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Si algo tiene el otoño,
es su capacidad para despertar mis ganas de caminar las calles del barrio,
entre susurros de lapachos y enamoradas del muro, que van desprendiéndose de
sus doradas hojas, mientras el viento de la mañana las arrincona en grises
amarronado.
Camino Ricardo Gutiérrez hacia la Avda. Maipú para tomar
el 60 que me lleva hasta la Facultad. Me
detiene la mirada triste de un cachorro,
acurrucado a la vera de un zaguán, esperando la dudosa acogida de algún
transeúnte condolido.
Sin darme cuenta, llego
a la avenida. Veo aparecer el
colectivo. Me pongo en fila y aguardo la subida de los pasajeros que
me preceden. Ya casi no hay espacio, me apoyo en el estribo.
El chofer está impaciente -viene con atraso-.
Sin mirar la puerta de ascenso, arranca. Mis manos buscan donde sujetarse. Dos
brazos se estiran en vano para sostenerme. Caigo.
Un chirrido de frenos y
el mundo enmudece
Estoy en un túnel oscuro. Tengo miedo.
Mi voz aborta en la garganta. Oigo murmullos indefinidos. Algo roza mi rostro,
envuelve mi pelo. El terror me domina. Cientos de patas electrizadas caminan
mis piernas, son púas que clavan mi carne. Percibo sonidos metálicos, sombras
que deambulan. Quiero gritarles ¡aquí estoy!, ¡ayúdenme!
El cansancio me vence.
Me entrego.
Los pies le duelen. Los
mira, descalzos, encallecidos de empedrados y huidas. .
El acoso comienza.
Vamos,
corre, corre, niña de los pies descalzos. Las piernas embarradas hasta las
rodillas se doblan.
Cae.
El agobio y el frío le
brotan en lágrimas de impotencia y dolor.
Se levanta.
La implacable
persecución continúa. Escucha el jadeante trotar de la jauría, cada vez más
cerca, hambrienta, desbocada de instinto.
Desde
un espejo frontal, junto a mi cara, una voz me reclama ¡Niña, despierte! Un
rayo de luz penetra mi conciencia. Abro los ojos, entreveo guardapolvos
blancos. Miro arriba, a los lados. Veo aparatos. Mis ojos interrogan,
temerosos. Una voz murmura, no
tema, la dejaremos cuarenta y ocho horas
en observación. Es sólo una pequeña fractura en la muñeca, un esguince del
tobillo izquierdo y una herida cortante en el cráneo. Me llevan a una sala compartida.
Tres camas. Dos señoras mayores rodeadas de familiares.
Viene la enfermera. Me
da un calmante y aconseja que duerma un rato. Miro el techo. Una arañita teje. Cierro
los ojos.
Siente esos cuerpos
refregándose en el suyo, el jadeo animal martillando sus oídos. Se desgarra en
jirones de inocencia mancillada.
Se levanta.
Cae.
Una y otra vez
Vuelca su asco
transformado en vómito, y el vómito fundiéndose en el barro y el barro
cubriéndola, cubriéndola… cubriéndola…
Despierta.
Sus manos aprietan los
bordes de la sábana. Dos lágrimas escapan, mirada adentro. Siente náuseas.
Estuviste haciendo
arcadas toda la noche, comenta una de las señoras. Es la anestesia, acota la otra.
Estoy sentada en un banco de madera
en los jardines del Hospital Francés. Mi cabeza cubierta con un turbante
blanco, mi brazo izquierdo enyesado desde el codo a la muñeca.
Se acerca una enfermera. Me mira. No
me reconoce. Yo sí.
Ya nada importa. Ni
siquiera sé si pasó.
Me pregunto si el
cachorro habrá encontrado dueño.
1 comentario:
qUE HERMOSO LILIA COMO RELATAS,
QUE RITMO BUENÍSIMO LE PONES,
QUE PLACER ES LEERTE.
bESOS jÓSE
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