El abrazo
Egeo había crecido con los códigos de la familia griega. Un padre
rígido, una madre complaciente en la apariencia pero que le hacía creer al
pobre don Macario que él era el comandante del hogar, cuando en realidad era un
sencillo colaborador, que le acercaba todas las ganancias de su trabajo. Un
hermano mayor rígido, con conceptos tan estrictos que a veces hasta le daba
miedo.
Egeo creció, estudió como pudo y lo único que lo salvaba era su
creatividad y su embelesamiento por las mujeres sin importancia de edades.
Siguió con una casa de ventas de dulces y tés y masitas griegas que había heredado de su
padre, con horarios desvencijados que hacía que mientras otros ganaban espacio
en el ramo, él empezara a endeudarse mientras el amor lo embelesaba por etapas.
Ya de una mujer entrada en años, ya de una jovencita glotona hasta que pareció
asentarse con una muchacha de su edad que dio nacimiento a su hijo. Fueron años
de amor y desasosiego. Cornelia Primera, su mujer, que llevaba ese nombre
haciendo honor como buena descendiente de griegos a la familia de origen, allá
lejos, lo notaba muchas veces errante, comprobaba que desaparecía del negocio
para distraerse sin importarle en absoluto la suerte que aquél corría.
Llegó el aburrimiento, el cansancio, la separación de las dos
partes y finalmente el desalojo de la unión.
Y quedó solo. Es decir, rodeado de algunos que decían ser sus amigos,
que le golpeaban el hombro y le comentaban qué suerte te la sacaste de encima,
ojalá yo pudiera. Compartir las salidas con los hombres todas las noches
humedecidas por el wisky, prostitutas y juego fue la nueva etapa, estimulada
por los que andaban en la vida a los empujones como él. La mala bohemia arrasó su cuerpo y sus ideas.
Y allí aumentó el desenfreno en que no llegaba a distinguir en sus
noches de pocker y vino, la figura de un
hombre o de una mujer.
Y
cierta tarde, sentado en la mesa de una confitería en tanto saboreaba su tercer
wisky, observó a una joven estilo Rodin, sentada frente a él, que escuchaba
cómo era criticada por una viejas señoras que tenía a su derecha. Siguió con
ese estado de perro cansino acumulando su atención y vio cómo aquélla se
levantaba hasta el baño contoneándose unas nalgas demasiado desarrolladas y
movedizas y revoloteando la cabeza al mismo tiempo que le estampaba una mirada.
Esperó tranquilo, escuchando los susurros de las entradas en años
que posiblemente nunca se permitieron ese movimiento ni las miradas
provocativas, quizás un tanto excesivas pero naturales y cuando regresó fijándole
los ojos, deslumbrado estalló en aplausos y se sentó a su mesa.
De allí, empezó un nueva historia que no podía creerla pero su
pensamiento griego lo aventuraba. Sus 60 años contra los 20 de ella no lo
atemorizaron. Después de todo, había que renovarse. Sacarse el fantasma de la
vejez y de los malos pensamientos con alguien de la que lo separaban dos
generaciones. Sus colmillos vampirescos asomaban entre sus gruesos labios, a
través de una feliz sonrisa .
. Un amor extraño para otros, radiante y engolosinado para él con
el que hacía ostentación de su poder amoroso presentaba la visión de un hombre
añoso unido a un simple brote.
Pasaron dos años. Todo
parecía haber vuelto a su lugar. Albricias y Egeo aparecían como una pareja
enamorada cuando anunciaron su primer hijo. Los dos ostentaban con alegría la noticia
que era compartida por los otros, con cierta admiración.
Cierta tarde, su amigo llegó al local y subió las escaleras caracol
que lo llevaban al escritorio de Egeo porque tenía ganas de darle un abrazo por
el notición. Él no estaba pero le
escribió una nota, de pocas palabras y mucha emoción. Bajó corriendo las mismas escaleras y de un
salto se evaporó del lugar, saludando con un movimiento de mano a los empleados
del local. La alegría recibida apuraba el ritmo de su corazón.
Llegó a su estudio. Encerrado en él, sonrió a solas. Pero, en un
segundo se abrió la puerta para su asombro y dio paso a Egeo que abriendo los
brazos lo estrechó con fuerza.
Marcial palmeó su espalda
balbuceando emocionado con un vamos compañero,
mientras
entraban juntos en la novela de la
alegría que al pasar un tiempo los transformó en hombres invisibles en el
territorio del más allá.
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