LA FAMILIA SALVALLANO
Un sinfín de
actividades requería su presencia en casa. La más primordial, la verdaderamente
trascendente, era alcanzar a convivir con su clan. Cada ausencia había sido
acompañada con un casi remordimiento por no girar al unísono con ese
conglomerado humano que el mismo había formado. Ese orden que el mismo había
establecido cojeaba en su base al faltar uno de sus elementos. Precisamente el
fundamento que andaba flotante fuera de su órbita como un corpúsculo libre
cualquiera recorriendo el espacio.
La sólida y
enérgica matrona dueña de casa, mientras tanto, había absorbido y cumplido
heroicamente la duplicidad estelar de madre padre. Pero los hijos, ya rebeldemente
adolescentes, necesitaban la mano firme del hombre de la casa. También ella -
¿Por qué no? – deseaba la compañía estable de un marido permanente y no esa especie
de marinero de tierra, siempre pronto a partir.
Cada parte era
aquello de reunir el rebaño. Por sus pasos ella reconocía al que entraba y,
desde su puesto en la cocina, gritaba:
-¿Eres tú
Re...? ¿o Jo? – por José o Renato.
-¿Eres tú
Guille? ¿Eres tú Ma? ¿Mino? ¿Eres tú
Salva? Para cerciorarse si iban llegando correctamente al marido o el pequeño Benjamín.
Pero pronto terminaría
ésto. Último viaje para Salvallano y que él aprovecharía para adquirir los
elementos que harían falta en el hogar en la vecina Navidad. Después de eso, la
vida sedentaria por siempre jamás.
Se encontraba
ya en la gran ciudad. Lejos, muy lejos de su hogareño rincón. Un día agitado.
Entrevistas cotizaciones, pedidos. Carreras bancarias, descuentos de letras, cheques
a sesenta días. Todo bajo un ritmo apresurado para terminar en el día y alcanzar
el último tren. Entretanto hacía un calor endiablado. Un pegajoso hedor de
ciudad acalorada en que el aire se ha detenido. En cada vehículo que pasa – y
pasan miles – Lanza oleadas calóricas. En que cada ruido amplifica las ondas
produciendo aún más calor – y los parlantes de las tiendas vociferaban a todo volumen.
Aglomeración, ajetreo, proximidad de fin de año, asfixiante, enervante y
agotante...
¡Ah! ¡Qué
añorar...! ¡Un poco de sombra, un poco de paz, un poco de verdor...! ¡Estar
tendido en la silla de playa bajo el fresco parrón...! ¡Una fresca limonada...!
¡Eso! ¡Un refresco! Eso hacía falta.
Compraría los
encargos y regalos y se iría a sentar a una fuente de soda frete a un helado y
espumoso schop. Fácil era decirlo, pero otras dos horas entró y salió de
sinnúmero de tiendas comprobando sorprendido que nada sacaba con examinar
primero las vitrinas, pues salía con un paquete de aquello que menos se le
había ocurrido adquirir. ¡Oh...! ¡Esas vendedoras con sus melifluas sonrisas...!
-¿Pañuelitos
señor? Bordados, primorosos, exquisitos. Con encajes. O quizá le agraden más
pintados a mano. Un perfume delicado. ¿Para la señora, verdad? ¿Esta loción
refrescante o este extracto francés? ¿Le agrada esta fragancia? – Y una gotita
en el velludo dorso de su mano la transmitía un embalsamador aroma a lavanda, jazmín,
a rosas.
-También
cosméticos, señor. Esta sombra para los ojos es fabulosa... ¿Y qué me dice de
este nuevo color para el cabello?
Y lo confundían
bajo un chaparrón amable de palabras sin darle posibilidad alguna de poder explicarles
cuan pocas probabilidades había de aplicar a su recia mujer toda esa gama de
misteriosos encantamientos. A ella que nada tenía, absolutamente nada de esfinge.
Además, faltaban los libros para los muchachos. La cultura ante todo. Ya estaba
adquirido lo esencial. El pequeño Mino tendría su armónica. Renato, su par de
anteojos para el sol. María, un anillo con una turquesa, y Guillermo, un mecano.
Una estupenda cacerola de acero inoxidable, que alguna vez la dueña de casa
mencionó como complemento indispensable en su batería. En fin. Ya estaba todo
comprado. Paquetes, paquetes y más paquetes. Miles de pesos menos en su
billetera, pero una ancha satisfacción de misión cumplida. Y ahora sí... Se proporcionaría
un verdadero baño de fresca cerveza en una pastelería de enfrente. Las mesas estaban
repletas y sólo podría, dificultosamente, arrimarse al mesón. Esos paquetes le
estorbaban. Al fin logró sentarse, secándose el sudor. Fue una gloria sumergirse
en el descanso, posar los pies, soltarse la corbata. Le quedaban aún un par de
horas antes de embarcarse. La camisa se le pegaba a la espalda y los pantalones
se le adherían a las nalgas. Se sentía hecho una sopa. Se pasó el pañuelo por
el cuello y entonces una sonrisa cayó sobre él. No una sonrisa sola. También unos
ojos y unas pestañas inmensas aterciopeladas, justo a su lado...
-¿Calor, no?
Una voz
tierna, femenina, insinuante...
-Tremendo – contestó
algo asustado de esa hermosura que le dirigía la palabra iniciando un diálogo
sin inhibiciones.
Receloso, dirigió
una mirada en un rápido recuento a sus múltiples paquetes apelotonados sin
orden ni concierto. ¿Una aventurera? No le parecía. Daba muestras de una finura
y amabilidad extraordinarias. Observó un traje blanco, de verano, adornado
solamente con un oscuro collar. En su mano, anillo de matrimonio. Saboreaba sin
prisa una copa de helados, aunque confidenció preferir café helado con crema batida.
Conversaba candorosamente, mientras él admiraba sus deslumbrantes albos dientes.
-Sí, claro,
es agradable escapar del tumulto cobijándose aquí, al amparo del aire
acondicionado.
Enhebró la
conversación acomodándose la corbata. Un comienzo sencillo, fácil, liviano, sin
complicaciones, al alero del anonimato. Se hizo traer un par de nuevas copas de
helado con galletas, extrañándose de no haber saboreado más a menudo tan
paradisíaco manjar. Miró el reloj y se sobresaltó al comprobar que llevaba
gastada ya una hora. La estación estaba distante y aún tenía que cargar con esa
balaumba de paquetes. Soñar con un taxi era hipotético en esos días.
-No se
preocupe – ella era gentil – Lo acompañaré un poco y le ayudo. También yo me
voy, pero vivo cerca.
Jamás Salvallano
se había sentido tan avergonzado de su transpirado traje y brillosa cara.
Además, esa condenada cacerola...No había donde meterla...Pero ella. ¡Qué mujer
comprensiva...!
Le había
parecido desde el primer instante un hombre de buenos sentimientos, hogareño y
querendón...Cuánto envidiaba ella su vida plácida y plena de comunicabilidad
familiar...En cambio, destinada por las circunstancias a sobrellevar una
soledad totalmente legalizada, por poseer un marido aviador...Llegaba, a veces,
por algunas horas y partía. Otras veces se detenía en el país sólo para
transbordarse a otro avión. Su vida era volar. Su afición, su gusto, su tema de
conversación era el aire, el espacio, las rutas aéreas. No encontraba asidero
al estar posado en tierra, encerrado, enjaulado en un departamento, lejos de
sus controles, motores, hélices. El zumbido aquel le hacía tanta falta como el oxígeno.
No tenían hijos y ella quedaba como una solitaria paloma...Salvallano estaba consternado.
¡Una joven y bella mujer sola...! ¡Y qué mala suerte! Encontrarla ya al fin de
sus viajes, cundo justamente se retiraba a su jubilación...! ¡Qué ironía del destino
ponerle delante esa alma huérfana de afecto, a él, que estaba en el otoño de su
vida! Y, mientras su razonamiento lo empujaba a despedirse sin buscar complicaciones
y tomar el tren, su corazón. ¡Ah! ¡El pícaro...! ¿Por qué tenía que aletear como
un jilguerillo en primavera? ¡Oh! ¿Por qué ahora, precisamente ahora? Gemía.
Encontrarla ahora. Tan cerca y tan lejos...Ella lo acompañó, algunas cuadras, y
le llevó los paquetes pequeños. También el de la dichosa cacerola, que ahora sí
que estorbaba de veras.
-Vivo en esos
departamentos – y le señaló una mole de veinte pisos con ventanas absolutamente
igual iguales -. Suba un rato, se va más tarde. Acompáñeme, le serviré algo y
charlaremos. ¿Cómo sabe si llegamos a ser buenos amigos? Así, cuando venga nuevamente
a la capital, yo lo esperaré.
-Argumentos
convincentes. ¿Cuándo jamás le caería del cielo una amistad igual? Pensó
deprimido. Y tan bella... ¿Por qué tendría él esta infeliz suerte. Suerte de
tener una estrella en la mano y que volvía a él sus espléndidos ojos y su andar
de reina y él era un pobre hombre atado con los sólidos e indisolubles anillos
del deber y la lealtad? ¿Por qué él no poseía la audacia del gavilán ni era un
Poseidón de cabellos azules?
Los minutos
transcurrían demasiado aprisa ahora que el debía despedirse. Ella insistió una
última vez.
-Serán tan tristes
estos días, que me sentiré aún más sola con el recuerdo de un buen amigo. Me
sentaré a escuchar música, ver televisión, aguardando al marido que me colmará
los oídos con cazabombarderos Phanton o Freedom, sus transportes Hércules o
Galaxia, sus helicópteros Seacobra, sus aviones de reconocimiento Orion o los
Bonanza o el Aero Commander...
Por última
vez contempló sus ojos de gacela temerosa.
-Volveré –
dijo simplemente.
Ella le dio
su nombre y dirección anotados en una hoja de libreta. El carillón de una
iglesia daba las seis. El cielo estaba transparente.
Esta vez el tren
tenía otro sonido. Los conductores eran atentos y cordiales. Algo le hacía
captar diferencias sutiles que le trocaban diferentemente feliz. No se molestó
cuando el Expreso quedó detenido media hora en una estación ni cuando un niño
que iba en brazos de su madre le derramó la
Coca Cola en sus pantalones.
Había
sucedido algo importante. Algo interesante en su vida. Algo para él solo. Algo
que por primera vez, no compartiría con su familia. Esta extraña circunstancia
lo dejó desconocidamente desasosegado. Nada había sucedido. Nadie era culpable
de nada y, sin embargo, se sentía con menos aplomo que el pequeño mino. Una
impaciencia le roía entero. No encontró el sabor de antaño en las Fiestas con
su gente. Se encontró vacío, con su pensamiento en otra parte...
Buscó y encontró
a los diez días, pretexto para organizar un nuevo viaje a l capital. A la gran
aventura. Con una impaciencia de los quince años, derramándose de adentro hacia
afuera. Como un calvario que ya llevaba diez días disimulando en su hogar. Apretándose
de angustia ante la eventualidad de que pudiese fracasar la magnífica gestión
que iba a emprender. Estaba en juego su propia liberación. Nunca, como ahora,
la rutina y el círculo familiar se le habían presentado oprimentes, asfixiantes
como una verdadera cautividad. Jamás se había percatado antes de ello. Captaba
que, en una ordenación de valores, su propio yo siempre había quedado afuera.
Faltaban sólo
unas horas...Con el pensamiento remitía mensajes: Espérame. No salgas. Voy a
llegar...El tren demoraba mucho. Demasiado...Exprimía los minutos, los
segundos, los latidos...
¡Había
llegado! Se arregló el atuendo. Su mejor vestuario para la ocasión. El cabello
recién cortado. Oloroso a colonia...Se dirigió al centro, a los edificios de
veinte pisos y buscó en su bolsillo...En ese no. En el otro. En el pantalón. En
la billetera...En la chequera...Un sudor le perló la frente...Algo como un
llanto callado quiso aflorar a sus pupilas y comprendió que jamás volvería a
encontrarla...El carillón daba las seis...El cielo estaba transparente...
No hay comentarios:
Publicar un comentario