miércoles, 2 de enero de 2013

Rosa Esther Moro (cuento)-Buenos Aires, Argentina/Diciembre de 2012

Cocodrilos            


Voy por un camino tortuoso, asciende y baja; lianas y ramas me envuelven y me arañan, haciendo mi caminar lento, dificultoso.
            Un hombre, trata con un machete abrir paso en esa maraña. Voy detrás de él.
La atmósfera es densa; estoy suspendida en una penumbra rojiza. No  reconozco si es  noche o día. Trato de ver el cielo a través de un hueco en la densa vegetación, no lo encuentro. Se huele a agua y falta el aire.
¿Cómo es que estoy en esta situación?,­ siguiendo a un hombre, que con esta opresión atmosférica, ni recuerdo el nombre. Es bello, reconozco. ¿Será otra de mis citas descabelladas? donde proyecto mis opresores internos.
Cavilando  sobre todo esto, recuerdo que fui invitada a un baile, a un baile con cocodrilos.
El hombre camina delante de mí, se detiene y me espera, y dice: “ya llegamos”. Me toma por los hombros, nos agachamos, y pasamos por un hueco que deja la vegetación.
Estamos en la cercanía de un lago. Se siente el andar del agua llegando a la orilla.
Está oscuro, pero él sabe por donde anda. Nos protegemos en una cueva, hendida en un montículo de greda. La cueva es húmeda, el suelo lodoso. Mi acompañante dice: “hay que esperar que salgan los cocodrilos, y los musiqueros.
La idea de los cocodrilos no me produce nada placentero.
Esperamos un rato y apareció uno, enormes fauces abiertas. Estuvo unos momentos meneándose y volvió al agua, provocando un gran estrépito, dejando en el aire una fetidez salvaje.
            Mi respiración se hace imperceptible. Tengo miedo.
En la costa de enfrente, un resplandor y una cumbia que suena inundando lo recóndito de la selva.
El hombre me atrae hacia él, esto me tranquiliza. Siento como la música le resuena en el cuerpo, como a mí. Los pies quieren moverse, bailar, a punto estuvimos de hacerlo, cuando descubrimos, en esa costa vecina, a los cocodrilos porosos bailando en parejas, humanos y cocodrilos, con colas pegadas a los lomos, sonrientes y graciosos.
Clive Owen, que así se llama el bello, dice:” espera que ya vuelvo”
Trato de tomarlo de un brazo y desesperada, digo: “no me dejes sola, en este lugar, él me asegura que no hay nada que temer. Pega un salto, se eleva en el aire, y volando desaparece en la otra ribera.

Entro en un torbellino que me arrastra hacia el fondo de la nada..

Por la mañana, despierto, tarde, como siempre, dolorida, con algunas contusiones y sucia de tierra.  Con un escalofrío, recuerdo. Me higienizo; pienso que tengo sueños-realidades, cada vez más extraños. Bebo  un café y prendo la máquina, abro mi correo electrónico, encuentro con gusto un envío de Fernando Sorrentino. Es un cuento: “La albufera de Cibelli”, donde relata como en esa albufera, los sábados por la noche se reúnen los lugareños a bailar con los cocodrilos porosos.
Estupefacta, rápidamente envié un correo a Fernando, haciéndolo saber que yo había sido invitada a ese baile, o algún otro parecido.
Hay que creerlo, los cocodrilos bailan los sábados por la noche.




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