María
María
corre por la calle bordeada de casas simples, breves, incompletas. Una de ellas
es la suya. Su casa, que construyó con su marido Antonio.
Antonio
ya murió; una fiebre lo consumió en una semana. Ella estuvo cuidándolo,
poniéndolo compresas frías pero la fiebre lo absorbió y aquí quedó ella, María,
su María, en la casa vacía. A ratos llora, cuando ve la cama desocupada, la
palangana sin agua, las toallas secas. No entiende haber pasado por este
trance, que así, de pronto su vida haya cambiado.
Y
sale a la calle. No hay vecinos. No la acompaña nadie. ¿Gritar? Nadie la
escucha. Está sola. ¿Golpear? ¿Qué puerta? ¿Qué dirá? Ella solo sabe mirar. Y
aquí adentro en cada casa hay silencios. Silencios mudos, que no consuelan.
María no tiene horizontes por eso no se anima a levantar los ojos del suelo.
Está ciega y muda.
Cuando
ahora, justamente, oye una voz pequeña que viene de allá arriba y hasta ve una
forma conocida que le señala el cielo. ¿Es que acaso espera una respuesta? No,
no hay enlace con Dios. Ni con los otros y el rezo desesperado no es más que un
gesto. Silencio. Sólo silencio. Esa es la respuesta. Y sigue así…
María
tiene frío.
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