martes, 23 de julio de 2013

Cecilia Collazo-La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Julio de 2013




Dejá de ser mi sombra

  Camina por la calle apesadumbrado, cabeza gacha, los ojos tristes, vestido
de marrón. Cada día emprende su ruta de igual manera. Como la marmota,
cumple con lo establecido, trabaja, ingresa los datos en la máquina, y se retira pasadas las ocho horas.
   Nada cambia, todo está quieto como siempre. No tiene amigos, no conoce mujer, no habla con sus compañeros.
   Camina por la calle, siente la presencia de alguien que lo sigue, se da vuelta, no hay nadie.
   Llega a su computadora, ingresa mil datos en la mañana y continúa por la tarde.
   Regresando a su casa, algo o alguien lo toma por detrás, lo empuja por los hombros, cae a la vereda despareja, se lastima la cara y las manos. Se incorpora, se para trastabillando. Mira a su alrededor. No hay ninguna persona en esa cuadra, ni en la de enfrente. Se dice: ¿Quién habrá sido? Se responde: no hay nadie.
   Al día siguiente, en el horario exacto sale nuevamente, camina unos pasos, escucha otros, da vuelta su cuerpo de manera otra vez abrupta. Lo único que logra ver, es una sombra en la pared. Es extraña. La mira con miedo, trata de identificarla, no la reconoce.
   Escucha un silbido, no sabe de donde proviene. Ese sonido lo acompaña en todo el día y el siguiente también.
  
    Durante un tiempo va a trabajar, en la calle no hay nadie, ninguna persona, tampoco la sombra.
    La ausencia de la misma la hace aún más presente. Pasan las horas y cree que aparecerá en cualquier momento, como si lo acechara. El silbido continúa en sus oídos, nadie que lo emane. Sabe que está sólo en su cabeza.
   Sale de trabajar, piensa que alguno de sus compañeros puede seguirlo, que lo quiere asustar. Se dice a sí mismo: “Debe ser Raúl que me mira raro desde que entré a la oficina. No porque la sombra es más alta que él”. Se convence que no es.
   Un nuevo día, sale de su casa, aún es de noche, temprano más temprano que de costumbre, camina lento como para dar lugar a que lo sigan. Escucha un silbido, está vez cree que es de un hombre, no se da vuelta para que no se espante. Mira de soslayo hacia la derecha, sobre las casas. Una sombra se le aparece por el rabillo del ojo, es de su estatura. Se le parece. Camina firme, con paso seguro, no está soñando.
   Es como si él la siguiera a ella. Ésta camina diez pasos más, y lo espera hasta que la alcance.
   Ella se da vuelta de golpe, lo cubre desde los pies a la cabeza y le dice con voz muy gruesa: “Dejá de seguirme. Dejá de ser mi sombra”.
   Era la sombra de su propia sombra.
  

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