EL ÚLTIMO
CANDADO
La pesada cortina metálica se debe bajar una vez más. Sin embargo, este día se
escribe la última línea del Libro de Ventas Diarias de mi negocio, que
fuera por largos años una actividad próspera, en la que mis padres y después
yo, hicimos gala de salud y vitalidad.
Soy Elías Abur, descendiente de palestinos. Mis padres llegaron muy
jóvenes de su país natal, en un pueblito perdido entre montañas, a fin de
mejorar su vida de pobres agricultores, sin posibilidades de cambiar. Con sólo
el dinero del pasaje, yo en proyecto y muchas ilusiones en su mente. Su
destino, una ciudad desconocida en el nuevo mundo. América, tierra de desafíos,
en el extremo que baña el Pacífico. Una mágica y angosta faja donde no
faltarían el agua y la comida. Punto de llegada para navegantes y extranjeros
en busca de mejores oportunidades. Chile, y más precisamente su puerto
principal, Valparaíso, fue nuestro destino.
Llegaron en un pequeño bergantín en el cual se amontonaban pasajeros de las más
diversas nacionalidades, con el mismo norte: Hacer suya la nueva tierra y dejar
atrás todas las dificultades y la pobreza. Para ello debían aprender su lengua,
adoptar sus costumbres. Trabajar mucho para dar mejor vida a los suyos.
Durante el viaje, del idioma algo aprendieron, el resto lo haría la necesidad.
Así, se instalaron en una pequeña pieza, que hacía de dormitorio, comedor y
cocina. Un pequeño patio compartido con otras familias, era el tendedero de la
ropa recién lavada y también el lugar de juego infantil para todos los vecinos.
Allí confraternizaba la pobreza, con la inocencia y la desbordante energía de
nuestra edad. Este fue mi entorno, en un cité del cerro Barón.
Sin embargo, a pesar de los pocos medios y la estrechez, había agua, mucha
agua; sobre todo en invierno. De los cerros bajaban ríos líquidos inundando el
plan de la ciudad. Audaces constructores improvisados levantaban sus casas como
palafitos y año tras año, más de alguna partía quebrada abajo, producto
de la lluvia.
Mis padres me contaron que el oficial civil que los inscribió en el
Registro de Inmigrantes era un hombre bastante mayor. Usaba gruesos
lentes y se le notaba cierta dificultad para escuchar. Por
ello, de nuestro apellido original Aburleme, sólo conservamos
Abur. O no lo entendió o le pareció más cómodo acortarlo. De tal manera que del
apellido de nuestros ancestros, el nuevo mundo nos concedió solamente una parte
como precio de una nueva vida.
Mientras duraba la espera mía, vendieron a los vecinos algunas prendas de
vestir en buen estado que traían en su equipaje. Con este producto,
compraron otras nuevas para volver a venderlas.
Con las mismas maletas del viaje, José, mi padre, empezó a subir a los cerros
para colocar su mercadería. Cobrando semanalmente a las caseras que lo
esperaban con ansias de poder surtirse y cancelar en cómodas cuotas. Desde ropa
interior hasta de cama, pasando por trajes, medias y calcetas.
Así, el capital y la familia fueron creciendo. Ya éramos cinco en casa,
habían llegado dos hijas más. El desafío era mayor, debían educarnos. Por ello,
acostumbrados a las empresas difíciles, arrendaron un viejo negocio del barrio
Puerto, cercano a la Plaza Echaurren. Se instalaron con la mucha
mercadería para dos maletas, pero poca para un local comercial. Para
disimular un buen stock, se consiguieron cajas en una zapatería de la
vecindad, las cuales forraron prolijamente para llenar las estanterías.
-Señora María, necesito un camisón de dormir, bastante amplio y en color
rosado.
-Caserita, mañana llega la nueva mercadería. Si usted lo deja separado,
yo se lo guardo para mañana, pues cuando llega algo nuevo se vende muy rápido.
-Conforme, le abonaré dos pesos y mejor vuelvo pasado mañana.
-Aquí se lo tendré sin falta.
-Que usted tenga buen día.
-Adiós, caserita.
Apenas la clienta desaparecía, mamá decía a mi viejo.
-José, anda de inmediato donde don René y le compras dos camisones rosados de
la talla más grande, pasado mañana vendrán a retirar uno de ellos.
Así moviéndose como conejos sin madriguera, el negocio fue creciendo,
aumentando mercaderías y capital. Cuando yo tuve edad para ayudar, me integré
tácitamente al negocio familiar y aunque era un adolescente me era más
entretenido contar billetes y monedas que descubrir secretos en los
textos de estudio. Por eso, apenas terminé la primera enseñanza ya era el brazo
derecho de mis padres.
El tiempo transcurre raudo, sin que nos demos cuenta. Mis padres ya se
advertían cansados, por ello dejé el colegio y me integré totalmente a la
actividad comercial. Decidido a levantar el negocio a toda costa y casar bien a
mis hermanas con algún paisano de buena situación. Fui a Santiago a comprar a
las fábricas al por mayor. Oferté precios y di un nuevo impulso al
modesto negocio que fuera en sus inicios.
Mis hermanas se casaron con buenos y prósperos hombres de la
colectividad. Ya contaba con varios sobrinos. Ellas y su familia llegaban
los domingos a la casa que yo compartía con mis padres. Los chicos decían venir
a visitar a los abuelos y al tío solterón, desbaratando el orden y la
tranquilidad hogareña de la semana.
Ahora ya vendía al por mayor y muchos de los productos los fabricaba por cuenta
propia. El esfuerzo familiar había rendido frutos. Del antiguo negocio
solamente quedaba el recuerdo, podíamos darnos la satisfacción de vivir en casa
propia y en un barrio de buen nivel. Mis padres tenían bastante edad
cuando fallecieron y entre uno y otro se llevaron muy poco tiempo.
Así, la casa solitaria se hacía inmensa los fines de semana, ya que de mi
vida sentimental no podía decir mucho. Las conquistas femeninas siempre fueron
eventuales y pasajeras. Mis afanes los había derivado solamente a
producir en la ahora gran empresa.
Sin embargo, el tiempo fluye como río hacia el mar, yo también había
envejecido, el cuerpo me lo recordaba a menudo. El pasado daba lugar al
presente y al progreso. La propiedad sería demolida para construir un
nuevo edificio habitacional, con locales más pequeños y modernos. Las
grandes tiendas habían dado condiciones de ventas, con las cuales mi
negocio no podía competir. La mayoría de los antiguos clientes habían derivado
hacia ellas.
Hoy, con cerrar el candado, viejo guardián de mis intereses, he terminado
de escribir la última página de una actividad que ha sido mi vida y la de
mis padres. Me arrebujo en el grueso abrigo, la noche está bastante fría. Creo
que esbozo una semisonrisa al hacerme la pregunta que a menudo ronda por
mi cabeza. - ¿Habré hecho bien al escoger este camino, o habré errado
miserablemente mi destino? ¡Señor!, dame una razón, pues yo no la
encuentro.
Camino con la mente llena de preguntas sin respuesta. De pronto, me doy
cuenta que voy acompañado por Berta, la cajera de siempre. Casi parte del
inventario del negocio que acabo de cerrar. Ha sido tanta la costumbre de verla
a diario que su presencia se me ha hecho casi invisible; hasta ahora. La
miro y ese rostro de mujer madura sonríe dándome la calidez del
afecto desinteresado. Tímidamente tomo su mano, como niño pequeño
en busca de protección. Necesito con urgencia sentir el calor de otros
dedos. La miro y ella aprieta mi mano.
Dos figuras de andar pausado se pierden por las desiertas calles de una ciudad
que empieza su sueño nocturno.
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