La
casa de Alberdi y Centenera
Viví allí desde enero de 1944 a julio de 1957. Es más
que una casa. Fue mi hogar, mi lugar en
el mundo cuando ese lugar estaba dentro de los límites de un perímetro
“personal y costumbrista” llamado en
aquella época “barrio”, que se consideraba informalmente algo así como cinco
cuadras a la redonda, a veces más otras menos, aunque en la realidad Caballito
– como barrio formal y catastral - tuviera un concepto de zona geográfica más
grande dentro de la ciudad de Buenos Aires. Esa reliquia de la esquina de
Avenida Juan Bautista Alberdi y calle del Barco Centenera, permanece allí desde
hace casi un siglo – fue construida en 1923 - y estará seguro aún después que
yo me muera, porque sobrevivió justamente por su presencia, estilo,
personalidad y belleza. Nadie se animó a derribarla cuando miraba al empedrado
y menos ahora que mira al asfalto.
Se entraba a ella por el 906 de Alberdi y de allí se
salía a un mundo perdido de gorra marrón de cartero simpático, policía en la
garita alta y blanca en medio de la avenida, hielero de barra y lechero de
leche en jarra, escobero gritón y afilador adusto, colchonero con carda y
diariero con gorra. Y si como esto fuera poco, el giro de los tranvías 40 y 49
en sus últimos metros hacia la
Plaza Primera Junta, le ponía a la esquina un familiar sonido
de chirridos de ruedas. En aquél momento quizá molestaba a la hora de la
siesta, ahora cuánto daríamos para volver a escucharlo.
Eran varios dentro de la casa y muchos más los
domingos o cuando había algún acontecimiento. Empezaron viviendo siete en 1943,
llegamos a ser diez desde 1944 y nos fuimos definitivamente de la casa seis en
1957. Pero cuando los tíos casados venían con sus hijos en los cumpleaños, la
parentela entera superaba los treinta.
Pero vayamos ingresando en ella. Puerta de hierro con
escalón, pequeño zaguán, escalera ancha de mármol con puerta cancel de madera y cortinas a mitad de camino y
terminación de ella curvando en el palier.
Paráte allí un momento. Mirando hacia Centenera, a tu
frente el living comedor con balcones a la esquina donde el abuelo me contaba
cuentos y me enseñaba a escribir y leer; a tu izquierda la habitación del Nono
Manlio y la Nona María con balcón hacia Alberdi. Un poco hacia atrás tuyo,
siempre a la izquierda, el rincón del teléfono con su historia de romances de
mis tías y hermana.
Ahora caminá a tu derecha. No te asustes por los
nombres, son ocurrencias de mi abuelo para con sus hijos, por ser estudioso de
la mitología griega, de la historia romana y de los accidentes
geográficos. Estás en un pasillo que
tiene hacia su derecha la habitación interna de soltero de Renato Plinio Silio
y a la izquierda una habitación con balcón a Centenera, donde dormía yo Luis
Tulio con mi hermana Myrna Raquel y mi madre viuda Electra Nióbide Ariella.
Seguí caminando. A la izquierda encontrás el baño con bañadera de patas e
inodoro a cadena.
Adelante y a tu derecha ya ves el patio, rodeado al
frente por la cocina, flanqueada por el baño de servicio. A la izquierda – con
balcón a Centenera - la habitación de
las hijas solteras (luego se fueron casando) Leda Cirene Dina, Igea Irene Ione,
Nella Iria Iside y Eurindia Elba Etna. Cuando falleció Leda o se casaron las
otras, quedó Igea con su esposo Osvaldo.
No vivieron en la casa porque ya se habían casado o
trabajaban en otros destinos, mis tíos Nidia Nerea Saturnia, Ario Ovidio
Alcides, Anteo Argo Alceo y Redi Euro Nembo. En total – los Nonos eran
productivos – tuvieron diez hijos entre 1910 y 1925. Se comentaba entre los
vecinos que los empleados del Censo le escapaban a esta casa, para no
interrogar a mi abuelo y tener que detallar el nombre raro de todos sus hijos.
Ya sé que al lector no le interesan los nombres de mis tíos, pero eran parte
inseparable de la casa, por su extrañeza, permítanme que los mencione, además a
ellos seguro les gustará.
No creas que acá termina la casa. En el extremo
interno del patio nacía una escalera que llevaba a la terraza, previo paso
intermedio por la habitación de servicio. Y en la terraza estaba el lavadero,
la parrilla, la piecita para que el Nono se dedicara a sus hobbies, como
trabajar la madera y el bronce o “su obra cumbre antes de morir”: un enorme
galeón español de madera que finalizó en 1950 y aún se conserva. Además allí
arriba se corría sobre guías de un lado a otro – según la ocasión - un enorme
techo a dos aguas de vidrio que servía para dar luz y aire al patio interno o
como reparador de la lluvia si nos reuníamos en el mismo, que era lo más común.
Se lo guiaba desde el patio con un mecanismo a manivela, que muchas veces
“imaginábamos” mi primo Carlos y yo como una “versión casi exacta” del manejo
del motorman del subte, combinada con la “ilusión” de la puerta del vagón en la
puerta tijera de la escalera. También la ventanita de la habitación de Renato
nos servía para jugar al “kiosko” y allí vendíamos figuritas Starosta,
caramelos Mediahora o chocolates Milkibar. Hubo también una historia “casi
siniestra” en la terraza, cuando jugando en la pared que daba a la calle
tiramos un pedazo de barrote a la vereda. Por suerte no pasaba nadie en ese
momento pero igual la policía vino a preguntar por los “posibles e irresponsables agresores”.
La altura de la casa nos daba la posibilidad de llegar
a las ramas de los árboles y en tardes aburridas y calurosas salíamos al balcón
para estirar los brazos y tomar los “avioncitos” que eran sus frutos y
arrojarlos como helicópteros a la calle. Una diversión ingenua y barata que
quizá hoy no se concebiría. Por supuesto que se daba porque nuestra edad (o la
rigidez de la abuela) no permitía que bajáramos a la calle. Después la pelota
de trapo y las pibas que pasaban para el Club Primera Junta o hacían las
compras en el Mercado del Progreso de la cortada Coronda, fueron “nuestros
nuevos juegos de grandes”.
El patio también tiene su historia. Allí se
preparaban, a lo largo de la mesa, todo casero, los dulces de zapallo, el licor
de huevo, el sambayón caliente para tomar en plato sopero y las gigantes fainá
o polenta oriundas de Italia, sin entrar en detalles sobre los moñitos con
manteca y la yema batida en oporto que mezclaba la Nona, porque se me hace agua
la boca.
La escalera de entrada aporta lo suyo. De chico era
sonámbulo y una vez dormido bajé y me llevé por delante la puerta cancel,
rompiendo los vidrios pero sin despertarme. Cuando me despertaron – cosa que no
debe hacerse – corrí al dormitorio desesperado y le tiré una tijera a mi
hermana, que se clavó en el ropero. Otra noche, un ladrón traspasó la puerta de
hierro y mi tía bajó rápido en camisón. El delincuente salió corriendo con tal
susto que al cerrar la puerta se llevó en sus manos la manija que era casi
imposible de sacar. Los ruleros de Igea pudieron más que un vigilante.
Los domingos siempre había alguna visita, pero la que
recuerdo más es la del tío abuelo Ezio,
pintor bohemio, que llegaba con los merengues de crema de la confitería
Marne, de Rosario y Centenera. O la del tío Ramiro, sobrino del abuelo, que
compartía sus discusiones masónicas con Manlio, mientras yo escuchaba
embelesado. A veces me decían que me vaya porque se acaloraban los ánimos y
entonces nos pegábamos con mi hermana a la pequeña radio a bobina de nácar
verde para disfrutar a Tarzán, Fachenzo el maldito, El Zorro o las noches de
Nené Cascallar (ahí la dejaba sola a Myrna).
Ah…me olvidaba de la planta baja. En la esquina
estaba el almacén Don Lucio, con fideos, lentejas y garbanzos sueltos, que
asomaban debajo de las cajoneras corredizas de un cuarto de giro. Pegadito
y como anexo, el bar Los Ibéricos, todo
del mismo dueño, con aroma a café fuerte, sándwich de mortadela, ginebra,
moscato y caña Leguisamo. No era parte de la casa, pero Luisito entraba como si
lo fuera. Luego que nos fuimos fue un negocio de arreglo de afeitadoras
eléctricas y ahora un Taller y Exposición de Cuadros. Algún día, con la excusa
de ver un cuadro, me iré a observar si algo cambió adentro. Por ahora prefiero
imaginarme en este relato que todo está igual.
Esa era mi casa, mejor dicho la de mis abuelos donde
yo vivía. Ni la primera ni la última, pero la mas recordada, quizá porque fue
la morada de niño y adolescente. Y además todo tiempo pasado fue mejor, afirma
la nostalgia. ¿Y quien se anima a contradecirla?
Para muestra basta un botón dicen. Aquí dejo como
final una reflexión de mi primo Carlos Enrique Simpson, cuando me mandó unas
fotos de la casa que él había tomado y yo le había pedido…
“…esas fotos las tomé un día que andaba bastante nostalgioso y alicaído.
Yo creo que en una situación así, como en la que me encontraba, uno busca
refugiarse en los recuerdos más lindos que tiene y la casa de Alberdi para mí
es un ícono de todo eso...”
Y si lo dice él, que más puedo
agregar yo…si también este relato es un refugio.
2 comentarios:
qUE LINDO RECORDAR, EL BARRIO DONDE SE HA VIVIDO VARIOS AÑOS, Y SUS ANÉCDOTAS, UNA EMOCIÓN CON CALIDEZ DE HOGAR, DE FAMILIA GRANDE Y UNIDA.
OTRO TIEMPO TAN DISTINTO.
mE ENCANTÓ LUIS !!!!
bESO jÓSE
Gracias Josefina
Tu comentario refuerza la idea de que el pasado no debe ser eludido como lo proclaman afiches,grafitti y libros de auto ayuda
No hay que detenerse en el pero tampoco ignorarlo. Al fin y al cabo somos lo que aproximadamente fuimos
Beso grande
Luis
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