenzaba a mover las
alas y a elevarse del suelo.
—¡Mira, mira, Sofía, ya estoy casi seca, ya puedo volar! ¡Qué
alegría!
La niña vio muy contenta también cómo subía y bajaba
fácilmente en el aire.
—Me tengo que ir volando a mi casa —le avisó la abeja.
—¿Por qué? —le preguntó Sofía.
—Porque mi madre debe estar muy preocupada por mí.
—¿Pero entonces no te veré más? —le preguntó triste la niña.
Florinda le contestó que ella iba al bosque de vez en cuando,
y que si se acercaba por allí se podrían ver y charlar un rato.
—Bueno, vale —dijo resignada Sofía.
—Aunque —le habló la abeja—, ¿por qué no te vienes conmigo
ahora y conoces mi casa?
—¿Tu casa?
La abeja le contó que era una colmena que estaba en la falda
de una colina que ambas veían no lejos de allí.
—Es donde nosotras elaboramos un alimento muy rico, la miel.
—Bueno, pero no me puedo entretener mucho —le respondió
Sofía—. También me espera mi mamá.
—Vale. Llegaremos enseguida. Ya verás —le dijo animadamente
Florinda.
Entonces, guiada por la abeja y su zumbido, Sofía subió por
la ladera hasta que su amiga se detuvo delante de un grueso árbol.
—Ya hemos llegado —le anunció Florinda sin dejar de volar—.
Ahí, en ese hueco del tronco tengo mi casa.
La niña veía muchas abejas entrar y salir del árbol, pero le
dijo que se le hacía tarde y se tenía que marchar.
—Espera solo un momento —le
pidió Florinda y entró en el árbol.
La niña se entretuvo observando a las abejas que volaban sin
descanso para llevar alimento a la colmena. De pronto vio que por el hueco del
árbol salía un grupo de abejas que llevaban algo en sus patitas y Florinda iba
al frente de ellas.
—Sofía, Sofía, mira, te traemos un trozo de panal lleno de
miel. Te va a encantar. Pon la mano.
La niña le hizo caso y las abejas depositaron sobre la palma
de su mano el riquísimo regalo.
—¡Gracias, Florinda! —clamó Sofía fijándose en el panal.
—De nada, Sofía. Mi madre, la reina, me lo ha entregado y me
ha dicho que te dé las gracias por salvarme la vida en el lago. Adiós, tenemos
que trabajar.
—Adiós, Florinda, nos veremos otro día.
La niña regresó a su casa. En el camino notó que tenía hambre
y comió con gusto la miel del panal.
Todas las tardes Sofía daba una vuelta por el bosque y cuando
veía a su amiga volar la saludaba a voces:
—¡Hola, Florinda, hola!
La abeja bajaba y se posaba en la mano abierta de la niña.
—Hola Sofía, qué bien que nos volvamos a ver.
—Desde luego.
Las dos charlaban animadamente de sus cosas en medio del
bosque a la sombra de una hermosa encina y luego se despedían hasta otra
ocasión.
Pero sucedió que una tarde la niña no apareció por el bosque.
Al día siguiente tampoco, y así durante una semana. La abeja pensó que su amiga
Sofía se había olvidado de ella y se sintió muy apenada. Pero entonces pasaron
cerca de Florinda unos vecinos del pueblo a los que oyó decir:
—La pobre está muy enferma.
A Florinda le dio un vuelco el corazón temiendo que fuera
Sofía la que estuviera enferma.
«Tengo que buscarla, pero ¿en qué parte del pueblo vivirá?»,
se decía Florinda. No se le ocurrió otra cosa que volar casa por casa, hasta
que al cabo de un tiempo vio a su amiga a través de una ventana. Estaba
llorando.
—¡Sofía, Sofía! —le gritó—. ¿Qué te pasa?
La niña giró su cabeza, sintió mucha alegría al ver a su
amiga que volaba tras el cristal de la ventana y salió.
— Mi pobre madre está muy malita —le dijo la niña entre
sollozos— y no se puede curar.
—¿Tu madre, enferma? ¿Qué le pasa?
—Los médicos le han dado las
mejores medicinas, pero nada han conseguido.
—¿Medicinas? —le preguntó Florinda—. Espérame y verás.
La niña vio que la abeja salía volando rápidamente sin
despedirse.
«¿A dónde habrá ido»? —se preguntaba?
Florinda llegó a la colmena. Entró en el árbol y fue a hablar
con su madre, la abeja Reina.
Sofía, mientras tanto, esperaba a su amiga dentro de su casa
sin imaginar por qué había desaparecido tan de prisa.
Al poco tiempo la niña escuchó un zumbido de alas y vio en el
aire a cinco abejas conducidas por Florinda.
Les abrió la puerta y entraron en la casa. Al momento
pusieron en la mesa del salón un paquetito hecho con hojas que llevaban entre
sus patas.
Sofía las miraba muy asombrada.
—¿Qué es esto?
—La mejor medicina que existe —le respondió Florinda—: jalea
real, alimento de reinas. Dásela a tu madre. Verás cómo con esto se cura. Media
cucharadita cada cuatro horas, ¿vale?
Sofía abría los ojos muy sorprendida.
Las abejas, sin esperar más, regresaron con Florinda a su
trabajo.
La niña desplegó las hojas que envolvían tan misterioso
alimento, y vio una especie de crema de color marfil que olía muy bien.
Entonces le hizo caso a su amiga la abeja y comenzó a darle a
su madre enferma una cucharadita de la medicina que le había traído.
Al día siguiente Sofía vio que su madre seguía igual de
enferma y se puso muy triste pensando que no se iba a curar. Pero al llegar la
tarde notó que la cara blanca de su madre empezaba a tener color. Poco a poco
se fue animando. Incluso la vio sonreír después de mucho tiempo. Luego pidió
algo de comer. Hasta que, pasados unos días, la madre se levantó de la cama muy
contenta.
—¡Estoy curada, hija mía, estoy curada!
Sofía saltaba de alegría al ver a su mamá sana y feliz como
había sido siempre.
Entonces la niña pensó ir enseguida a ver a su amiga Florinda
para darle la gran noticia. La madre quiso ir también con ella a agradecerle su
curación. Al llegar las dos al árbol, Florinda salía en ese momento del hueco.
Vio a su amiga con la madre curada y se puso a dar vuelos de alegría.
—¡Qué bien! ¿La jalea real que te di la ha curado?
—Sí, Florinda. Gracias, muchas gracias, estoy muy feliz —le
respondió la amiga.
La madre escuchaba hablar a su hija, pero no entendía el
lenguaje de las abejas como Sofía.
—Yo también tengo madre —le
explicó la abeja— y sentí mucha pena cuando te vi llorar. Por eso le pedí a la
mía que te diera un poco de su alimento tan especial. Mi madre me lo dio
enseguida, pues sabía, además, que tú me salvaste de morir ahogada.
—Bien. Pues dile que mi madre está muy agradecida por haberla
curado.
—Se lo diré, claro que sí.
Sofía se despidió y volvió a casa con su madre. Las dos se
alimentaban diariamente con ese alimento tan rico, la miel, que elaboraban las
abejas.
La niña iba al bosque cada vez que podía y hablaba un rato
con su pequeña amiga, la abeja Florinda.
—Cómo está tu madre, Sofía?
—Muy bien. Completamente curada.
—Me alegro mucho —dijo Florinda frotando sus patitas
delanteras como si aplaudiera.
—A ella y a mí nos encanta la miel.
—¡Eso es estupendo! —exclamó la abeja.
Cuando fueron a despedirse, la abeja se fijó en la cara de su
amiga y le dijo:
—Nunca me olvidaré de ti, Sofía, que me salvaste de morir
ahogada.
—Ni yo de ti, Florinda, que me diste el alimento que curó a
mi madre.
Y las dos
comprendieron que los amigos se ayudan y se quieren siempre y que la verdadera
amistad es como un tesoro que dura toda la vida.
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