lunes, 22 de julio de 2013

Marta Susana Díaz-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2013

SALPICANDO

Corre. Siempre corre por la orilla del mar. Y salpica con sus pequeños pies mientras ríe con las carcajadas que solo lanzan los niños
Llora el primer día que debe quedar en el jardín de infantes. La maestra lo consuela con palabras cariñosas, pero no son como las de ella.
A la salida lo está esperando y todo vuelve a estar bien en su corta vida.
Llega la escuela primaria con el descubrir de letras y números.
Ella le explica. Lo ayuda con la lectura…
En el secundario, llegan el amor y el primer desengaño.
Ella lo consuela y lo contiene.
Como cuando el padre enferma y luego de varios meses parte.
Ella es su enfermera. Su acompañante y la que cierra sus ojos al mismo tiempo que sostiene en su  hombro la cabeza vencida del muchacho.
Ella. La que siempre fue su guía un día parte a España tras un amor y allá se queda.
Él ya es un hombre con los estudios terminados y un buen trabajo.
Sale del aeropuerto cerca de medianoche.
Nervios, emoción, angustia. Todo mezclado y enredado en el alma con los recuerdos. Trata de dormir para acortar las horas.
Y sueña.
El sueño es recurrente: corren los dos tomados de la mano salpicando el agua al pisar la arena mojada.
Va con ella. Es  una joven y él va a su lado siendo niño.
-Señor. Su desayuno. ¿Café o té? dice la azafata.
El sol de Madrid entra de lleno por las ventanillas.
Él sonríe. Está sobrevolando la tierra de sus padres.
El pasaporte de la Comunidad Europea le abre paso rápidamente y le aminora su condición de sudaca.
Las valijas giran como en una ronda infantil.
-          Ahí está. La de la cinta amarilla.
Retira el automóvil alquilado y comienza el viaje por tierra.
Pisa fuertemente el acelerador sin tener en cuenta los carteles de límite de velocidad.
Tan sólo escucha la voz femenina del GPS señalando el camino que debe seguir hasta Santillana del Mar.
Luego de una curva, la voz anuncia:   -  Llegada a destino.
La casa de piedra de las fotos resalta contra el cielo gris, tormentoso. Golpea las manos.
Una silueta se dibuja  tras los encajes de bolillo al trasluz de  una lámpara.
Los ojos nublados no lo dejan verla bien.
Se abre la puerta y se funden en un abrazo con la hermana mayor que es como su madre.
Tiene el pelo gris. Camina despacio. Ya es una anciana.
Un mes les espera para contar historias y caminar por la orilla del mar Cantábrico, salpicando, salpicando.

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