EL SÍNDROME DEL DELANTAL BLANCO
A Anita
se la veía extraña, preocupada y ella misma comentaba que su cabeza era una
especie de televisión donde distintos programas y operadores le daban vuelta
entre sus neuronas. Si bien éstas le seguían haciendo sinapsis, no podía
explicarse por más que pensara en Ling Yutang, a Marx estacionado con
Piaget y Paulo FREIRE, ciertas actitudes de quienes dicen que están
capacitados para el arte de curar. Desde
ya, que quiso imaginárselo a Hipócrates. El quid quizás esté en que lo tienen
desde lo manual o desde un supuesto análisis, muchas veces erróneos, pero
carecen de la formación hacia el tratamiento de la gente.
Mientras
le contaba a su perro, quien atento escuchaba parando sus orejas y bailando su
cabeza como diciento te entiendo, Anita
se remontó a distintos momentos de su historia médica y si bien a esta altura las lágrimas no se
derrapaban por sus ojos, ese apretón en la garganta por el que seguía tomando
rivotril, la sorprendió. Entonces, recordó la pérdida del útero y de uno de sus
ovarios que cariñosamente portaba nada menos que cinco quistes y que
alegremente el cirujano le había comentado que
al apéndice, no habían hecho a
tiempo de extirparlo porque ella se había descompensado. Lo mejor de todo es
que agregó que no sabía dónde había quedado,
más allá que cuando la dio de alta le confesó que le gustaría
inaugurarla. Sorprendida y rápida por salir del consultorio, quedó como
baluarte su bombacha. En otro momento, y gracias a las veredas en el estado que
vienen estando, tropezó saliendo de la UCEP, donde venía reclamando
la mal liquidada jubilación -a pesar del juicio Badaro- y voló cual un
gorrioncito hembra de los que introdujo Samiento, y para no dar de lleno con la
cara puso su mano. Hecha la consulta, los dedos quedaron corridos como si
estuviera interpretando al piano, una
obra de Bach. Buscó y consultó y logró que la atendiera un jefe -no sé si
general- pero bastante parecido, quien
en cuanto la saludó con un modo afable y respetuoso, sin preguntas sólo con la
mirada le echó a la cara un Ud., tiene una mano en ráfaga, y a continuación le
aclaró que sufría de un a artritis rematoidea. Ante eso, el corazón de Anita lo
llamaba a su cardiólogo de control, ya que por los 40 años cuando ella decía
que cuando se emocionaba se le transformaba en tambor, habían descubierto en
una Clinica de Olivos que padecia de un prolapso de válvula mitral. No contento
con el tamborilleo, el informado especialista en manos, le preguntó a Anita, si
conocía algo de pintura. Desde ya que siempre ella había recorrido los museos
no sólo del país sino de distintos lugares del mundo y amaba la Historia del Arte.
Tranquilo el cirujano le habló de Renoir, si ella conocía cómo había terminado
sus obras. Anita recordó que lo había hecho utilizando la boca en lugar de la
mano y un frío tremendo le corrió por el cuerpo, ya que este hombre le
adelantaba cómo iba a seguir escribiendo. No escuchó ni las citas para la
operación, sólo pensó en la puerta para salir y meterse en su auto y estallar
en llanto. La intervención de otros dos, más tarde, uno de ellos, con 90 encima
y transitando en silla de ruedas que
lucía en todas las paredes del consultorio fotos de gente famosa que la había
sufrido, pudo tranquilizarla. Contribuyó una tercera, esta reumatóloga mujer,
cálida, que le dio la misma explicación, ya que los distintos análisis
sanguíneos no mostraban la portación de ese mal. Pero el tiempo pasa, y dado que su cardiólogo
se encontraba en Viena, por indicación
de su clínico visitó otro cardiólogo, quien como ella iba por una prepaga, le aclaró que sólo tenía 20 minutos para
atenderla. Está demás aclarar que la cobertura era de una privada nada
económica. Fue emocionante cuando quiso
hacerle un electro -desconozco qué pasó con la máquina- ésta hizo un estallido
y se cortó la luz, según el relato. Al retirarse, la conclusión de este hombre
fue la de “Ud., habrá roto muchos corazones”. Anita lo miró con lástima y
asombro, mentalmente se acordó de toda la familia del cardiólogo pero sólo,
clavándole sus ojos, le contestó: a mí también me lo rompieron. Furiosa ya no sabía en quién confiar dentro
del arte que le llaman “ de curar”. Entonces, se le ocurrió volver a su
clínico, quien venía insitiéndole que se operara de un halux valgus desde hacía
tres años y de lo que ella renegaba por haber tenido una experiencia que le
otorgó dolor y su pie seguía lentamente inclinándose contra la derecha, dado
que debía obedecer el mandato de su
inconsciente, ya que siempre prefirió la izquierda que es la del corazón.La
contestación fue rápida. Con su rostro un tanto serio, sólo acotó “y bueno,
dentro de un tiempo no va a caminar más”.Por la ventana de la sala, sentada en
la camilla, vio cómo se estremecían las hojas de los árboles de la calle. Los
truenos y la lluvia reflejaban, acompañándola,
sus sentimientos.
Ahora, ya llegó el tiempo en que Anita armaba las fogatas de San Pedro,
por honor a su abuelo que llevaba ese apellido y también por eso de ser fiel a
las tradicones-depende cuáles- .Las activas neuronas continúan peleándose entre ellas porque
algunas consideran que sería bueno calcinar a esos ejemplares hipocráticos en ellas. Freud, atento en su interior, le susurra que sería violación de
género. Por lo tanto, los últimos
publicaciones sobre mujeres encendidas no por el amor sino por el fuego, hace
que esas neuronas vuelvan a su lugar y convenzan a su subconsciente de que la
existencia del síndrome del guardapolvo
blanco es real como también lo son los medicastros que creyéndose encilopedias
no desarrollan sentimientos humanos.
Más tranquila, Anita, feliz de haber podido soltar libremente sus
neuronas, exhala un suspiro que tiene el sonido de un trueno. Su
compañero, sentado en el sillón del
living, al escucharlo corre hacia el escritorio y besa sus manos con
deseperación, temeroso. Anita lo mira, dulcemente, agradecida, y lo aprieta
contra su pecho besándole la mejilla. Mientras, él, Ráfi, ladeando su cabeza y elevando sus orejas, le
ofrece su peluda pata blanca.
Una diminuta pulga, azorada, salta rumbeando hacia algún sillón y
termina escondiéndose asustada, detrás de la foto de Sigmund.
No hay comentarios:
Publicar un comentario