Solitarios entre multitudes
Conocí a Anzo Miyasato en la facultad, tendría unos
20 años y me llamó la atención porque siempre estaba solo, como ensimismado.
Hablaba casi únicamente cuando se dirigían a él de manera directa. Los demás lo
catalogaban de japonés raro, de “traga”, porque era buen estudiante y tenía
excelentes calificaciones. En una ocasión pidieron que formáramos grupos de
tres, y resultó que en el mío sobraba alguien, les dije a mis compañeros
habituales que no había problema, que yo
buscaría otro. Como Anzo seguía solo me acerqué y le pregunté si estudiaría
conmigo. Aceptó y acordamos juntarnos al día siguiente en un café cercano.
El lugar era muy ruidoso, cosa que a las claras le
molestaba y en verdad dificultaba mucho la concentración. Después de algunos
minutos de levantar la voz para escucharnos, preguntó si iría a estudiar a su
departamento, que quedaba cerca, ahí a la vuelta. Parecía buena idea, así que nos
fuimos. Levantamos nuestras cosas y respiramos aliviados cuando ya solo
escuchamos los rumores de la calle. Subimos dos pisos por escalera y abrió la
puerta. Era un monoambiente con una gran ventana, cama, mesa y una sola silla…
Acercó la mesa a la cama, se sentó en ella, me ofreció la silla y empezamos.
Después de una hora habíamos avanzado bastante, nos complementábamos bien. No
habíamos cruzado una sola palabra que no tuviera que ver con el trabajo para la
facultad cuando me fui. Salí pensando que esa habitación no se parecía en nada
a la de los estudiantes occidentales, siempre desordenadas y repletas de
pósters y fotos familiares. Eso sí, habíamos aprovechado bien las horas y
estaba segura de que a ese ritmo mi examen de inglés resultaría todo un éxito.
Seguimos estudiando juntos hasta terminar el
trimestre. Durante ese tiempo lo había observado bastante, era delgado, cabello
muy negro lacio y bien peinado y frente ancha. El hecho de que fuera
absolutamente diferente de los hombres que conocía, poco predecible y hasta
unos años menor que yo, resultaba muy atractivo. Cuando empecé a soñar con él
en reiteradas ocasiones busqué alguna otra explicación, entonces descubrí que
la ausencia absoluta de galanteo tenía un efecto tremendamente seductor.
Habíamos completado el programa de estudios y
practicado todos los ejercicios, ya no quedaba excusa para seguir reuniéndonos
y el examen sería en pocos días. Pero era evidente que no queríamos separarnos,
ambos habíamos buscado excusas para releer cosas que ya sabíamos. Se hizo más
tarde que de costumbre, recién cuando nos invadió la penumbra notamos que ya había
oscurecido.
Por primera vez, en lugar de juntar mis cosas y
dirigirme hacia la puerta me senté en la cama, a su lado… Hubo muchas caricias,
suaves e intensas a la vez, y pocas palabras… En realidad hubieran sobrado.
Toda esa sensualidad contenida que no se reflejaba en gestos ni actitudes en el
trato diario, se transformaba en pasión arrolladora durante la noche. Me dormí
feliz, pero cuando desperté descubrí asombrada que él ya estaba vestido, había
recuperado sus ademanes medidos y volvía a retraerse. Lo acepté, durante
algunos meses seguimos con esa relación, y si bien nunca me quedaba dos noches
seguidas, durante las madrugadas solíamos conversar bastante. Nos contábamos
cosas de la vida, alegres, tristes y hasta insignificantes. Su personalidad me
fascinaba, me sentía muy cómoda a su lado.
En una ocasión leí una noticia asombrosa. Trataba
de un tal Anzo Miyasato, de unos 67 años, que había pasado 46 días a la deriva
alimentándose de agua de lluvia y peces. Intrigada, esperé ansiosa el momento
del encuentro para contarle. Entonces me enteré de que era su tío, hermano de
su padre, y que a él le habían puesto el mismo nombre en su honor. Me relató la
historia con muchos detalles.
También me habló de Shoichi Yoko, un soldado que
permaneció 28 años solo, oculto en una isla, en la selva, porque no se enteró
de que había terminado la Segunda Guerra Mundial y no quería caer prisionero
porque eso significaría una “vergüenza” para su familia. Estaba preparado para
perder la vida a manos del enemigo, pero no para la deshonra que implicaba una
rendición. Hablaba en voz baja, con tono pausado. Era notoria su emoción,
mezcla de mucha pena y algo de admiración cuando describía ese destino casi
absurdo que había significado tantos años de soledad y sufrimientos.
Descubrí que le apasionaba la historia de su
pueblo, y que además disfrutaba al relatarla, siempre asociando lo cultural y
su influencia sobre las actitudes personales. Decía que el deber, el honor y la
obligación eran inherentes a la vida de la gente de su país. Solo levantó el
tono y la intensidad del relato al afirmar con énfasis que eso muchas veces se
convertía en una presión casi insoportable…
Así, yendo de lo general a lo personal, aprendí a
conocerlo mucho más y a aceptar sus particularidades. Fue una época muy linda y
muy intensa, siempre con los sentimientos a flor de piel y ejercitando la
delicadeza y el respeto al otro, algo imprescindible para estar a su lado y un
aprendizaje que atesoré para siempre.
Con el paso del tiempo me invadió una sensación que
no podía describir pero que se parecía mucho a la angustia. No había motivos,
excepto quizás que nunca hablábamos del futuro. Es posible que no lo intentara
porque tenía la intuición de que esa relación tarde o temprano terminaría.
Supongo que él lo percibió, si fue así, no me lo dijo, pero al tiempo volvió a
Japón porque había finalizado su beca. La despedida fue dolorosa, ambos
sabíamos que era muy difícil que nos volviéramos a ver, aunque en los hechos
nos dijéramos hasta pronto. Después, cada cual siguió su camino.
No supe de él desde entonces. Eso sí, nunca dejé de
leer las noticias sobre Japón. Ahora, en medio del aislamiento social, cada
tanto busco informarme sobre cómo transcurre la pandemia en otros países. Me
llamó la atención un reportaje que le hicieron a un “experto en aislamiento”,
eso decía el título de la nota.
Respondía Anzo Miyasato, un integrante de los
Home-Office Hikikomori, como se denominaba en forma casi despectiva a los
“retirados de la vida social”, que allí son más de un millón de personas. Él contestaba en nombre de los que no salen
de sus habitaciones por semanas, meses, y en ocasiones hasta años. Un tanto
incrédula, pensando que quizá se tratara de otro pariente con el mismo nombre, busqué
una fotografía que ilustrara la nota. La que encontré era bastante borrosa y
estaba en un costado, casi al final de la página. A pesar de eso pude reconocerlo. Es inconfundible esa frente ancha, quizás
ahora un poco más por el paso del tiempo. A las preguntas del reportero sobre
cómo llegó a convertirse en un Hikikomori, responde que solo intentó vivir su
propia vida porque ya no soportaba más exigencias ni presiones, que en algún
momento simplemente se quedó a solas con su computadora en una pieza. No lo
eligió de manera consciente, fue solo el resultado de algo. Afirma que la época
más difícil para él ya pasó. Ahora sale a hacer las compras una vez por semana,
el resto del tiempo duerme, trabaja, lee y se comunica con algunas personas.
Ocasionalmente da conferencias, pero nunca se impone plazos. Cuando le piden
que cuente cómo hace para quedarse tanto tiempo en su habitación responde que
es simple, que solo hay que quedarse.
Por esas ironías del destino la auto-reclusión, ese
estilo de vida de quienes durante dos décadas fueron considerados desde
psicópatas hasta un peligro para la sociedad, ahora, en épocas de coronavirus, se
transformó en el mandato del presente.
Miro por la ventana totalmente abstraída en mis
pensamientos y de pronto recuerdo que en lo poco que se podía ver en la foto de
esa despintada, vieja y oscura habitación de Anyo, no había ni siquiera una
ventana, solo el reflejo de la luz de una pantalla iluminaba sus pálidos
rasgos. Un escalofrío me vuelve a la realidad. Decido prepararme un té y llamar
a una amiga, necesito compartir esto, para mí sola es demasiado.
5 comentarios:
Una historia atrapante. Disfruté su lectura. Felicitaciones, Renata.
Que hermosa forma de captar la esencia japonesa. Me atrapó la historia.
Me gustó mucho lo que escribiste!!!
Hermosa historia
Excelente relato, con agridulces sensaciones y cierto aroma zen.
¡Felicitaciones!
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