EL TRADUCTOR QUE QUERÍA
TRADUCIR
Había una vez un
traductor que quería traducir. Se juntaba con un actor deseoso de actuar, un
cantante ávido por cantar y un profesor ansioso por profesar. Formaban un grupo
de deprimidos de la vida bastante deprimente de ver. Yo no quería verlos ni en
pintura.
Un día llegó un
pintor que anhelaba pintar y los pintó a los cuatro. El éxito del cuadro fue
inmediato e internacional. El pintor contaba en las entrevistas que había
intentado pintar una reunión de seres que sólo pretenden ser lo que ya son.
Algún avezado periodista con ínfulas de sabueso le preguntó si no serían más
bien unos seres que son antes de ser, a lo que el pintor se encendió su pipa,
guardó silencio y no volvió a pintar nunca más.
Yo, por aquel
entonces, sólo tenía una ambición: vivir. Pero no fue posible. Me moría por
vivir y morí sin haber vivido. Ahora soy un muerto viviente solitario. Nunca
tengo hambre y sólo me apetece salir para hablar con mi enterrador, un tipo
viejísimo que, según me cuenta, de pronto fue enterrador sin haber sabido nunca
que quería serlo. Él sólo sabía que quería ser padre, así que se casó, qué
remedio. Su mujer le dio 7 hijos. A día de hoy los ha enterrado a los 8, así
que, me asegura, puede considerarse un hombre realizado.
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