Guillermo E. Pilía: sus
respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Guillermo Eduardo Pilía nació
el 29 de octubre de 1958 en La Plata, ciudad en la que reside, capital de la
provincia de Buenos Aires, la Argentina. Se graduó en Letras en la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional de La Plata.
Ejerce la docencia como profesor de lenguas clásicas y de teoría literaria. Es
director de la Cátedra Libre de Cultura Andaluza de la UNLP, director emérito
de la Cátedra Libre de Literatura Platense “Francisco López Merino” de la misma
Universidad, titular del Aula de Taurología “Ignacio Sánchez Mejías”,
vicepresidente del Consejo Argentino para las Relaciones con Andalucía,
Secretario de Asuntos Académicos del Instituto Iberoamericano de Estudios
Andalusíes, senescal de la Hermandad Literaria
Generación del 27 y Miembro de Número de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid. Entre las principales
distinciones obtenidas se encuentran el Primer Premio Provincial de Literatura
“Roberto Arlt”, 1989; el Primer Premio de Ensayo en el Certamen Nacional “60
Aniversario del Fallecimiento de Horacio Quiroga” de la Sociedad Mutual de
Empleados Públicos de Rosario, Santa Fe, 1997; el Premio publicación del
certamen “Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles de
Madrid, España, 1999; el Premio Al-Ándalus de la Federación de Asociaciones
Andaluzas de la República Argentina, La Plata, 2010;
el Premio a la Excelencia Literaria de la Unión Hispanomundial de
Escritores, Orlando, Estados Unidos, 2016. Toda su obra intelectual fue
declarada en 2010 de interés cultural por la Municipalidad de su ciudad natal.
En el género ensayo se editaron los volúmenes “La trascendencia en la espiritualidad hispana”, 1999; “Andalucía, tan lejana y cercana. Memorias
de los inmigrantes andaluces de la región de La Plata”, 2002; “Los castellanoleoneses de La Plata”,
2005; “Diccionario de escritores de la
provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”, 2010. Sus libros de
cuentos son “Viaje al país de las
Hespérides”, 2002; “Días de ocio en
el país de Niam”, 2006; “Tren de la mañana
a Talavera”, Madrid, 2009. Entre 1979 y 2012 se publicaron sus poemarios “Arsénico”, “Enésimo triunfo”, “Río
nuestro”, “Río nuestro / Cazadores
nocturnos”, “Huesos de la memoria”,
“Viento de lobos”, “Visitación a las islas”, “Caballo de Guernica”, “Ópera flamenca”, “Herido por el agua”, “Ojalá
que el tiempo tan sólo fuera lo que se ama” y “La pierna de Rimbaud”.
1 — Sitúo: naciste cuando Arturo
Frondizi cumplía unos seis meses de su presidencia de la Nación, después de una
dictadura.
GEP — Es así. Y en un barrio apartado de mi ciudad.
Viví hasta los catorce años con mis padres y con mi abuela paterna, que fue la
única de mis abuelos que conocí. De mis primeros años tengo sobre todo
recuerdos sensitivos: el aroma de la cal húmeda de las obras en construcción,
el perfume del alquitrán, del asfalto caliente que ascendía de las calles más
nuevas. A la tarde, el olor a mandarinas en invierno y a jazmines en verano; al
anochecer, los de la albahaca y la tierra húmeda de las
quintas. También conservo memoria de algunos sonidos: en las mañanas de convalecencia,
el rumor de las fábricas y oficios; por las noches, el del viento que hacía
oscilar el farol de la esquina con sus ráfagas, el silbato de los trenes que se
oía en el alba.
Tengo pocas reminiscencias, en
comparación, del sabor y del tacto: quizás mi infancia sólo haya sido el aire
cálido de enero y el sabor de las moras; también —por qué no— la desmemoria de
la muerte. A veces, en mi niñez, sin quererlo, en mis manos moría una
luciérnaga, mis dedos sucios de su última luz. Imágenes: llegaban otras
lluvias; y siempre de luto, mi abuela destendía contra el viento un velamen de
blanquísimas sábanas. Recuerdo mañanas de niebla —en verdad, los días más
hermosos nacían entre las nieblas de los suburbios—; y la mancha de tinta que
descubrí en el fondo de un cajón, el agua y la palabra siemprevivas. Recuerdo
mosquitos, Navidades, la bola de marfil de una sombrilla, mañanas de gracia prodigiosas.
Y también las tormentas de tierra, los pellejos de serpientes, ese tórrido
viento que traía, como plebeyas banderas, las babas del diablo. Eran muchos los
miedos que, por las noches, juntaban mis manos en oración.
Me estremecía la oscuridad; pero de la mano de mi madre —al anochecer y
siempre en el verano— dábamos un paseo por el parque rumoroso que estaba
enfrente de nuestra casa; y veía, desde un banco entre sombras, cómo se
desprendían de los árboles bandadas de murciélagos. Ahora tengo nítida esa
imagen; y, sin embargo, me fue necesario aguardar muchísimos años para
recuperar ese recuerdo. Había un deseo, en esos tiempos, de estar a media luz y
en soledad, en habitaciones que parecían fresquísimos claustros; anhelo de
noches de lectura y de oración, de las primeras lecturas escuchadas y el
balbuceo de las primeras plegarias. Mis abuelos muertos, de los que escuchaba
hablar y a los que conocía por fotos, llegaban entonces al conjuro de esas
palabras encendidas, a veces también en los silencios, en el olor de los ajos y
en el zumbar de mosquitos, en el humo del piretro que ardía su mágica brasa
sobre mi cómoda. Era una edad sin espacio ni tiempo, sin conciencia y sin relojes:
la edad sin fisuras en el muro del mundo.
Todavía hoy tengo el privilegio de
entrar todos los días a la casa en la que nací. La curva de la calle es la
misma, son los mismos el parque y los árboles, la luna que a veces asciende
tras las copas. Aún es esa casa en que viví —en esencia, en lo profundo— la misma
que fui lejos a buscar. Pero hoy ya no encuentro la vereda de ladrillos,
gastados por los zapatos y las muletas de los mendigos que entonces me
aterraban; ni el agua y su memoria rumorosa, ni los enjambres de insectos que
revoloteaban por las noches bajo el farol, ni aquellos perfumes de la tierra y
de la albahaca.
No eran los pasos de los mendigos el único misterio de aquellos años.
También misteriosa
—y en la memoria amarillenta— era asimismo la esfera del reloj de cocina que
velaba mi infancia. La tarde en que dejó de funcionar y pasó a ser mi juguete
hoy regresa como un ramalazo; y también vuelve la emoción de tocar ese disco
inalcanzable —sus agujas negras, la roja, enhebradas en un ojo común, y los
números que el niño que yo era no acertaba a entender—; la cuerda de un color
acerado y aceitoso; las ruedas y su olor a engranaje perfecto... Ese instante
ha quedado, como el reloj, detenido en esta endeble memoria. ¿Qué era lo que
buscaba yo en su carcaza de metal, si el tiempo para mí aún no existía?... Hoy
no sé si era entonces su máquina lo que más me conmovía, o su latido igual al
de mis sienes, al paso de aquellos mendigos de los que hablé, a todo lo que
llenó de mitos mi pasado, mi presente de palabras.
Es curioso, pero tuve que irme muy lejos para encontrar nuevamente todo aquello que un día tuve al
lado: no sólo esos misterios del tiempo y del destino, sino también otras
cosas: la goma negra de un gotero —pronto diré cuánto
representaron los remedios en mi infancia—, esos frascos que encerraban un líquido alcanforado
y azul, las ampollas resguardadas en cajas de madera; y el
vapor alcohólico en que hervían las jeringas y las agujas sobre un
mechero de la cocina, el patio sin baldosas antes de que se soltara la
tormenta... Y la imagen de las manos de mis mayores, que untaban todas
las noches con ajos y aceites el pan de la pobreza. Todo sigue estando allí de alguna forma, en esa casa que era y es —en
esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar.
El pasado vuelve en
cada instante de mi vida y extiende mi memoria al infinito. A veces,
el humilde, el simple olor de un fósforo de cera que se
enciende, ilumina mis días sepultados.
Era demasiado vasto ese mundo de la
infancia, aunque a simple vista hoy parezca un cúmulo de cosas insignificantes
y caóticas. Era mucho, y yo sólo alcancé a aprender apenas un manojo de
palabras para decir lo vasto del recuerdo: el olor del café que se molía tras
altos mostradores —y después el rito de guardarlo en grandes latas que aromaban
la noche—; y el día en que por azar descubrí, en un ropero oscuro, un vestido
floreado de mi madre —y en cada flor perduraba una siesta de verano sin
límites, la luz de las doce en la tela vaporosa. Acaso, cuando elegí —si es que
se elige— ser escritor, asumí en exclusividad el destino de pronunciar mi
entorno, de llamar con un nombre a cada cosa, a todo aquello que vive en
necesidad de palabras. En este cantar la ambigüedad de lo nacido, hoy descansa
mi alegría: en darle una palabra a lo que nunca suplicó tener voz. Porque sin
palabras —se ha dicho— no existe vida o muerte: sólo vértigo o miedo.
2 — Los remedios en tu infancia, adelantaste; por lo tanto, tu salud.
¿La vincularías con tu vocación literaria?
GEP
— Quizá se entienda un poco más el curso de mi vida y mi vocación de
escritor —si es que de ello merece que alguien se tome el trabajo— si digo que
tuve en mi infancia una salud quebradiza: sufría de asma, y muchas noches las
pasaba tosiendo; y mi piel, a la mañana, era del color de los mármoles viejos
—como las estatuas que aterran a los niños en los parques a oscuras—. De esas
noches en vela me han quedado —sobre todo— las fantasías que hilvanaba en mi
afán por dormir. Antes dije que hablaría de remedios. Pues bien: los nombres de
los que me daban han quedado en mis labios. He olvidado muchos nombres —de
personas, de lugares, de cosas—, jamás los de aquellos brebajes. El gusto de
los jarabes regresa a mi lengua después de tantos años, y todavía me provoca
—como entonces— un temblor espasmódico. No sé si ha quedado tan viva en mi
interior la enfermedad, como la angustia con que llegaba la hora de ingerir
esas bebidas melancólicas. Nombres malsanos, hoy esfumados de droguerías y
farmacias, hoy apenas parte de la historia de las enfermedades de mi infancia.
El
médico que me atendía, y al que veía con más frecuencia que a un familiar, me
prescribía en las crisis asmáticas más fuertes una sal derivada del opio. En
las farmacias la vendían en una sola ampolla, resguardada por un envase de
madera. La tos amainaba y los miembros quedaban laxos, como si emergieran de
una siesta extendida hasta el crepúsculo. En un mechero de la cocina se
esterilizaban las jeringas: hervían un buen rato en una cajita de acero de la
que emanaba un vapor blanco y alcohólico. De esa droga tal vez no tenga más
recuerdo que el placer con que me entregaba sin culpas a su somnolencia
luminosa. En las convalecencias —las mañanas en que, después de una
noche de crisis, amainaba la tos espasmódica— mi madre me llevaba a tomar el
aire de las avenidas arboladas, o bien me encaramaban a un tranvía que llegaba
hasta la quema. Hoy no sé si el olor de la basura incinerada era parte de la
cura prescrita, o si el remedio tan sólo consistía en ese paseo extendido, que
por azar llegaba a los arrabales de la miseria.
La enfermedad me dio en mi infancia muchos días sin escuela, me formó un
carácter melancólico y me predispuso, como a Proust, para la literatura. Por
suerte en la casa de mis padres existían los libros. Conviví con ellos desde el
tiempo en que no sabía leer, labrando ficciones a partir de los dibujos de las
tapas y de las reseñas que me hacían mis padres. Había una enorme Biblia ilustrada,
que más que afianzar mi fe pobló mi fantasía con historias monstruosas. Más
tarde, cuando pude leer, leí, muchas veces sin entender, novelas de aventuras,
relatos policiales, cuentos de terror, el teatro de Shakespeare y de Ibsen,
Bocaccio, Rabelais —también los grabados de Doré a “Gargantúa y Pantagruel” me llenaban de inquietudes—, la poesía
tradicional y la gauchesca, Victor Hugo, Cervantes, algo de Francisco de Quevedo,
bastante de Enrique Larreta, Hugo Wast, Alejandro Dumas, Julio Verne, Edgar
Allan Poe y otras mezclas semejantes. Comencé a escribir muy joven, al final de mi
infancia, y me seguía alimentando con todo lo que me caía en las manos. Lo que
escribía era más bien caótico, ecléctico, quizás de muy poco valor, salvo en lo
personal. Escribía cuentos y poemas, tanto en versos libres como medidos.
Fueron años casi infructuosos en cuanto al contenido poético, pero que me
sirvieron como aprendizaje, sobre todo como experimentación de formas.
En 1971 terminé la escuela primaria, que
nunca me gustó, y al año siguiente entré, después de un riguroso examen, al
Colegio Nacional, porque mi padre ya había tomado por mí la determinación de
que mi vida se tendría que encaminar hacia la Universidad. El Colegio Nacional
tenía un halo de prestigio. Por sus escaleras de mármol gastado habían subido a
dar sus clases Pedro Henríquez Ureña, Ezequiel Martínez Estrada, Loedel
Palumbo. Entre sus exalumnos estaban Francisco López Merino, Ernesto Sábato,
René Favaloro. No obstante que los tiempos habían cambiado —entré al Colegio al
final de la Revolución Argentina, viví en él el regreso de Perón, allí recibí
la noticia de su muerte y egresé en 1976, con el Proceso— tuve buenos
profesores y recibí una sólida formación. Ya no era un asmático, y tuve épocas
en que me dediqué mucho a la actividad física. Llegaron los primeros
enamoramientos y todas las cosas contradictorias, hermosas y desdichadas, de la
adolescencia.
3
— Instalémonos aún más en ella. Y sigamos.
GEP — A
los dieciséis o diecisiete años descubrí la poesía de Arthur Rimbaud. Decía el
maestro Domingo Ortega que no es lo mismo torear que dar pases. A partir de
Rimbaud, tal vez comprendí que hasta entonces no había toreado todavía, que me
había limitado a dar pases. Fue a partir de ahí que todo empezó a ponerse más
serio, comprendí que “la poesía” era mucho más que “escribir poesías”, que
configuraba una forma particular de ver el mundo, de enfrentar la sociedad y la
historia. No sé por cuanto tiempo escribí bajo la influencia de Rimbaud. A los
veintiún años, cuando publiqué mi primer libro, le dediqué dos poemas; a los
cincuenta, un cuaderno, “La pierna de
Rimbaud”. Rimbaud hizo mucho por el mundo de las letras, pero en especial
por mí.
En 1977 tuve que cumplir con el
Servicio Militar en la Fuerza Aérea. Yo tenía de la vida militar una imagen
romántica que muy pronto se iba a esfumar. Mi experiencia la podría resumir en
algunos recuerdos olfativos: el del agua que venía del río cercano y que se
potabilizaba precariamente; el del jabón y el perfume barato con los que
intentábamos ocultar el olor del cuartel; el de las infusiones que humeaban en
grandes ollas, casi de madrugada, en el patio de armas; el olor —mejor sería
decir el perfume— del hinojo y del eneldo, de la menta y de la mejorana que
pisaba cada vez que me dirigía hacia el puesto más apartado, solitario y
silencioso. También estaba el de los fusiles, que era olor a aceite y a metal,
y el del fogón de la guardia, a leña y a grasa quemada; el de las comidas, invariablemente
repetido; el de las cáscaras de naranja que se secaban al rayo del sol en los
patios encalados; el hedor de los grandes botes de desperdicios a los que de
noche se acercaban con sus ojos infernales cientos de ratas; el de las casetas
húmedas de orines antiguos; el relente de esa tierra fresca y pobre que se
juntaba entre las lajas y que hacía germinar yuyos de similar pobreza. Aromas
que aún hoy me evocan en este país de confines una vida miserable y sucia, en
la que todo pensamiento elevado naufragaba en el sufrimiento de vivir como un
preso y en el terror de morir en una guerra insensata o el de tener que dar la
muerte a cualquier otra persona. Estos recuerdos, y los de los años de la
peste, quedaron en “Huesos de la memoria”,
en “Viento de lobos”, incluso en
algunos de mis últimos poemas, a los que regresan como regresa una pesadilla.
En 1978 comencé a cursar en la
Facultad de Humanidades la carrera de Letras. La Facultad se desentendía de
aquellos que tratábamos de ser escritores, pero nos permitía descubrir a muchos
“maestros”, como Trakl, Saint-John Perse, Montale, Salvatore Quasimodo, Rainer
Maria Rilke. Por mis estudios, pero también por inclinación natural, tuve
siempre una formación muy hispanista, y por ahí fueron entrando, primero,
Antonio Machado, el primer Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27; más tarde,
el último Jiménez, José Manuel Caballero Bonald, Claudio Rodríguez. De los
poetas argentinos, Ricardo Molinari, Alberto Girri, Enrique Molina, también Leopoldo
Marechal, a quien ya se lee muy poco, por lo menos su poesía. En esos años me
sentía un poeta mimado por los escritores consagrados de La Plata, como Ana
Emilia Lahitte, Aurora Venturini, Horacio Ponce de León. Pero el poeta que más
influyó en mi trabajo fue Horacio Castillo.
Los libros siempre fueron de la mano
de los autores; y ambos se me han ido abrojando a determinados momentos de mi
vida; tanto que se podría trazar la biografía de un escritor —mi biografía— con
sólo hablar de los libros que lo apasionaron en tal o cual momento. Por
supuesto que no bastaría el comentario crítico, sino más bien la descripción de
los “estados de alma” que esos libros le provocaron. Un libro clave en mi vida
fue “Una temporada en el infierno”,
que, en aquel entonces, en mi adolescencia, lo leí en la traducción que
hicieran Oliverio Girondo y Enrique Molina, hermosa traducción en la que la
literalidad está subordinada a lo poético, como siempre tiene que ser.
Otro libro para mí muy importante fue
“Huesos de sepia” de Eugenio Montale,
y casi al mismo tiempo toda la poesía de Quasimodo. Excluidos Rimbaud, Montale,
George Trakl, Quasimodo, la lista se haría extensa, porque más allá de las
lecturas circunstanciales, azarosas o de puro placer, al estudiar la carrera de
Letras, todos los años me tenía que enfrentar con treinta o cuarenta libros, de
los cuales algunos pasaban sin pena ni gloria y otros me iban dejando marcas.
Pero en la facultad no se leía mucha poesía, salvo en español, además de la
clásica en griego o en latín; esto también me ha dejado su marca: Pedro Salinas
y Luis Cernuda, Píndaro u Ovidio. A veces se piensa que, para un poeta, los
libros fundamentales que lo han apasionado son los de otros poetas. A mí, en
cambio, me han dejado huellas profundas muchas novelas, obras de teatro, libros
de historia, de filosofía, de religión. La poesía, por otra parte, es un género
omnívoro: de todo se nutre y todo lo transforma.
La carrera de Letras era en ese
entonces muy distinta a lo que es ahora, era una especie de licenciatura en
Filología Clásica. Los clásicos antiguos, que en mi infancia había leído en
malas traducciones, los tuve que releer en sus idiomas originales. Se les daba
mucha importancia a las lenguas clásicas. Ocho horas diarias de estudio de
griego y latín era el tiempo que nos recomendaban los profesores. Cuántas
mañanas, cuántas noches, cuántas tardes de sol o de lluvia sobre Píndaro y
Virgilio... Tanta seca gramática —podría hoy reprocharles— para escribir estas
tres palabras, algunos versos medianamente venturosos... Qué tristes meses
—recuerdo— aguardando un examen, repitiendo aoristos y declinaciones... Pero
también, qué añoranza siento ahora al recorrer los lomos de esos libros que ya
no tengo la obligación de leer... Hoy ya no existe el profesor de griego al que
tanto quería, el de latín que me aterrorizaba; hoy ya son ambos hierba y
sonido, igual que lenguas muertas... Y yo me he convertido un poco en ellos,
como un hijo que aprendió a su lado la nostalgia de la luz antigua, pero no a
morir; un hijo que hoy en Píndaro y en Virgilio los recuerda.
4
— Atrás la adolescencia, estamos en tu plena juventud.
GEP — Cuando,
después de la Guerra de Malvinas, se abrió la actividad política, sentí la
necesidad de incorporarme también a ese mundo. Yo ya había publicado dos
libros, “Arsénico” y “Enésimo triunfo”, y escribía oscuros
poemas bajo la influencia de Georg Trakl, acordes con la época. Después de
muchas idas y vueltas en mi vida religiosa, que me llevaron incluso a plantearme
seriamente estudiar para sacerdote, yo ya era en los años de Facultad un
católico militante, y casi naturalmente me afilié al Partido Demócrata
Cristiano. A lo largo de mi vida adherí y voté a distintos partidos y
diferentes candidatos, pero nunca abandoné las banderas del socialcristianismo.
A los veintisiete años ya era asesor de un diputado demócrata cristiano. A los
veintinueve me nombraron director en el área de Cultura en el gobierno del
doctor Antonio Cafiero. Después, nunca más volví a ocupar cargos políticos. No
sé hasta qué punto es compatible la política con la literatura. Realicé algunas
tareas ad honorem, de las que no siempre salí bien parado. Hasta el día de hoy,
en que estoy cerca de jubilarme, me he ganado la vida con un cargo de carrera
en el Archivo Histórico de la Provincia y con el ejercicio de la docencia. En
algunos momentos hice otras labores vinculadas a la literatura, como escribir
algún libro de investigación por encargo, viajar como jurado o dirigir
programas de radio. Si bien no he podido vivir de lo que escribo, siempre viví
de trabajos relacionados con la cultura y con las letras.
Después de la
literatura, y en gran parte por culpa de ella, mi gran pasión ha sido viajar.
Nuevamente mi recuerdo se traslada a la infancia. En una reunión —de familia,
de amigos, de vecinos, ya lo he olvidado o finjo hacerlo, pero carece de
importancia— el niño que fui escuchaba hablar de Europa. Un matrimonio había
vuelto de un largo viaje y se pasaban fotos, se desplegaban periódicos. Madrid tintineaba
en mi oído como moneda en la taza de un ciego, como organillo de Benito Pérez Galdós.
Soplaba viento en el Sena, en Nôtre Dame no aparecía Esmeralda. Tras los
palacios italianos, había un cielo como un paño de bandera que me llenaba de
melancolía. En la reunión se comía, se bebía, se echaban bromas. El niño que
fui soñaba entonces con ese mundo que ya había comenzado a amar a través de los
libros. El recuerdo de ese instante iría conmigo por siempre: oscuro a veces
como el agua veneciana o luminoso como la arena de Las Ventas. Nadie supo nunca
que esa noche casual alimentaría por años mis ensueños; que mi imaginación iba
a reponer lo que entonces no se había dicho; que en los viajes del cuerpo —que
tendría ocasión de hacer— iba a buscar, sin conseguirlo, el mismo cielo, esa
brisa, esa luz; que trataría sin resultado de revivir —en los viajes del alma—
esa soleada tristeza: la del niño que ya apuntaba a escritor.
Hay quienes se hacen escritores para viajar; hay quienes viajan como
pretexto para escribir. Desde aquella noche que acabo de contar, o quizás desde
antes, los viajes tuvieron para mí un fuerte atractivo, siempre abrojados al
mundo de los libros, quizás también al del cine, al de algunas historias
escuchadas en mis primeros años. De joven tuve posibilidad de viajar un poco
por mi país y por países vecinos. Pero como suele sucedernos a los que nacimos
aquí, el verdadero viaje es el que nos lleva a nuestras raíces, a Europa. Y ese
viaje llegó a mi vida bastante tarde, cuando ya era un hombre formado, y quizás
por eso unido a una sensación mayor de melancolía. Unos meses antes de viajar a
Europa tuve que estar unos días en cama por una fuerte gripe, y en varias
tardes en que me tuve que quedar solo me puse a releer viejos libros, algunos
de aquellos que en mi infancia y adolescencia me hacían soñar. Y de pronto me
sentí invadido por una gran angustia. ¿Cómo hubiera sido mi vida de haber
podido viajar veinte años antes? ¿Con qué ojos hubiera visto ese otro mundo?
¿Cómo se hubieran traducido, como se traducirían ahora todas esas imágenes en
palabras?
5
— ¿Tus recuerdos de Europa? ¿Y aun de otros viajes?
GEP — Amanecer
en las landas; viaje en tren a Jerez de la Frontera; noche en la Vía del Corso;
subida a Montmartre, al castillo de San Jorge, al Albaicín; almuerzo en Aranda
del Duero; un mediodía de invierno en Provenza; el paso del San Gotardo; la
carrera de San Jerónimo en Madrid; una misa en Nôtre Dame; una calle de Lisboa
en la que vendían grandes paraguas; los Pirineos, los Alpes Marítimos; una
tarde de toros en Aranjuez; una noche de verano en el Sacromonte; una taberna
griega en el Barrio Latino; el París de los impresionistas y el Madrid de
Velázquez y de Goya; “El entierro del conde de Orgaz”, el “Guernica”; el teatro
romano de Mérida; el café de la mañana de Burdeos; la estación Pan Bendito; la
calle Amor de Dios…
En realidad, nunca
me senté a escribir sobre ningún viaje. Como muchas experiencias vitales, los
que yo hice fueron difíciles de expresar. Sólo quedaron fragmentos que de vez
en vez se manifiestan en algún cuento, mejor aún en algunos poemas, sobre todo
en los de mi libro “Ojalá el tiempo tan
sólo fuera lo que se ama”. Viento junto a los grandes ríos del Paraguay
interior; ceibales del río Urión; amanecer en el río Desaguadero; viento desde
el Sacromonte, hacia las torres de la Alhambra; viento en el mediodía de
Formosa desmelenando las palmeras. Viento yo mismo: traer, llevar, partir,
regresar, ¿no son acaso la misma cosa, hitos a partir de lo cual pasamos a ser
distintos?
Después de los
países de Europa, y en especial de España —si bien me siento profundamente
argentino, soy también, por adopción, por cultura, por cosmovisión, un perfecto
andaluz—, quizás sea México el que estuvo siempre, desde mi infancia, más
cargado de sentimiento y misterio. También allí llegué tarde, a una altura de
la vida en que ya queda poco lugar para el espíritu romancesco que encontraba
en la “Sonata de estío” de Ramón del Valle-Inclán,
a una altura de la vida en que quedan pocos rincones del alma en los que se
pueda cobijar algo misterioso. Y el romanticismo de Perú y de Ecuador, los días
vividos en Arequipa, en Quito y en Lima en los que me sentí verdaderamente
feliz.
6 — Nos quedan tus libros y el
ejercicio de la docencia.
GEP — Además
de poesía he escrito cuentos, dos libros de mitos y leyendas adaptados para
chicos, ya que gran parte de mi vida estuvo dedicada a la formación, a la
docencia, y un libro de cuentos taurinos que tuve la fortuna de presentar en Madrid,
durante la Feria de San Isidro de 2012. Después tengo cuentos, sobre todo
históricos, publicados aquí y allá. He escrito también alguna novela corta y
nunca intenté siquiera hacerlo con el teatro, pese a que es un género que me
encanta. Escribí por encargo la parte dedicada a la poesía de la “Historia de la literatura de La Plata”,
libro que no acrecentó la amistad que ya tenía con algunos escritores y que en
cambio me ganó unas cuantas inquinas. Pasé como profesor por el Seminario
Mayor, la Universidad de La Plata y por la Católica, y ahora doy clases de
Latín y de Teoría Literaria en el Instituto Terrero. El Latín me ayuda a que no
se me descarrilen los pensamientos y la Teoría Literaria es el contrapeso de mi
libertad creadora. Me rodean muchos compañeros y pocos amigos. Como profesor
tengo fama de bonachón, porque mi modelo es Antonio Machado. Me queda poco
tiempo para poder jubilarme y después pienso dedicarme a viajar, leer y
escribir, es decir, lo mismo que hago ahora pero libre de obligaciones.
Tal vez resulte
extraño que en esta especie de autobiografía haya hecho poca o ninguna mención
a mis libros, a mis premios, a algunas celebridades a las que tuve el
privilegio de conocer. En las “Memorias
de Adriano”, el protagonista confiesa, en la visión retrospectiva de su
vida, que quizá no resulte relevante el que haya sido emperador. Tal vez
tampoco sea relevante que yo haya sido escritor. Por alguna razón
incomprensible, el recuerdo de mis días de niño asmático se sobrepone al de los
libros que publiqué, el de los olores de mi año de soldado a los premios que
recibí, las minucias de un viaje a la imagen de escritores y artistas famosos
de los que podría hablar. Los momentos más trascendentes de mi vida, la primera
vez que me uní a una mujer, el nacimiento de mi hijo, el día en que cumplí mis
cincuenta años, la muerte de mi esposa, por citar algunos casos, difícilmente
podrán transformarse en literatura. Prefiero cerrar estas primeras páginas con
una especie de autorretrato de sabor cervantino:
Este que ves aquí, de rostro sonriente, de cabello
entrecano, frente un poco marcada por los años y las muchas lecturas, de
melancólicos ojos, de nariz griega, más grande que pequeña, las barbas de
plata, que ha veinte años fueron oscuras, la boca sensual, los dientes
desparejos, mal acondicionados y peor puestos; el cuerpo entre dos extremos:
crecido de carnes y pequeño de talla; la color viva, antes blanca que morena;
algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro
del autor de “Arsénico”, “Huesos de la memoria”, “Opera flamenca”, y del que hizo el “Viaje al país de las Hespérides”, y de otras obras que andan por ahí
descarriadas y quizás sin el nombre de su dueño, el rostro del que se llama
comúnmente Guillermo Eduardo Pilía. Su vida y su obra, superficialmente
sencillas, están llenas “de hiatos y de puntos en suspenso”. Desde los 20 años
se dedicó a escribir y publicar poesía, pero también fue valorada su labor
narrativa, sin que él se preocupara mucho en darle su lugar. Además de la
literatura, le interesa la historia, los vinos, el fútbol, Andalucía, el
flamenco, los toros (“Y antes que un tal poeta, mi deseo primero / hubiera sido
ser un buen banderillero”, podría haber escrito con Manuel Machado). Cuando en
su adolescencia anunció que se dedicaría a las letras, le vaticinaron que
moriría de hambre, oráculo que no se cumplió. Como dijo un colega suyo, “de
joven escribía para viajar y de grande viaja para escribir”. Pese a haber
realizado obra objetivamente valiosa y de personalísimo acento, ha sido más
valorado en el exterior que en su propio país. “De él también podría decirse,
como se dijo de otro escritor de su ciudad, que es una mezcla de Hemingway por
fuera y Juan Ramón Jiménez por dentro”, escribió Guadalupe García Romero. Y
alguien podría aplicarle, asimismo, con ciertas reservas, las palabras de
Valle-Inclán sobre el marqués de Bradomín: “Era feo, católico y sentimental”.
7 — Celebridades, dijiste, que has conocido.
GEP — Desde muy joven anduve merodeando los ámbitos
públicos, sin ningún afán de esnobismo, como el personaje de Proust o el mismo
Proust. Conocí a algunas personas importantes en la historia política y
cultural, pero a veces a destiempo. Por ejemplo, tuve oportunidad de estar varias
veces con Cipriano Reyes, el fundador del Partido Laborista, pero sin tomar
dimensión de la figura épica que era. Me traté con gran parte de los escritores
de la generación del 40, como Tomás Diego Bernard, José María Castiñeira de
Dios, Horacio Ponce de León, Gustavo García Saraví, Norberto Silvetti Paz.
Tengo recuerdos de Oscar Hermes Villordo, de Raúl Gustavo Aguirre, de Juan José
Hernández, de Gonzalo Rojas, de Nicanor Parra, de Marco Denevi, de David Viñas,
de Antonio Cisneros, de Fermín Chávez, de Antonio Dal Masetto, de Jorge Ariel
Madrazo, de Joaquín Giannuzzi… Nombro sólo a algunos de los que ya no están.
Creo que todos tenemos necesidad de maestros. Pero llega algún día en que el
maestro deja de ser tan grande e infalible, como antes lo pensábamos: le
encontramos olores, ajaduras, resquicios, y en sus fisuras vemos que tan sólo
era tierra iluminada, que apenas si la luz lo tocó cuando nosotros aún íbamos a
tientas. Nos damos cuenta tarde, quizás cuando a nosotros empiezan a llamarnos
“maestro”, cuando descubrimos —en los ojos vidriosos de un discípulo por amor o
por celos lastimado— cuánto pesaron algunos maestros realmente en nuestra vida.
Y olvidamos entonces sus miserias, sus pequeños egoísmos, sus miopías, porque
los maestros son también padres severos y amorosos y generalmente no se dan
cuenta de que sus discípulos ya estaban crecidos.
8 — “Los toros en la historia, las
letras y el Arte”, “Las corridas de toros en la provincia de Buenos Aires”:
tales los títulos de dos de las numerosas conferencias que has dictado.
GEP — Para un aficionado español o mexicano, la literatura
taurina, lo mismo que la música, la plástica o el cine relacionados al mundo de
los toros, puede no ser más que un complemento de la fiesta, una de las tantas
ramificaciones de determinada forma de expresión estética en otra, eso que en
teoría del arte llamamos intertextualidad y transposición. Pero para el
aficionado de un país en el que ya no se celebran estos espectáculos, todo ese
mundo colateral a la fiesta puede convertirse en el centro de una extraña y
perpetua afición. De más está decir que estoy hablando de mí mismo y de lo que
veo, brumosamente, como el germen de mi pasión por los toros: el “Llanto
por Ignacio Sánchez Mejías”,
leído a una edad incomprensible en una bochornosa siesta de un verano platense,
Tyrone Power (su doble) toreando por navarras en la versión de 1941 de “Sangre y arena”, mi abuela tarareando
“El niño de las monjas” o “El relicario” ... Después vendrían
las primeras corridas televisadas, “vía satélite”, que se transmitieron en la
Argentina con “El Cordobés”, Palomo Linares, Paco Camino: todo mucho antes de
que pudiera ver en cuerpo y alma una corrida de toros. Quizás en España o en
México o en Ecuador se ignora lo difícil que es ver nacer y después sostener
una afición en un país donde no hay toros, y cuesta entender el consuelo que a
veces encontramos los aficionados en ese mundo circundante a la tauromaquia. Sería
exagerado decir que mi vocación por la literatura es también una consecuencia
de mi atracción por los toros, pero sí puedo afirmar que aquellos escritores
que tocaron el tema taurino estuvieron desde siempre en mi biblioteca: Federico
García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, y también de algún argentino
como Enrique Larreta, cuyo hispanismo a ultranza resultaba tan chocante a gran
parte de nuestra intelectualidad. Creo que la primera antología de la poesía
taurina que entró en mi casa fue la de José María de Cossío: “Los
toros en la poesía castellana. Estudio y antología”. Al primer narrador taurino
al que leí apasionadamente, cuando tenía doce o trece años, y a cuya memoria
dediqué mi cuento “Quite a la sombra”, que integra “Tren de la mañana a Talavera”, fue Fernando Quiñones. Este
escritor andaluz tenía con la Argentina un vínculo muy fuerte. En 1960, el
diario “La Nación” convocó a un concurso de cuentos, dotado con un interesante
premio en efectivo. El jurado estaba integrado por Jorge Luis Borges, Adolfo
Bioy Casares, Carmen Gándara, Eduardo Mallea y Leónidas de Vedia y resultó
ganador un desconocido escritor de treinta años, nacido en Chiclana de la Frontera. La obra se
llamaba “Siete historias de hombres y de toros”. El libro de Fernando Quiñones
se terminó llamando “La gran temporada”,
y tengo en mi biblioteca taurina un par de ejemplares de la primera edición.
Muchos años después escribí los cuentos de “Tren de la mañana a Talavera”. ¿Cómo me
lancé a escribirlos? Quizás por algo que relata Ernest Hemingway en “París era una fiesta”. Creo que mi
viejo y querido Hemingway cuenta que tenía que escribir una historia para
enviar a una revista y estaba en una de esas etapas de sequía intelectual.
Entonces se preguntó qué era lo que realmente conocía bien, pues sobre eso
tenía que escribir. Y fue así como surgió “El río de los dos corazones”, que
habla de dos cosas que Hemingway conocía bien: por fuera, el mundo de la pesca,
y veladamente, el de la guerra. Yo también me hice en algún momento esa
pregunta, quizás ligeramente modificada: ¿cómo todavía no he escrito nada
significativo sobre un tema que me ha apasionado como pocos, al que le dediqué
años de lectura y de estudio, un tema que me ha llevado a viajar por los países
taurinos, y que hasta me ha ganado muchas enemistades en mi propia tierra? Así
fue como surgió “Quite a la sombra” y luego los demás cuentos del libro. Todos
ellos son en el fondo existencialistas, y tratan el tema de la relación de la
vida y el arte. En el cuento “Una buena vara”, como todos los demás
existencialistas, veladamente me he retratado. Yo soy un poco ese picador que
ha llegado a los cincuenta años y ya sabe que se retirará como subalterno, pero
que aún tiene deseos de que lo recuerden por un buen puyazo. Cuando yo tenía
veinte años, pensaba que a los cincuenta me darían el Premio Nobel. A los
treinta ya me conformaba con el Cervantes. A los cincuenta y ocho, sin Nobel y
sin Cervantes, con más hechuras de picador que de figura del toreo, me conformo
con ejecutar bien una suerte.
9 — ¿Qué dijeron los poetas sobre Diego
Velázquez (1599-1660)?...
GEP — Aludís al título de otra de mis conferencias… Sobre
esto, un par de cosas. Primero, que como he dicho, tengo una forma de sentir
muy andaluza. Para evitar cualquier tipo de suspicacia, quiero declarar que me
siento profundamente argentino, y que doy gracias a Dios por haber nacido en
esta tierra, aunque a veces, muchas veces, me duela la Argentina, tanto como a
Unamuno le dolía España. Pero también siento que he tenido el privilegio de
contar con una segunda patria, una patria espiritual a la que estoy unido desde
mi niñez, y esa patria tiene un nombre tan luminoso como el de nuestra tierra
natal, y esa patria se llama Andalucía. Decían sabiamente los latinos: “Ubi bene es, ibi patria est”, donde
estés bien, allí estará tu patria. Y yo siempre me he sentido bien en todos
aquellos rincones donde se respira lo andaluz. Por razones misteriosas, por
alguna suerte de predestinación, he amado siempre la tierra de Andalucía, su
gente y su cultura. Me gusta el cante de Camarón de la Isla, la tauromaquia de
Curro Romero, las Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo, la poesía de Rafael
Alberti; amo la religiosidad del pueblo andaluz, su alegría, su exaltación de
la libertad, su mestizaje de razas, credos y culturas. Siento que Andalucía,
como dice el himno que compuso Blas Infante, ha contribuido a que los hombres,
la humanidad toda, sea más humana. Alguien dijo que los andaluces somos tan
caprichosos, que nacemos en cualquier parte del mundo. También en este apartado
sur, donde muchos nos reconocemos como hijos espirituales de Andalucía. Es por
ello que entre los momentos más gloriosos de mi vida estarán siempre las
mañanas que pasé en el Barrio de Santa Cruz, mi peregrinación a Moguer, el
instante en que vi por primera vez el Guadalquivir o el ruedo de la Maestranza.
Hecha esta profesión de fe andaluza, no puedo pasar por alto la figura de
Velázquez y la importancia que ha tenido la pintura en mi vida. ¿Quién fue más
andaluz? ¿Murillo o Velázquez? Algunos dirán que Murillo, pero la primera
pintura de Velázquez es profundamente sevillana. “Lo que los poetas dijeron
sobre Velázquez” no es, como alguno podría suponer, una serie de opiniones, de
críticas sobre las obras del pintor sevillano producidas por algunos escritores
del siglo XX. Se trata, fundamentalmente, de uno de los mecanismos básicos de
la creación artística e intelectual al que los estudiosos han llamado
intertextualidad o transtextualidad. Ver cómo un determinado texto (en este
caso, una tela de Velázquez) da origen a otro texto (un poema de Manuel
Machado, de Rafael Alberti, de Blas de Otero). Algo de esto hice yo mismo en
uno de mis poemas de “Ojalá el tiempo tan
sólo fuera lo que se ama”, que se titula “Las lanzas”.
10 —
En las VII Jornadas de Poetología (2014) te referiste a “El eros flamenco en la
poesía del tango”.
GEP — Sobre los orígenes del tango como género musical y
como danza se ha escrito mucho y no sin generar polémicas. Casi siempre se
habla, sea para sostener o rebatir la tesis, sobre su ascendencia en parte
andaluza. Pero poco o nada se ha escrito sobre la poesía del tango en relación
a las coplas flamencas. Recién en los últimos años Miguel Poveda se ha
arriesgado a afirmar que “el tango y el
flamenco, si bien son distintos musicalmente, tienen una raíz y una poesía
popular de una profundidad muy parecida” y que siempre existió una
vinculación de “los cantaores con el
tango porque sus coplas tienen una relación íntima con el desgarro que existe
en el cante”. Por otra parte, Diego El Cigala confesó su pasión por el
tango debido a “sus letras de tragedia,
nostalgia, desamor, desazón, infidelidad. Yo amo lo oscuro, el desasosiego, el
clima de muerte que tiene el tango...”. Y también que “el tango es como el flamenco. Es lo que más me gusta, que, sin tener
que ver directamente un género con el otro, el tango y el flamenco sí tienen
mucho que ver con el corazón. Por eso me siento tan a gusto cada vez que canto
tangos”. No obstante, las letras de los tangos más antiguos poco tienen del
desgarro y de las cosas del corazón del cante andaluz. José Gobelo afirma que “las primeras letras para tango son, en
nuestra opinión, españolas en su forma y lupanarias en su fondo” y que “los compadritos de Villoldo tienen el
desparpajo y la fachenda de los chulos expresados en las letras de los cuplés”.
En la historia de la poesía del tango, Gobelo remarca la
importancia de Pascual Contursi, ya que “fue
él quien expresó al nuevo porteño, que no era ya el compadrito con aire de
chulo, sino el hijo de inmigrantes, con tristezas de gringo desarraigado”.
Y agrega: “se debe a Pascual Contursi el
gran tema del tango, que es el amor perdido, tema en torno del cual gira lo
mejor de la lírica universal”. Además, con Pascual Contursi “la prostituta (o la mantenida) se presenta
con rasgos humanizados e introduce en el incipiente tango-canción un clima de
melancolía moral que pervive hasta hoy y que es uno de los rasgos más
acendrados del sentimiento porteño”. Si bien la poesía del tango no tiene
limitaciones temáticas, es la cuerda erótica la que suena con mayor frecuencia,
dividida en un gran número de motivos, y es la que acerca nuestra expresión
artística a la poesía popular andaluza. El estudio temático de la poesía flamenca
evidencia también su riqueza semántica. La poesía popular gitano-andaluza es
temáticamente limitada, pero variada en los motivos que matizan los principales
temas. Gran parte de la inspiración de sus poetas radica en los asuntos líricos
dominados por cierto patetismo. Los rincones profundos del yo poético se
manifiestan en un conjunto diversificado de estados de alma, entre ellos, como
también sucede con el tango, los derivados de las múltiples manifestaciones del
amor, quizás el más patente y frecuente en la poesía para el cante.
Tanto el tango como el flamenco son manifestaciones
artísticas de extracción popular que trascendieron su acotada geografía de
origen —el Río de la Plata, Andalucía— para convertirse en patrimonio de la
humanidad. Tango y flamenco tienen una triple expresión: la música, la danza y
el canto, pero ningún estudio ha podido demostrar con certeza la influencia de
éste sobre el nacimiento de aquel. No obstante, la fusión entre el tango y el
flamenco que se viene dando desde hace unos años hace pensar en que tienen más
de un punto en común. Si como piensa Fernando Sánchez Zinny y otros autores, la
poesía del tango surgió como una extensión de la emotividad gaucha —cantar
opinando, nostalgia de los años que han pasado, actitud de consejo, desarraigo
familiar, pobreza y, para el tema de nuestro interés, misoginia y amor
desproporcionado a la madre “que pudo
haber llegado con la herencia hispano-musulmana y haberse reforzado después con
el aporte de las cerradas costumbres italianas”—, no resulta descabellada
la ligazón con el eros flamenco, ya que la poesía gauchesca, como lo señaló
Miguel de Unamuno, es también en su esencia primordialmente española.
11 — Consta en tu presentación
formal, curricular: sos el autor del “Diccionario
de escritores de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”.
GEP — Siempre me apasionó la historia, especialmente la historia
argentina, que es mucho más rica que cualquier literatura. Considero que la
historia sustituyó, en gran parte, la pobreza de novelas de nuestro siglo XIX. “Facundo” y las demás biografías de
Domingo F. Sarmiento son verdaderas novelas, incluida su autobiografía. Por eso
mis intereses intelectuales se vuelcan en parte hacia la historia, sobre todo
hacia la historia cultural. Ya hace casi veinticinco años que trabajo en el
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, un lugar privilegiado que me
ha permitido desarrollar éste y otros trabajos, como la edición facsimilar de “El Triunfo Argentino” de Vicente López
y Planes y varios más sobre toponimia.
12 — Resulta que a mis setenta y un años
me regalaron el volumen “Cuentos
secretos” de Aurora Venturini (1922-2015), como vos, platense, y con más de
treinta obras publicadas. Primer acercamiento mío, ambivalente, a su escritura:
me sorprendió de forma grata aquí o allá y también algunos pasajes me
produjeron reticencia, fastidio. La has destacado. Contanos de ella.
GEP — Ella me descubrió a los veinte años y me alentó en mi
vocación literaria. Siempre tuvo conmigo una relación llena de afecto y de
respeto, pese a que yo tenía también muy buenas relaciones con la poeta Ana
Emilia Lahitte. En La Plata ha quedado como parte de nuestro anecdotario la
rivalidad de ambas, aunque habían estudiado juntas y habían pertenecido a la
misma generación. Creo que hacia el final de sus vidas llegaron a
reconciliarse. Visité muchas veces el departamento de Aurora, sobre todo en la
época en que estuvo casada con Fermín Chávez, con quien también tuve una
excelente relación. Opino que Aurora va a quedar en la historia por su obra
narrativa, quizás tardíamente valorada, más que por su obra poética. En una
ocasión me organizó un homenaje en su casa. Fue cuando me expulsaron de la
Sociedad de Escritores de la Provincia, entidad que ella misma había fundado y
que, en manos de gente oscura, había decidido eliminar de sus padrones a
escritores que pudieran resultarles competitivos. Aurora tomó mi expulsión como
un reconocimiento y me organizó un homenaje en su casa, en el que Fermín Chávez
compuso algunos versos gauchescos en mi honor. Concurrieron los escritores más
importantes de La Plata, pero el departamento de Aurora era muy pequeño, de
manera que una vez que nos sentamos ya no pudimos movernos más. Lo curioso fue
que Ana Emilia Lahitte, quien lógicamente no fue invitada, también me organizó
un homenaje en su casa por el mismo motivo. Tanto Aurora como Ana eran mujeres
de una enorme personalidad, muy generosas con los jóvenes, y como suele ocurrir
con muchos escritores, llenas de costumbres, ritualismos y atavismos que ya
estarían fuera de la materia de este reportaje.
*
Guillermo E. Pilía
selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
Pan
de la memoria
He dejado a mis
padres
en esa casa que fue alguna vez
del tamaño del mundo. —Hay allí,
bajo esos zócalos, en cada grieta
de sus lajas, un tiempo en su sepulcro;
allí una hierba fina va creciendo
como la cabellera de los muertos—.
Estos pocos recuerdos son mis únicas
certezas por ahora. —Y la infancia
—como una espina de naranjo verde—
es una extensa mañana de lluvia;
es un agua metálica y humilde
que hervía en grandes ollas
y el perfume del apio y del arroz,
del perejil y la albahaca. Más tarde
yo iría a revolver en los roperos
sin saber que otras vidas más profundas
perduraban detrás de las maderas.
Acaso no existía diferencia
entre el sueño y la vigilia, entre un lado
y el otro del espejo, del armario
—aquel en que un abuelo silencioso,
embutido entre los sacos decrépitos,
sonriente descansaba—. No sabía
entonces lo que vive o sobrevive
debajo de las lajas y los zócalos,
ni el destino del pelo y de las uñas;
hoy hablo —claro está— de aquellos años
en los que nunca sentía el temor
de vivir con las sombras, tan distantes
de otros que llegarían a traer
gota a gota la piedad y la pena.
¿Por qué será que ahora
casi nunca se despierta feliz
quien soñó con sus muertos?
Sólo tras muchos viajes por mi sangre
volvería a esos cuartos para hurgar
entre los sueños y entre los roperos,
igual que cuando era aquella casa
del tamaño del mundo. —Hoy comprendo
que todo ese mosaico de vivencias
tuvo encaje y sentido en aquel tiempo:
las perchas, las cigarras, las sombrillas,
las cuentas de un collar, las flores rojas
que veía al despertar de la siesta.
Y el olor de la harina humedecida
con que se amasa el pan de la memoria.
(“Ópera flamenca”, 2003)
*
Las lanzas
Una palabra, un destello de acero, ambos
fugaces...
Fue el día en que entregaron la humeante
ciudad de Breda:
un ignoto soldado llamado Ramón Valdés
—agazapado en las filas
españolas—
lanzó su espada al aire y hacia la plaza una
injuria.
Algún otro el insulto festejó; y el incidente
se comentó por dos días como
anécdota,
antes de regresar a la nada y al olvido.
Nunca Velázquez conoció esa
minucia:
abunda en toda guerra la humillación al
vencido.
Como ese gesto sin futuro,
también
un día se olvidarán Las lanzas, Las
meninas,
El niño de Vallecas, la sonrisa melancólica
de Spínola; y esta mano que hoy escribe y
mañana
será tierra; y el hombre que ahora inventa un
personaje
llamado Ramón Valdés, que en la toma de Breda
hizo ese gesto bravucón y
minúsculo,
inhallable en las crónicas como en la tela de
El Prado:
un hecho de fantasía y una historia que
existe
sólo en justificación de este
poema.
(“Ojalá
el tiempo tan sólo fuera lo que se ama”, 2011)
*
Lo que a nadie le importa
Ahora que el tiempo
va trayendo sosiego
y que hallo cada
cosa en su lugar
—cada cuerpo
geométrico en su sitio
como en un test de
inteligencia—, ahora
que cada sentimiento
ocupa su baldosa
y lo que de mí me
avergüenza se equilibra
con lo que de mí me
enorgullece,
ahora
—precisamente— me acuerdo
—ya casi sin dolor—
de las miserias
que ayer nomás
pensaba que tal vez
no iban nunca a
concederme reposo:
el color azul gris
de mi uniforme
de soldado, el
amigo o la mujer
que traicioné, el
amigo o la mujer
que a mí me
traicionaron, la sonrisa
que alguna vez le
di —por miedo— a un asesino
y la imagen de mi
abuela que comía en silencio
la manzana de sus
cien años de pobreza.
Sólo lo que a nadie
le importa sino a mí,
lo que no he vivido
y lo que siempre he callado,
lo que nunca
conoceré ni escribiré,
lo que conmigo se
muere: sólo esto me acongoja.
(“Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se
ama”, 2011)
*
Una duda teológica
Ya estás frente a tu Cristo, ante esa imagen
de madera pulida: él despojado
de ropa y tú cubierto de alamares.
Le pides protección, que si hay peligro
como un capote él extienda ese manto
que se sortearon al pie del patíbulo.
Le ruegas que te libre de un destino
que muchos desearían para ellos
y te evite el desdoro del fracaso.
Estás frente a la cruz como de niño
te enseñaron tus padres, pero dudas
si el Nazareno es tu Dios, si no está
tu señor en la sombra, encajonado,
bramante como un ídolo ancestral.
Con él tendrás que luchar cada tarde
y con pavor religioso matarlo.
Pues todo lo que muere en una plaza
reencarna y resucita, reaparece
para volver a luchar y a morir,
como tu Cristo en cada Eucaristía.
(“Tauromaquia lírica”, 2013, inédito)
*
Abrid de par en
par los calabozos
Otro invierno: recuerdo que éramos soldados
pero más bien nos parecíamos a obreros,
a pordioseros o a campesinos astrosos.
—Entre
baldosa y baldosa del patio
crecía una vez más la yerbamala;
en los galpones repletos de grano
perseguíamos de nuevo a las ratas—.
Pero así como se ventilan los quirófanos,
del mismo modo un día nos mandaron
a abrir de par en par, hacia tu luz,
Dios ausente, las celdas de castigo.
¿Con qué voces nombrar los calabozos
que una tarde de sol nos ordenaron
ventilar como a cámaras mortuorias?
(“Ainadamar”, 2014, inédito)
*
No sé si es mi
hijo o soy yo mismo
La calle en sombras que el joven camina
como quien sabe adónde se dirige,
incube acaso el amor o el deseo.
Lo miro: no sé si es mi hijo o soy yo mismo
que he regresado en los pliegues del tiempo,
o un ángel con la misión de enrostrarme
mi negada fugacidad. También, Señor,
yo fui este joven ignoto, fui como mi hijo,
caminando en lo oscuro con certezas
de mi propio destino y de sus hilos.
Y él como yo, seguramente, ayer jugaba
taciturno en el rincón de algún patio
que hoy ya no existe. Como yo tendrá mañana
—sin darse cuenta acaso— más de medio siglo.
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