viernes, 22 de julio de 2016

Karina Rodríguez-Argentina/Julio de 2016


Rebecca en el pozo
Rebecca siente gusto a tierra. La siente en la boca. La mastica, la tiene entre los dientes. Hay algo que le raspa en la garganta y eso le da un poco de asco, pero se aguanta.  Se aguanta y reconstruye la caída. Es tierra —piensa— como si supiera el sabor que tiene el barro. Siente en la lengua una sustancia pastosa,  un  sabor amargo y los dientes le crujen si los aprieta, por eso sabe que es tierra lo que tiene adentro. No hay duda. Piensa que a lo mejor fue cuando vino cayendo que pasó lo de la tierra en la boca; mientras daba manotazos alocados, poniendo las esperanzas en cualquier cosa que pareciera un saliente, en alguna ramita que se asomara por entre las grietas o en las raíces de un árbol. Como si eso evitara que siguiera viaje abajo, trató de agarrarse. Y ahí fue cuando tragó tierra. Pero no sabe, porque todo eso pasó rápido y ahora solamente siente el gusto.  Si trata de concentrarse, si lo analiza un poco, lo único que se acuerda es de estar ahí adentro, en el fondo, tratando de flotar. Como si hubiera nacido en el pozo o se le hubieran borrado los recuerdos anteriores a éste. El pozo tiene agua, un agua negra, sucia, con olor a podrido. Está oscuro y siente las paredes cerca porque así están, muy cerca. Cayó en un pozo chiquito, de esos en los que no cabe más que un alma.
Un círculo perfecto la conecta con el cielo y, si mira para arriba, lo ve, pero muy, muy lejano. Todavía es de día y pasan algunas nubes. Entre ellas aparece por momentos el celeste nítido, típico de los cielos despejados. Pero nubes hay y, cuando se distrae mirando para arriba, las puede ver pasar. Celeste mezclado con blanco, los colores del cielo, piensa. Formando figuras, piensa. Figuras como lobos, osos, elefantes. Pero las paredes del pozo son negras, negras de tierra mojada. No hay nada vivo más que Rebecca y nada más vivo que Rebecca. Tiene la cabeza empapada, tirita de frío y el pelo chorrea esas aguas oscuras que se le cuelan por los hombros y la espalda, porque cuando cayó llegó hasta el fondo y quedó sumergida. Le tomó un rato entender dónde estaba.  Cuando el cuerpo chocó contra el agua creyó que se moriría pronto. Mientras chapoteaba con esa desesperación inmunda de los que se ahogan, sacó la cabeza para respirar y se aferró a lo que pudo. Arañó las paredes aunque se le desmoronaran encima, mientras las piedritas y el polvo caían en una lluvia fina, dejándola ciega, sin aliento y con los ojos llorosos y ardiendo. Después descubrió que el fondo no estaba tan lejos y se soltó, se dio cuenta de que el pozo no era mucho más profundo, y que si estiraba los pies, podía tocar la base lodosa. Lo último que recordó fue que cuando cayó lo hizo gritando, porque lo que pasó no lo esperaba, no esperaba caerse, nadie espera eso.  Y fue cuando por primera vez la tierra, en algún manotazo, se le coló por la boca y la dejó en ese estado amargo.  Entre esas paredes el grito se ahogó enseguida. Ahora en el pozo hay silencio, casi lo único que hay es silencio. Silencio, agua y Rebecca, que escucha su respiración y nada más. Y piensa, piensa más tranquila en el medio del silencio, aunque esté mojada y con tierra en la garganta.

2 comentarios:

Josefina dijo...

Buenísimo tu cuento Karina!!! Me gustó mucho. Beso Josefina Fidalgo

Karina Rodríguez (Rosa Negra) dijo...

Gracias, Josefina. Gracias por leerme y gracias a la Revista por publicar el material. Un abrazo grande.